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Luengo López, Jordi. “Ídolos populares de latina masculinidad. Valentino, Gardel y, otros ‘violeteros modernistas’”. Culturas Populares. Revista Electrónica 7 (julio-diciembre 2008). http://www.culturaspopulares.org/textos7/articulos/luengo.htm
ISSN: 1886-5623
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Ídolos populares de latina masculinidad.
Valentino, Gardel y, otros “violeteros modernistas”
Jordi Luengo López
Université de Franche-Comté, Besançon, Francia
Resumen
Entre las múltiples imágenes populares que Hollywood potenció y distribuyó, casi siempre desvirtuando su inicial sentido y significado, encontramos la del amante latino. En un ambiente de triste futilidad, todavía marcado por las millones de muertes causadas por la Gran Guerra, la industria cinematográfica norteamericana, movida fundamentalmente por intereses económicos, quiso potenciar el sensual desaire de los últimos años de la Belle Époque pernotando su máxima expresión en el tango argentino y en la estampa de quienes lo ejecutaban. Rodolfo Valentino fue su primera gran baza en esta tan particular empresa, siguiéndole Carlos Gardel, ambos acompasando el paso del cine mudo al sonoro con el dulzón ritmo rioplatense. Sobre el imaginario colectivo, y siempre en función del sexo del sujeto receptor, estas figuras provocaron distintos fenómenos, siendo los más populares el de la histeria femenina y el de la elegante y amanerada construcción cultural del «señorito bien».
Palabras clave: latin lover, masculinidad, cultura popular, Rodolfo Valentino, Carlos Gardel, «histeria femenina», señoritos bien.
Abstract
Among the multiple popular images boosted and distributed by Hollywood, whose original sense and meaning was almost always distorted, we find that of the latin lover. Within a context of sad triviality, still marked by the millions of deaths during the Great War, the American cinema industry – fundamentally driven by economic interests – decided to foster the sensual snubbing of the last years of the Belle Époque by focussing on Argentinean tango and the image of those who performed it at its best. Rudolph Valentino was their first main trump in this particular venture, followed by Carlos Gardel. Both of them made the transition from silent cinema to talkies fit in with the sickly sweet rhythm of the River Plate. These figures brought about a series of various phenomena on the collective imaginary depending on the sex of the recipient subjects. Some of the most popular included feminine hysteria and the smart and affected cultural construction of «rich kids».
Key words: latin lover, masculinity, popular culture, Rudolph Valentino, Carlos Gardel, «feminine hysteria», rich kids.
La sonrisa es en los pueblos fruto de su madurez, de civilidad, de selección. Por eso nos complace ver,
de vez en cuando la sonrisa de Max Linder, que es la sonrisa latina
-Joaquín Adán en Blanco y Negro, 1918
La herencia de la Gran Guerra
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esde aproximadamente 1890, momento en que terminológicamente surge la palabra gommeaux, la cual aludía a aquellos hombres jóvenes que se hacían notar por su elegancia pretenciosa, e incluso antes en el tiempo, ha podido pernotarse cierto proceso de feminización en los hombres. Un fenómeno que no era más que la consecuencia directa y paralela de la paulatina toma de libertades que las mujeres iban adquiriendo en pro de su liberación, siendo la Gran Guerra (1914-1918) el momento clave. En la Tercera República Francesa (1870-1940), el auge del desarrollo europeo y mundial que caracterizó el ocaso del siglo xix, hizo que una emergente burguesía quisiera tomar, al menos, las maneras de la aristocracia, comportándose como sus integrantes, disfrutando así de los placeres y privilegios que únicamente en la altas esferas de la sociedad podían darse.
Tras los millones de muertos habidos en todos los países de Europa durante la Primera Guerra Mundial, el sentimiento de querer exacerbar esa desvirtuada funcionalidad de los sexos —dado que no hemos de olvidar que las mujeres consiguieron gran parte de sus derechos gracias al haber demostrado su valía durante el conflicto bélico— tomó una significativa relevancia. En los años que sucedieron a la contienda, especialmente los denominados años veinte, también conocidos como «locos» o «felices», no sólo los hombres y las mujeres de la burguesía aprovecharon para vivir el presente en todas sus dimensiones y con todas sus posibilidades, sino que también la clase obrera, influenciada por la Revolución Rusa de 1917, empezó a participar en esta nueva «moda».
