Carranza, Claudia. Sobre: Pedro Márquez Joaquín ed., ¿Tarascos o P’urhépecha? Voces sobre antiguas y nuevas discusiones en torno al gentilicio michoacano.

Culturas Populares. Revista Electrónica 8 (enero-junio 2009).

http://www.culturaspopulares.org/textos8/notas/carranza.htm

 

ISSN: 1886-5623

 

 

 

 

Pedro Márquez Joaquín ed., ¿Tarascos o P’urhépecha? Voces sobre antiguas y nuevas discusiones en torno al gentilicio michoacano. Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo / El Colegio de Michoacán-Universidad Intercultural Indígena de Michoacán / Gobierno del Estado de Michoacán, col. Kw’anískuyarhani nº 2, 2007; 255 págs.

 

 

Uno de los aspectos más interesantes de este libro es que se trata de una “memoria-antología” en la que se reúnen artículos y documentos que reflejan las discusiones que, desde el siglo XIX hasta nuestros días, ha habido acerca de la pertinencia de calificar a uno de los principales pueblos originarios del estado de Michoacán, en México, o bien como purépechas o bien como tarascos. Pues, tal como se señala en el subtítulo, ha habido una sucesión de antiguas y nuevas discusiones, en torno al gentilicio michoacano.

El libro se divide en dos partes: la primera compuesta por conferencias-artículos que se presentaron en una reunión de especialistas promovida por Kw''anískuyarhani (Grupo de Estudiosos del Pueblo Purépecha), el 26 de enero de 2002, en Pátzcuaro, Michoacán. La segunda parte recoge las “antiguas voces”, escritos que de alguna u otra forma han contribuido a la discusión que se ha desarrollado a lo largo de los siglos. He aquí el elenco de autores y de trabajos que reúne el libro:

 

Primera parte

            Gerardo Sánchez Díaz, "Fuentes para una vieja discusión: tarascos o purépechas", pp. 25-40.

            J. Benedict Warren, "Algunas consideraciones histérico-lexicográficas", pp. 41-51.

            Juan Carlos Cortés     Máximo, "Historia de dos nombres: tarascos y purépechas", 53-65.

            Francisco Miranda Godínez, "Los purepecha o tarascos y los antiguos habitantes de Michoacán. Dos tópicos en cuestión", pp. 67-73.

            Carlos García Mora, "Los tarascos: una formación históri­ca", pp. 75-85.

            Luis Vázquez León, "Purepechas, tarascos o michoaques. Interaccionismo simbólico, etnometodología y cambios semánticos en el nombre étnico”, pp. 87-100.

            Frida Villavicencio, "La denominación de un pueblo, una relación entre lenguaje y poder”, pp. 101-129.

            Fernando Nava, "Tzintzuntzan; otro concepto en torno a la denominación de los indígenas de Michoacán", pp. 131-140.

            Claudine Chamoreau, "La pluridenominación de una len­gua: un juego de doble reflejo. Un acercamiento a la lengua de Michoacán o juchari anapu o tarasco o purepecha", pp. 141-156.

            Pedro Márquez Joaquín, "El uso social del término "purepecha" en el Thesoro spiritual en Lengua de Michoacán (1558)", pp. 157-167.

            Néstor Dimas Huacúz, "Juchari anapu jimbo. En nuestra len­gua", pp. 169-172.

            Moisés Franco Mendoza, "La lengua de Michoacán. (P’urhépecha o tarasca)", 173-178.

 

Segunda Parte

            Eduardo Ruiz (1891), “Leyenda inaugural”, pp.181-184.

            Nicolás Léon (1888), “Cuál era el nombre gentilicio de los tarascos y el origen de éste último?”, pp. 185-187.

            José Corona Núñez, “Los tarascos”, pp. 189-190.

            --------, “Increíble ignorancia de los que se hacen llamar purépechas”, pp. 191-192.

            Alfredo López Austin, "El nombre de los tarascos", pp. 193-198.

            Blanca Cárdenas Fernández, "Gentilicio", pp.199-207.

            Rodrigo Martínez Baracs, "Enigmas michoacanos", pp. 209-212.

            Pedro Márquez Joaquín, "Caracata tua anapu tata Gilberti Maturinueri", pp. 213-220.

            Anónimo, “Purhepechas o Tarascos”, pp. 221-226.

 

Para empezar, cabe decir que la utilización del nombre de p’urhépecha, de raíz prehispánica, es defendido o preferido por la mayoría de estos autores en relación con el de tarascos; y es, asimismo, el término que prefieren los habitantes de la zona debido a una serie de cuestiones históricas y semánticas que tienen que ver con la identidad de este pueblo. Conozcamos la siguiente pirekua (canción elegíaca o amorosa) de mediados del siglo XX:

 

Será muy cierto, mare,

que somos naturalitos:

noske huchá k’heri Puré’pecha,

noske huchá, mare… (p. 134)[1].

 

El nombre purhépecha que aparece en el tercer verso implica un cierto prestigio, ya que, como podemos apreciar en la traducción de los últimos versos: “¡pero somos también el gran Purépecha, / es lo que somos, mi niña!”, el término p’urhépecha designa el orgullo de un pueblo.

Fernando Nava, uno de los autores que contribuyen a este libro, cita esta canción y comenta que “varios indicadores señalan que el término ‘porhepecha’ ha sido usado habitualmente, de manera interna, por lo menos en los últimos cinco siglos” (p.140), y ello en más amplios términos que los que se conocían hasta hace poco tiempo.

Lo cierto es que, al hilo del gentilicio, pueden deducirse cuestiones que van más allá de la simple etiqueta que se le da a un pueblo. Es bien sabido que, muchas veces, el nombre da cuenta de algunas características míticas e identitarias de los grupos a quienes designa. Aunque el nombre no siempre es el que cada pueblo prefiere aplicarse a sí mismo, sino el que otros pueblos le imponen desde fuera. Con respecto a esto, López Austin señala que “es frecuente que los grupos humanos tengan dos tipos de nombres: los que ellos mismos se imponen y los que se usan desde el exterior para designarlos” (193). Pese a la insatisfacción que puedan producir estos nombres, más aún cuando vienen de fuera, no siempre es viable cambiar, “sobre todo cuando el uso del nombre anterior está demasiado generalizado o cuando la innovación presenta problemas de escritura, pronunciación o pluralización”. Lo cierto es que, como señala el mismo investigador, “viabilidad y justicia no marchan a un mismo paso” (193).

Esto último se aprecia con claridad en cuanto al término tarasco, que también se ha aplicado a los grupos p’urhépechas y que ha provocado grandes controversias, a pesar de que es el más utilizado y conocido a nivel internacional y de que muchos grupos sí se identifican con él.

Lo cierto es que el nombre de tarascos suele encarnar, para muchos, la herencia de las ofensas e injusticias que han sufrido los pueblos originarios desde la conquista. En este sentido, resulta muy interesante el artículo de Claudine Chamoreau acerca de la manera en que las culturas dominantes se imponen sobre las dominadas en el momento de darles nombre. Así, señala Chamoreau: el pueblo dominante nombra, categoriza y jerarquiza: “nombra imponiendo su propia visión, atribuye un nombre sin interesarse en las particularidades culturales, históricas y lingüísticas del otro, solamente actúa en función de su ego, de su propio reflejo en el espejo” (p. 141). Pero, además, “categoriza porque impone al otro un carácter homogéneo, atribuyéndole una serie de calificaciones que se van a cristalizar en discursos reproductibles e inductores de efecto tanto en los hablantes como en los que usan el nombre”, y finalmente “jerarquiza induciendo una confusión entre la jerarquía social de los grupos y una hipotética jerarquía de las lenguas que hablan” (pp. 141-142).

Muchas veces, aquellos dominados que han sido nombrados por los dominadores se rebelan contra el nombre impuesto y reivindican el que ellos prefieren, utilizando argumentos históricos, legendarios e incluso míticos.

Es significativo descubrir en las páginas de este libro un texto titulado “Leyenda inaugural”, que el autor, Eduardo Ruiz, escribiendo muy a la manera de su época (en el siglo XIX), convierte en cauce de una historia que quizá proviene de la tradición oral. Describe Ruiz cómo los pueblos p’urhé vagaron hasta llegar a un valle, en donde, cuenta el autor,

 

dulcificaron más y más sus costumbres nuestros peregrinos, y ya como efecto de ellas mismas, ya en testimonio de agradecimiento, hacían frecuentes visitas a las familias de las otras tribus, resultando de aquí relaciones más estrechas que no tardaron en afirmarse con frecuentes matrimonios. Poco a poco estas visitas formaron como el carácter nacional de aquel pueblo, y desde aquella remotísima época adoptaron como gentilicio el nombre de purépecha (p. 182).