Antes de la tragedia que asoló Europa, los ocios en su más perfecta manifestación emanaban de un cosmopolitismo cuyo centro neurálgico se encontraba en París y Viena. Una mezcolanza de simpatías que, unidas por el arte y el noctívago divertimento, comulgaban en un sofisticado tiempo cuya beldad no sólo era estética, sino también vivencial. Algo muy distinto al fluir de gente que durante la guerra fue encontrándose en la capital del Sena: rostros sin luz, miradas robadas de otra época, donde quienes por allí transitaban iban casi tropezándose en el trasiego de una ciudad apagada por la volatizada tristeza de la risa perdida. Los elegantes pasos del tango habían sido substituidos por otro taconear, no siendo éste otro que el de las relucientes botas de los militares que desfilaban hacia la oscuridad de las trincheras.
Mientras, la cuna del tango, Argentina, suministraba alimento a Europa, sobre todo a Inglaterra, partiendo del otro lado del Atlántico navíos repletos de carne argentina y armamento estadounidense. Las relaciones entre Argentina y Alemania eran relativamente buenas, sin embargo, en el 4 de abril de 1917 se rompieron de golpe cuando un submarino alemán hunde la goleta mercante argentina Monte Protegido (¡¡¡!!!) frente a las islas Sorlingas, situadas a unas 28 millas del extremo suroeste de la isla de Gran Bretaña. Los alemanes contaban con una destacada flota de submarinos, por lo que desde que estalló la guerra intentaron imponer un bloqueo completo al Reino Unido y a Francia, interceptando así todo el apoyo que pudieran recibir de sus colonias transoceánicas y rompiendo de este modo las rutas de aprovisionamiento entre América y Europa. He ahí el motivo por el que hundieron el Monte Protegido, sin poder hacer nada al respecto la poderosa Royal Navy Británica, que, por aquel entonces, francamente estaba bastante por detrás del poderío marítimo alemán.
Pese a que Alemania presentó sus disculpas al presidente de la República argentina, Hipólito Yrigoyen, a través del secretario de Estado Arthur Zimmermann el 28 de abril de aquel mismo año, las relaciones entre ambos pueblos, sobre todo en cuanto a lo que concierne a las simpatías que se pudieran entrever, dejaron de desarrollarse como hasta entonces habían hecho. Así, en Argentina, la población atentó y boicoteó la legación y la prensa germana, los negocios alemanes se vieron sensiblemente afectados[1] y el Club alemán de Buenos Aires fue saqueado por completo. La altivez atribuida a los alemanes, el beneplácito que, según parece, creían tener para actuar como bien quisieran, iba a topar con la reacción de Argentina que, si bien no de un modo constatable a nivel político, supo reaccionar a nivel social en protesta a la actuación del ejército imperial.
Un año antes, en 1916, de la mano de un español cubano, Alberto Insúa, en su obra De un mundo a otro, ya había puesto en entredicho las diferencias substanciales que residían entre un pueblo y otro, al valerse de un concepto que por aquel entonces estaba muy de moda y que posteriormente tan fanáticamente utilizaría el Tercer Reich: la raza. Más allá de una dimensión «etnológica», el escritor confrontaba la raza latina con la raza germánica, basándose en un fundamento ideológico y político, para denunciar la postura germanófila que España había tomado durante el conflicto bélico e incluso antes de que éste estallara (Robin, 1992: 219). Insúa había redactado esta novela estando en París como corresponsal del ABC, por lo que su postura aliadófila era más que evidente. Para el autor, era necesario «matar a la guerra», conseguir que ésta desapareciera, pero no desde una postura pacifista —sumamente criticada por el novelista y dramaturgo—, sino desde la base de que había que aniquilar a Alemania. La ilusión pacifista, por tanto, estaba fuera del ideario de Insúa, a la cual llegó a tildar de «romain rollandismo» recordando a Romain Rolland[2], pacifista militante a quien, al parecer, el escritor no tenía demasiada simpatía por razones que aún hoy se desconocen.
Ese mismo año, Vicente Blasco Ibáñez, tras volver de su largo viaje por Argentina, estando también en París, escribió Los cuatro jinetes del Apocalipsis, donde no sólo expondría manifiestamente su animadversión hacia el pueblo germano, sino que de forma visionaria, y aún sin saberlo, auguraba el hundimiento del Monte Protegido a través de Marcelo Desnoyers quien describía del siguiente modo las barbaridades que estaba cometiendo el ejército alemán:
Marcelo experimentaba un profundo trastorno en la apreciación de las ideas ajenas. ¡Había visto tanto!... Los procedimientos terroríficos de la invasión, la falta de escrúpulos de los jefes alemanes, la tranquilidad con que los submarinos echaban á pique buques pacíficos cargados de viajeros indefensos, las hazañas de los aviadores, que á dos mil metros de altura arrojan bombas sobre las ciudades abiertas, destrozando mujeres y niños, le hacían recordar como sucesos sin importancia los atentados del terrorismo revolucionario, que años antes provocaban su indignación (Blasco Ibáñez, 1916: 334).
Rodolfo Valentino en Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Imagen publicada en Selecciones en 1926.
El literato valenciano, políticamente caracterizado por su marcada oposición a la monarquía y evidente simpatía por las tendencias «izquierdistas», aborrecía la ideología germana por apartarse de los ideales republicanos que con tanto fervor defendía y ensalzaba en el periódico que fundó, El Pueblo (1894-1939), tanto por sus ya presentes teorías de superioridad racial como por su dogmática belicista donde la brutalidad fascista empezaba a ser constatable[3]. Influenciado también por los movimientos obreristas de la Rusia zarista, que alcanzarían su clímax en la Revolución Bolchevique de 1917, Blasco Ibáñez encontró el perfecto modo para ensalzar el radicalizado grupo político del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, dirigido por Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, y denigrar al pueblo alemán, por medio de la descendencia generacional zarista. Así, inventa un socialista ruso, Tchernoff, quien, movido por el desprecio que sentían los alemanes por los rusos —y, según el novelista valenciano, por todos los demás integrantes de otras naciones que no fuera la suya[4]—, lanzará la siguiente reflexión:
Los peores zares fueron imitadores de Prusia. […] Una mitad de la aristocracia rusa es alemana: alemanes los generales que más se han distinguido acuchillando al pueblo; alemanes los funcionarios que sostienen y aconsejan la tiranía; alemanes los oficiales que se encargan de castigar con matanzas las huelgas obreras y la rebelión de los pueblos anexionados. El eslavo reaccionario es brutal, pero tiene el sentimentalismo de una raza en la que muchos príncipes se hacen nihilistas. Levanta el látigo con facilidad, pero luego se arrepiente y á veces llora. Yo he visto á oficiales rusos suicidarse por no marchar contra el pueblo ó por el remordimiento de haber ejecutado matanzas. El alemán al servicio del zarismo no siente escrúpulos ni lamenta su conducta: mata fríamente, con método minucioso y exacto, como todo lo que ejecuta. El ruso es bárbaro, pega y se arrepiente: el alemán civilizado fusila sin vacilación. […] El kaiser de la cultura ha trabajado años y años en el montaje y engrasamiento de un organismo destructivo, como nunca se conoció, para aplastar á toda Europa. El ruso es un cristiano humilde, igualitario, democrático, sediento de justicia: el alemán alardea de cristianismo, pero es un idólatra como los germanos de otros siglos. Su religión ama la sangre y mantiene las castas: su verdadero culto es el de Odin, sólo que ahora el dios de la matanza ha cambiado de nombre y se llama el Estado (Blasco Ibáñez, 1916: 139-140).
Rodolfo Valentino y Nita Naldi en Cobra,
dentro de un momento de amor cinematográfico.
Ortiz, para La Esfera en 1926
Tras estas palabras, Blasco Ibáñez arremetía contra el pueblo alemán, pero no comparándolo con el latino, sino con el ruso y sus ideales de libertad en esa considerada fase acabada del socialismo que pronto aprehendería el nombre de comunismo. Sin embargo, como puede entreverse a lo largo de toda la novela, el poético espíritu de la amatoria del hombre latino quedaría plasmado en la figura de un pintor bohemio y bailarín de tangos, Julio Desnoyers, a quien, seis años más tarde, bajo la dirección de Rex Ingram, encarnaría Rodolfo Valentino.
En el mismo año en que Los cuatro jinetes del Apocalipsis fueron llevados al cine, 1921, The Illustrated London News calificaba la obra de Blasco Ibáñez como el libro más leído del mundo después de las Sagradas Escrituras. El Gobierno de los Estados Unidos, por medio de su mejor arma propagandística, Hollywood, encontró el modo más inteligente para mantener vivo en el recuerdo del horror al que todos los países —aunque según Blasco Ibáñez la única causante de la Gran Guerra fue Alemania— habían conducido al mundo y, a su vez, recuperar la elegancia del cosmopolitismo nocturno del París de la Belle Époque, donde el tango argentino marcó el ritmo del noctívago suspiro de la modernidad. Conseguíase así que la gente se alejara del cine alemán, que quedarán atrás las sombrías imágenes de los expresionistas alemanes Friedrich Wilhelm Murnau y Robert Wiene, porque todavía pesaba el temor de un «Nosferatu» que se había presentado como el compendio de los «cuatro jinetes» del Armagedón. En efecto, el terrorífico Conde Orlok había sido substituido por un guapo y engominado galán latino, algo amanerado en sus maneras, pero con la sonrisa tan cálida que pronto consiguió convertirse en el ídolo popular por antonomasia, y no sólo en los países donde esta estampa fácilmente podía distinguirse entre el vulgo diario, sino también en todas aquellas naciones cuya identidad difería por completo de la del varón latino, a cuyos encantos no pudieron resistirse[5].