 

Según señalaba Julio Caro Baroja, en el siglo XIX se teorizó acerca de la relación entre nombre y mito. Don Julio evocó un caso de falsa denominación gentilicia muy significativo: los vascos se llamaban a sí mismos “aitoren semeak, es decir, ‘hijos de padres buenos’. Pero un escritor romántico francés, Augustín Chaho, interpretó de manera equivocada la expresión como ‘hijos de Aitor’, un supuesto patriarca”. A partir de ahí, muchos vascos llegaron a considerarse a sí mismos “del linaje de Aitor”, que jamás existió.

Quizá en el caso de los purépechas hayan intervenido equívocos y evoluciones equiparables[2]. Llama la atención, a este respecto, la airada crítica de José Corona Nuñez, quien calificó de ignorantes a quienes defendían la pertinencia del gentilicio purépecha (pp. 191-192), señalando que durante muchos años se había considerado que el término se aplicaba únicamente a la “gente común, o macehuales”, es decir, a los sujetos de una posición económica y social determinada.

En nuestro libro, sin embargo, se dan datos y pruebas que parecen mirar hacia otros posibles significados, como el que rescata López Austin (pp. 193-198), quien señala que el nombre de purépecha podría designar, más allá del término ‘plebeyo’, tan repudiado por Corona Núñez, una manera de nombrar a los seres humanos, “personas”:

 

No me convence —dice López Austin— la explicación que da León al término purépecha o p´urhépecha. Es más verosímil que, como el término náhuatl macehualli, se refiera tanto en sentido estricto al plebeyo como en sentido amplio al ser humano. Esto haría que el pueblo se autodesignara “la gente”, forma por demás normal. Hay muchos ejemplos de pueblos que se dan como nombre el de “hombres” o “gente”, sencillamente basta citar como ejemplo alemán. El grupo germánico que lo usó lo hacía significando “la totalidad de la gente” o “todos los hombres”. En cuanto al término tarasco hay que reconocer que ha sonado extraño a los designados; pero que es muy posible que, al menos un grupo de ellos, tuviera como dios patrono a Taras, que de allí hayan tomado el nombre, y que los mexicas lo hayan generalizado indebidamente, como se generalizó el topónimo Michhuacan a todo el territorio dominado por el cazonci (pp. 197-198).

 

Otro documento, un texto anónimo firmado por “un purépecha, pues”[3], podría calificarse de una reconstrucción épica que trata, entre otras cosas, de los últimos monarcas indígenas de Michoacán, de la participación de los purépechas en las batallas contra los españoles, de los héroes Timas y Eréndira, de los tesoros enterrados y nunca encontrados por los españoles, de las muertes crueles e innecesarias que los últimos cometieron, de la historia de Cuanicuti, quien

 

llegó a pelear a Tlatelolco con sus 400 guerreros, enTlatelolco se le asignó un barrio cerca del bordo hecho por Nezahualcóyotl, que iba de San Lázaro hasta Atzacoalco, a ese barrio se le llama aún hoy Inguarán (pues Inguarán es una voz purépecha, que quiere decir los que volvieron). Ahí dejo Cuanicuti todos sus guerreros muertos, sólo regresó a su pueblo con su mujer Cumanda y tres fieles guerreros de su guardia personal (p. 222).

 

Además de las referencias históricas, este texto también se refiere a una de las tres principales explicaciones del gentilicio tarascos, la que ofrece la llamada Relación de Michoacán, que relata las costumbres, ritos y mitos de los pobladores de la región antes de la llegada de los españoles; según ella, algunos principales indígenas habían concedido sus hijas a los españoles, que se fueron uniendo con ellas en el camino a México, y que por ello fueron llamados tarascue, palabra que podría significar ‘yerno’. El autor señala: “que en Michoacán no les dieron a los españoles ni las hijas, ni las hermanas, pues como purhépecha que somos, aún hoy día, es más fácil robarse a la novia, que entablar una relación de amistad con la familia política” (p. 223).