El utile dulci de los latinos
Próximos al fin de la Gran Guerra, en las mentes del imaginario colectivo, masculino y femenino, todavía permanecía latente la sonrisa de Maximilien Gabriel Leuvielle, más conocido con el nombre de Max Linder. En la Europa de la Belle Époque, este personaje fue uno de los cómicos que mayor éxito tuvieron en el cine mudo, llegando a ser en 1915, apenas diez años después de su aparición en la gran pantalla, el actor mejor pagado de toda Francia. Su aspecto era el de un personaje distinguido, dotado de un exquisito gusto en el vestir e indiscutiblemente encantador en todas y cada una de las proyecciones populares que se realizaron en las salas de cine europeas. He ahí el motivo del porqué, tras su marcha al frente, su rumoreada muerte en las trincheras causó una verdadera histeria entre su público, sobre todo entre las mujeres —fenómeno que pocos años más tarde también se produciría, aún con mayor intensidad, con Rodolfo Valentino y Carlos Gardel—. Sin embargo, la murmuración que generó su desaparición, durante el trágico año de 1915, no fue del todo falsa ya que Linder sobrevivió al combate, pero quedó marcado de por vida, tanto física como emocionalmente, por los gases asfixiantes que ambos bandos utilizaron. Esta nueva situación, llevó al actor francés, viendo que su carrera cinematográfica había quedado definitivamente truncada al fracasar en Hollywood, a ser víctima de frecuentes ataques depresivos, llevándole incluso hasta el borde de la locura. Decidió éste, entonces, recurrir a los «paraísos artificiales» (morfina y cocaína) para paliar sus efectos, pero sin éxito alguno, ya que terminó suicidándose con su mujer el 31 de octubre de 1925. Sin duda, hoy podemos constatar que Linder fue el precursor de la pasión que, a través del mundo del cinematógrafo, generaron los actores latinos en el imaginario popular, siendo, a su vez, antes de que Hollywood difundiera sus propios iconos nacionales de corte sexual, el germen del que surgió el mito del latin lover (amante latino).
Las características propias de este modelo de masculinidad venían precedidas por toda una serie de cualidades que enaltecían su figura en términos notoriamente positivos. La imaginería desprendida del cinematógrafo, siendo en sus inicios manifiesto sólo a través de un lenguaje gestual, había difundido la estampa visual del hombre latino como la auténtica clave para hacer de la vida un placer. Este hecho no se apreciaba únicamente en la mirada narcisista del propio arquetipo, sino que, además, también repercutía en las mentalidades de la época quienes se veían imbuidas de «la fuerza, la riqueza, la alegría, el lujo, la esperanza» que transmitía esta idea reguladora de corpórea latinidad. No sorprende que Enrique Gómez Carrillo, en su obra El encanto de Buenos Aires, publicado en 1916 dentro de La Novela Corta, rememorara todas estas sensaciones al ver deambular la gente por la ciudad porteña. Este escritor, periodista y diplomático guatemalteco, llegó a la conclusión de que las virtudes que se les concedían a los hombres latinos, en verdad iban más allá del simple hecho de ensalzar la presencia de un galán de buen porte. La máxima del utile dulci volvía a cobrar el sentido dado en la antigüedad clásica, atribuyéndose a toda la cultura latina, en la cual era posible aprender, crecer y contribuir al bien común de la sociedad y la ciudadanía, deleitándose en el proceso generador.