En general, el nombre de tarasco no resulta favorecido por casi ninguna de las explicaciones y teorías que circulan con respecto a él. Solo en la obra de Sahagún, la Historia general de las cosas en la Nueva España, se percibe alguna resonancia positiva, cuando asocia el término tarasco con el dios Taras. Pero esta explicación resulta, a decir de Chamoreau, muy improbable, por razones básicamente de incompatibilidad lingüística:

 

            El origen divino no aparece en la Relación de Michoacán y presenta además un problema lingüístico. La palabra que se refiere a un ídolo es t’arhesi. Contiene una oclusiva aspirada /t’/, una retrofleja /rh/ y la vocal /e/: ninguna aparece en el nombre tarasco. Obviamente, estos fenómenos son frecuentes, sobre todo en los fonemas desconocidos de la lengua meta. Sin embargo, en este caso los cambios son importantes (p. 150).

 

Otro de los orígenes que se le atribuye al nombre de tarasco es el relatado en las Relaciones geográficas de Tlaxcala, donde el término se explicaba como una onomatopeya bastante singular, de aparente origen mexica o teochichimeca, en donde se dio el nombre de tarascos a los pobladores de Michoacán “porque ‘traían los miembros genitales de pierna en pierna y sonando, especialmente cuando corrían’”. Aparentemente, esto se originó de una burla realizada por los mexicanos, que les habían escondido las ropas a los chichimecas, circunstancia que “disgustó a los tarascos, por lo que ahí se quedaron y cambiaron su lengua por la que luego se llamaría purépecha” (García Mora, p. 80).

La historia fue relatada de otra manera por Veytía en la Historia antigua de México (en el año de 1836), cuando afirmó que yendo mexicanos y chichimecas,

 

todos juntos, se adelantaron algunas cuadrillas, y llegando a un estrecho o brazo de mar, que algunos asientan fue el río de Toluca, que desemboca en la mar del Sur, por la parte occidental respecto de la Nueva España, se determinaron pasarle, formando balsas de troncos de árboles, y no teniendo con qué amarrarlos, se quitaron los maxtlis, que eran unas bandas de más de cuatro brazas de largo, y palmo y medio de ancho, de tela de algodón, con que se cubrían lo más inhonesto, como una especie de braguero, y esta era la única ropa que usaban. Afianzaron con ellas los maderos, y formaron balsas en que pasaron de la otra banda del río con sus mujeres e hijos. Con esta maniobra se les rompieron y perdieron los maxtlis, y hallándose enteramente desnudos, pidieron a sus mujeres las camisetas que usaban que eran cortas, de suerte que no pasaban de los muslos sin mangas, y con una abertura en la parte superior para sacar la cabeza, y dos a los lados para sacar los brazos: hoy se llama esta pieza cotón, y le usa mucho toda la gente pobre. Con esto se cubrieron los hombres desde el cuello a los muslos, y las mujeres quedaron con sólo las enaguas, y descubiertas de medio cuerpo arriba. Como los hombres no tenían cosa alguna que les sujetase de la cintura abajo, descubrían sus partes genitales, que al andar les azotaban los muslos, y las mujeres con la falta de camisetas o cotones llevaban descubiertos los pechos. Las cuadrillas que quedaron atrás, y dicen haber sido de los mexicanos, teochichimecas y otros, pasaron también el estrecho en balsas, pero se dieron maña para afianzarlas sin despojarse de sus ropas. Habiendo llegado a alcanzar a los primeros, y viendo aquella desnudez e inhonestidad, se hostigaron de ella, y ese fue el motivo de separarse, quedándose en las tierras de Michoacán los primeros, a quienes dieron el nombre de tarascos por el sonido que les hacían las partes genitales en los muslos al andar (p. 186).

 

En relación con esta historia, que algún autor calificó de “vulgar” y otro de “procaz”, me parece interesante rescatar la interpretación de Francisco Miranda Godínez, quien señala: “efectivamente, como nos lo insinúa La Relación [de Michoacán], los uacúsecha son chichimecas que llegaron a la región del lago como una de tantas tribus. La broma de sus compañeros de esconderles las ropas al entrarse a bañar no está en proporción al despecho de, al saberse desnudos, cambiar de forma de vestir y de hablar quedándoles un odio imborrable a los actores del despojo, pero están a la base de una realidad que intenta explicarse creando un mito” (p. 71).