Durante la Primera Guerra Mundial, en España, así como en aquellos otros países considerados latinos, según la prensa, sus habitantes disfrutaban del vivir cotidiano, sin tomarse nada en serio, olvidando sus penas y sus desgracias, concibiendo su realidad como un continuo goce del que nutrirse (Phillips, 1999: 212). Este parecer era recogido por varios autores como José Auro (1915), en el «diario liberal independiente» El Correo; Joaquín Adán (1918), en Blanco y Negro; o, Rafael Trullenque (1918), en el «diario republicano de Valencia» El Pueblo. Todos ellos consideraban que, a partir de la interiorización de dicha sentencia, el pueblo español, y el latino en general, debía saber que más allá de los atributos concedidos a su identidad, existían adversidades que no debían truncar su armoniosa existencia. Siguiendo con este mismo argumento, ha de apuntarse que la prensa religiosa utilizó, también, esta máxima para promocionar su mensaje, siendo una de ellas el «semanario crítico de religión, ciencias y españolismo» Luz Católica (1902 a: 46-47; 1902 b: 61; F., 1902: 350). Este periódico incorporaba a su ideario una sección titulada «Utile Dulce[6]. Lecciones para algunos católicos», a través de la cual promocionaba el mensaje de la dogmática eclesiástica de que aprender, sentir y actuar conforme al mensaje de Cristo, podía ser un auténtico placer para la vida cristiana.
Con todo, y a pesar de las interesantes e interesadas iniciativas llevadas a cabo por parte de la Iglesia, lo cierto es que el carácter del español era tan sumamente particular que difícilmente podía ser concebido como obra de Dios. Así lo apuntaba Rafael Torromé, al cantar en verso, la fórmula de la que se habían servido los diablos del Infierno para crear el alma española y, por ende, también la del espíritu latino:
Del carácter español
hizo el diablo la siguiente receta:
treinta adarmes de amor propio,
diez adarmes de soberbia,
ocho mil de vanidad,
cuatrocientos de pereza,
todo lo cual se deslíe
en una envidia muy densa
y se pone á hervir al sol
ardiente de nuestra tierra,
y salen los españoles
de tan cristalina esencia,
que al menor golpe se rompen
y al menor choque se quiebran (Torromé, 1900).
Las dificultades iban a estar siempre presentes en cualquier ser humano, pero, a diferencia del resto del mundo, siguiendo la construcción poética del redactor del Blanco y Negro, las gentes latinas no sabrían afrontarlas, siendo, por lo tanto, proclives a derrumbarse psíquica y emocionalmente ante cualquier contratiempo. Esta evidencia la retomaría Pío Baroja (1910: 2) una década después, manteniendo que el hombre español es incapaz de ver la realidad que lo envuelve, no puede apercibir, ni se entera de lo que ocurre, ni tampoco muestra tener curiosidad alguna por conocer los elementos que constituyen la escena de su devenir cotidiano. Esta tendencia, según el escritor de la Generación finisecular, llevaba a los españoles a ignorar la realidad cuando era demasiado dura, cruda y amarga, pero, por el contrario a lo que pudiéramos pensar, en modo alguno cambiaba esta actitud cuando la vida empezaba a dulcificarse, porque, entonces, se hacía mucho más palpable y evidente, generando, en ellos, el más profundo de los pesimismos. Esto explica el motivo por el que María de la O Lejárraga consideraba que «las razas contemplativas, agudas de ingenio y dotadas del don de hacerse cargo, no pueden progresar»[7] (Martínez Sierra, 1904: 7).
Este parecer quedaba corroborado en una entrevista que Ilsa W. de Rivera realizó para la revista gráfica Estampa, en 1934, donde interrogaba a distintas mujeres extranjeras, casi todas ellas residentes en Madrid, sobre qué opinaban sobre los hombres españoles. Pese a que las respuestas fueron múltiples y de distinto tamiz, destacamos la emitida por Haitang, una estudiante china de Arquitectura en Madrid, quien consideraba que los españoles, al igual que los chinos, eran muy idealistas, dado que «no se preocupan por los problemas de la vida; se dejan ir, llevar por el destino» (De Rivera, 1934); o la de la traductora de sueco, Greta A., cuando señalaba que «lo más estimable del español es su facilidad para no crearse preocupaciones y vivir sin trabajar demasiado lo más cómodamente posible» (Idem). Tales respuestas, sumamente condicionadas por una imagen preconcebida de España, chocaban con la máxima del utile dulci, puesto que difícilmente podía encontrarse la utilidad en esa cómoda actitud «contemplativa» atribuida a los españoles, por muy «dulce» que ésta fuera. Todas estas consideraciones aparecidas en la prensa desacreditaban la imagen del español, y del latino en general, quien pernotaba cómo, sobre todo tras la pérdida de las colonias, irremediablemente se ponía en entredicho su propia masculinidad[8].
Ante esta triste imagen, y con el objeto de limpiar la reputación de todo un pueblo, no sorprende que llegaran a plantearse algunas soluciones, muchas de ellas absolutamente descabelladas y sin lógica alguna, que sirvieran para la cristalización de tal empresa. Una de ellas fue la sugerida por el republicano Rafael Trullenque, quien en el «diario liberal de la mañana» Eco de Levante, al establecer un análisis comparativo entre latinos y germanos, consideraba la posibilidad de recurrir a la genética para mezclar la «raza latina» con otra de mayor ímpetu e iniciativa, aunque sorprendentemente apostaba por la anglosajona. Para el redactor, la latina [sic] «es vieja y empieza á chochear. (Que nunca nos preocupamos de refortificarla cruzándola con la raza anglosajona, pongo por caso, que la hubiera rejuvenecido)» (Trullenque, 1914: 1). En realidad, cualquier «raza» que perteneciera a algún país del norte de Europa iba a adecuarse a la perfección a esa miscelánea elaborada para reestablecer el vigor de la de las/os españolas/es. Dan prueba de ello las constantes atribuciones que se le concedían a la germana por ser «superior en amores […], por la sinceridad serena y por la constancia» (Idem), cualidades de las que, como era de esperar, carecía la latina que destacaba por su inconstancia e inestabilidad[9]. Alfredo Calderón, miembro de la Institución Libre de Enseñanza del krausista Francisco Giner de los Ríos, explicaba que este hecho de imposible parangón entre las «razas» se debía a que «el germano procede de dentro á fuera y el latino de fuera á dentro» (Calderón, 1901: 1). En consecuencia, si esto ocurría así era porque los latinos llevaban necesariamente en su sentir aparejada la discordia, siendo clara prueba de ello el utile dulci que se les había atribuido. Lo malo es que esta desavenencia, latente en el interior de los españoles, en ocasiones podía conducir a la esquizofrenia[10], quedando completamente disociadas las funciones atribuidas a una y otra cara de la máxima latina.
En efecto, entre el imaginario colectivo del primer tercio del siglo xx existía la firme convicción de la indiscutible contingencia de temperamento que había en todos aquellos individuos, hombres y mujeres, oriundos de la denominada «raza latina». Una apreciación que se corraboraba al ver cómo quienes a este colectivo «etnográfico» pertenecían no demostraban tener ni el más mínimo ápice de la virtud del saber escuchar, se dejaban llevar por la flema de su carácter, carentes de la serenidad con la que estaban dotados otros pueblos, que si bien parecía ser constante, desafortunadamente solía variar con suma facilidad cayendo en reiteradas ocasiones en la más sádica violencia (Marine, 1916: 1; apud: Marín, 1915: 1; Barberán, 1933; Fegamar, 1917: 1). He ahí el motivo por el que el sentir latino, ardiente en su manera de amar, lejos de la sinrazón y de la elegancia de formas, solía vinculárse más al crimen pasional que al savoir faire.
Rodolfo Valentino en Sangre y Arena de Fred Niblo, 1922, film inspirado también en otra novela de Vicente Blasco Ibáñez. Ortiz, para La Esfera en 1926
Por lo tanto, no iba tan desencaminada la «revista ilustrada» Valencia cuando definía el espíritu latino con los siguientes términos: «un corazón de venticuatro quilates, carácter impulsivo, una imagen fecunda y un pueril temor al ridículo por cuya censura pasan sus actos» (1927: 2). Paradójicamente, una nueva concesión se agregaba a esa supuesta naturaleza exaltada que se le atribuía a las/os integrantes de la cultura latina, no siendo ésta otra que la de un alto sentido de la moralidad y, discernimiento del bien y del mal, al estar cimentada en «el culto al Honor y al Ideal»[11] (Puchol, 1917: 14; apud: Antich, 1918: 6; Muño, 1914; Xöllen, 1916). Se recuperaban así los antiguos valores que se le concedían al miles gloriosus durante el Siglo de Oro español, cualidades que, en realidad, estaban fuera de lugar al concedérselas a aquellos los hombres que marcaron el devenir de España en los inicios de la pasada centuria.
Empero, y a mi modo de entender todas estas aportaciones, más próximas a la alquimia que a la lógica periodística, el deseo de volver a dotar de energía al «ente español o latino», aun a pesar de su carácter intempestivo, no debía consistir en apartarse de todo aquello que constituía la identidad española, sino en saber crecer a partir de la reivindicación de su propia idiosincrasia.
Pola Negri contemplando el retrato de Rodolfo Valentino.