Un mito, en efecto, como señala Chamoreau, de fundación, podríamos pensar, en el que un suceso extraño, extraordinario o terrible, provoca la división de un grupo en varios clanes y marca el inicio de una nueva sociedad, o de varias nuevas sociedades. Este tipo de mitos de fundación en que se producen separaciones conflictivas son frecuentes en los relatos de orígenes de los pueblos: recordemos el caso de la torre de Babel y la separación de sus promotores, el del Génesis y el conflicto entre Caín y Abel, el de la fundación de Esparta cuando Cadmo fue separado de su hermana Europa, etc.

En cuanto a la desnudez, no son pocas las culturas que relatan historias acerca de seres sobrenaturales que pueden ser capturados cuando, en un momento de descuido, son despojados de sus ropas; tenemos, por ejemplo, desde el medieval Lai de Bisclavert de María de Francia hasta la saga de películas protagonizadas por Darkman: historias sobre brujas o licántropos o seres más o menos prodigiosos que quedan en estado de vulnerabilidad cuando se quitan transitoriamente su piel.

Pero volvamos a la discusión sobre la voz purépecha, sobre la que hay que destacar el artículo de Benedict Warren, quien demuestra que la voz purépecha y los sufijos que se relacionan con esta palabra tienen una relación muy directa con el sentido de la guerra, del soldado, del combatiente (pp. 41-51). Curiosamente la explicación coincidiría con una imagen que a mí se me vino a la mente cuando leí el relato de Veytía: esto es, pensé en los guerreros de diversas regiones, americanas, africanas o europeas, que se presentaban desnudos ante sus enemigos, infundiéndoles (diría un autor del XVI) grande espanto con sus gritos y otros sonidos que hacían con el cuerpo.

Es llamativo que cada una de las posibles explicaciones y del repertorio de creencias y de leyendas que se asocian al nombre de purépecha tenga visos de verosimilitud, y también rasgos de ficción. Sucede con otra de ellas, una explicación del origen del nombre tarasco que se asocia a la desesperación de un hombre que buscaba a su suegro durante la guerra; la palabra tarascue también significa ‘suegro’, como vemos; de ahí, según esa explicación, que los españoles dieran el nombre de tarascos a los indígenas de Michoacán. Esta explicación resultaría tan difícil de creer como cualquiera de las otras, si no fuera porque no sería la primera vez que se ha dicho, escrito, oído y leído historias acerca del modo en que los españoles nombraban a los habitantes de un lugar a partir de palabras que escuchaban de los pobladores originarios. Historias, por cierto, que no son privativas de México, como demuestran los numerosos ejemplos de falsas etimologías que analiza el artículo de José Manuel Pedrosa, De re etiologica: mitos de orígenes y literatura de la modernidad”. Culturas Populares. Revista Electrónica 2 (mayo-agosto 2006)

http://www.culturaspopulares.org/textos2/articulos/pedrosa1.htm.

Las limitaciones de espacio nos impiden seguir haciendo el seguimiento de lo que este libro y las contribuciones que en él concurren señalan sobre la cuestión. La lectura del propio libro es mejor que cualquier reseña, por más que sea difícil resistir la tentación de sumarse al conjunto de voces que discuten en torno a los gentilicios de los pueblos. Origen, identidad, tradición... Las páginas de la recolección Tarascos o purépechas… nos traen voces viejas y nuevas, siempre de interés y actualidad, sobre una cuestión clave para conocer mejor al otro, y a nosotros mismos a través de las visiones que tenemos de él.

 

Claudia Carranza

 

 

 



[1] La canción está tomada de R.A.M. Van Zantwijk, Los Servidores de los Santos. La identidad social y cultural de una comunidad tarasca en México. México, Instituto Nacional Indigenista, 1974, p. 202.

            [2] Julio Caro Baroja, De los arquetipos y leyendas, Madrid: Alianza, p. 150. La cuestión ha sido estudiada también por Jon Juaristi, en El linaje de Aitor: La invención de la tradición vasca (Madrid: Taurus, 1987).

[3] La utilización de la palabra “pues”, es un rasgo común de esta zona; el autor juega con la muletilla que también podría ser un rasgo de identidad.