Ortiz, para Blanco y Negro en 1926
La imaginería popular del amante latino, inevitable causa de «histerismo femenino»[12]
En los albores de la pasada centuria, frente a los parámetros que se habían delineado en función del artificio de «feminidad exquisita»[13] vinculado al ama de casa, sacerdotisa del sagrado templo del hogar doméstico, surgió la necesidad de extrapolar éstos a un determinado prototipo masculino que lograra satisfacer todas y cada una de las necesidades que las mujeres pudieran sentir al intentar amoldarse lo mejor posible a él. Empero, al igual que esta entretejida feminidad que el entramado patriarcal había elaborado exclusivamente para ellas, el modelo de hombre ideal se encontraba en un delimitado plano de irrealidad difícil de acceder. Esta impotencia se reflejaba en gran parte del colectivo popular femenino en el estado de histeria en que sus miembros entraban al no poder acceder a sus ídolos de la pantalla —al menos en el terreno de la realidad cotidiana—. Cabe decir que esta hystérie no sólo estaba causada por el goce de ver los gestos u oír la voz de los galanes cinematográficos, sino también por la imposibilidad de no poderlos tocar e incluso por la empatía que se constataba en el carácter de estas supuestas perfectas idealidades de masculinidad. Al fin y al cabo, décadas más tarde conocido como latin lover, se le atribuía —fuera cierto o no— tanto de «histérica» como las mujeres que lo adoraban.
Rodolfo Valentio, Selecciones, 1926
En tiempos ya de la Segunda República, en 1935, la revista Blanco y Negro, advertía que el hombre ideal es un mito imposible de concebir, pero que por circunstancias especiales, hay ciertos individuos que consiguen reunir las cualidades que satisfacen a casi toda la generalidad de las mujeres. Un cúmulo de virtudes que si bien en un principio resultaban ser sumamente atractivas, pronto, al menos en la mayoría de ellos, se desvanecía el ensueño al comprobarse que no eran más que «simples mortales»[14]. Años antes, esta misma publicación, a través del escritor perteneciente al género humorístico, Enrique Jardiel Poncela, corroboraba este desencanto al señalar que «cuando un humano vulgar se acerca a un humano extraordinario, no tarda en comprender que lo extraordinario es lo más vulgar que existe» (1929; apud: Verardini, 1929). Sin embargo, hasta que eso ocurriera —aunque, todo ha de decirse, no siempre llegaba a darse tal apreciación—, las mujeres caían en lo que, desde la era decimonónica, se conocía como «histeria femenina». Jardiel Poncela definía este síndrome como «predominio de la sensación sobre el razonamiento, propensión a exagerar la realidad, egolatría, exclusivismo y prurito de aparecer como víctima» (1928). Enamorarse de seres de ficción, volcarse en la idolatría gratuita de un personaje interpretado en un momento concreto sobre el rollo del celuloide, carecía de lógica alguna, y más aún el hecho de que quienes los encarnaban jamás iban a estar a su alcance. Con todo, sentirse «enajenadas» en esa entelequia de «amor de cine», les permitía evadirse de la rutina doméstica o de la cotidianidad que el discurso dominante había reservado para su sexo.
Rodolfo Valentino en su famoso tango interpretado en
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Valentino fue considerado durante los inicios de la década de los veinte como el latin lover por excelencia. En la obra cinematográfica que lo catapultó a la fama internacional, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, en 1921, interpretaba a Julio Desnoyers, un pintor bohemio y bailarín de tangos, sin conciencia nacional alguna, que, pese a su marcado sentimiento de individualismo, pasión y patente egoísmo, en la Gran Guerra encontraría su regeneración y aprendizaje, aunque ello supusiera perder la vida. Sin embargo, lejos de redenciones patrióticas o estrategias conductuales de aceptación social, la figura que nos interesa es la del bohemio Valentino del París de 1915. En los salones de la capital del Sena, cuando el tango se había apoderado del mundo, cuando el lascivo contoneo de las caderas se medía en la minuciosa agilidad de la sofisticación del movimiento, siguiendo el ritmo de una excitante música de origen cubano, cuando todo esto ocurría, Desnoyers mostraba su tarjeta de visita con unos pasos de tango en la irremediable proximidad del aliento compartido. Una de las muchas mujeres que cayeron en sus brazos fue Margarita Laurier, acomodada burguesa, esposa de un ingeniero, que, una noche en el Salón Lacour, terminó cediendo al adúltero sortilegio del tango argentino. Blasco Ibáñez lo narraba así en su obra de fama mundial:
Julio sintió al principio la atracción de la novedad. La había creído igual á todas las que languidecían en sus brazos, siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella, á continuación de las primeras intimidades verbales, exaltaron su deseo. En realidad nunca había tratado á una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restaurants nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora la celebridad traía á sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa, que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor, representaba algo extraordinario.
Los salones de tango experimentaron una gran pérdida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria á los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos.
Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo á lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio temiendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un velo tupido, el «velo de adulterio», como decían sus amigas. Se daban cita en los squares de barrio menos frecuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedosos que á la más leve inquietud levantan el vuelo para ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes-Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto Parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeúntes.
Julio se impacientó con las molestias de este amor errante sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras suplicantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas: necesitaba convencerse de que este amor iba á durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fuese la última (Blasco Ibáñez, 1916: 95-96).
El cadáver de Rodolfo Valentino expuesto en el Policlinie Hospital donde falleció.
Ortiz, para Blanco y Negro, en 1926
Tras leer el texto, parece ser que la última gran creación en la moda de la Belle Époque fue el «velo del adulterio», prenda que, con los años veinte, quedaría en desuso al hacerse mucho más transparente ante la libertad de formas del genre pauvre de Coco Chamel y su tropa de garçonnes[15]. Optar por el riesgo, la consagración a un amor imposible y la irremediable atracción por una vida de pasión e intelectualidad artística de vida, no podían quedan en nada, un matrimonio no podía deshacerse así como así —al menos en 1916— y mucho menos por un tango. He ahí el motivo del deseo de ser única de Margarita[16] por encima de todas las demás enamoradas.
Carmen Vázquez, muchacha coruñesa que se suicidó por amor ingiriendo
una alta dosis de arsénico. Fotógrafo anónimo, para Crónica, en 1935
En cuanto a su «auténtica» relación con las mujeres, Valentino estuvo casado con Jean Acker quien, según las crónicas de su muerte, le acompañó en sus últimas horas, siendo quien le cerró los ojos y puso en su frente el último beso. Divorciado de Acker contrajo matrimonio con Winifred Hudnut, la gran bailarina conocida con el nombre de Natacha Runsbova, pero la artista no supo compaginar su amor con los celos y terminaron separándose. A continuación, Valentino, tras apostar 30.000 dólares que nunca volvería a «pasar por el altar», se comprometió con la actriz polaca Pola Negri para casarse en 1930. Rodolfo Valentino murió en la madrugada neoyorkina del 21 de agosto de 1926, según dictamen facultativo, a causa de una peritonitis. Su fallecimiento provocó una gran conmoción entre miles de mujeres que amaban al galán en silencio, porque así eran sus apariciones tanto en el cine mudo como en las fotografías emitidas por la prensa del momento, y, «entre los sollozos del histerismo y los estremecimientos de nervios femeniles», al parecer, ese «dolor hondo y callado» llegó a prolongarse incluso hasta el mismísimo suicidio[17] (Herrero García, 1926: 7; Rico de Estasen, 1926: 43). Surgieron todo tipo de leyendas en torno a la muerte del por entonces considerado «hombre más guapo del mundo», estando la mayoría de ellas vinculadas, por regla general, a mujeres celosas que le envenenaban o a madres solteras que al ver que éste no reconocía su paternidad, inmediatamente, disparaban enfurismadas sobre su cuerpo (De Seingalt, 1933; Marva, 1926). Al desaparecer Valentino se desvaneció esa idealidad del latin lover concebida por el colectivo femenino, hasta que con la llegada del cine sonoro y la difusión de los gramófonos, se impuso otra con mucha más fuerza que la anterior.
Carlos Gardel tomó el relevo al seductor italiano en ese rol de hombre ideal, ensueño constante para el colectivo femenino e idea reguladora para el masculino, y en él Hollywood también encontró otro filón para seguir potenciando, también a través del tango rioplantense, la figura del amante latino. Con el sello de la Paramount, Gardel interpretó Luces de Buenos Aires (1931), Espérame. Andanzas de un criollo en España (1932), La casa es seria (1932), Melodía de Arrabal (1932), Cuesta abajo (1934), El Tango de Broadway (1934), El día que me quieras (1935), Tango Bar (1935) y Cazadores de estrellas (1936).
Carlos Gardel en escenas de Cuesta abajo.
Fotógrafo de la Paramount, para Films Selectos, en 1934
En torno al célebre cantor de tangos se han escrito infinidad de libros y artículos, llegándoselo a idolatrar en Argentina y en muchos otros países de habla castellana[18]. Intelectuales españoles de principios de siglo xx elogiaron su arte y su persona, entre quienes se encuentran, José Ortega y Gasset, Felipe Sassone, Eduardo Marquina o Ramón del Valle-Inclán. El poeta y escritor zaragozano, Javier Barreiro (1985: 32; 1986: 59, 64), apunta que «sus afinidades con la historia de otro mito, Valentino, son, pues, patentes, pero Gardel está más vivo en el recuerdo de su pueblo. Autobuses, calendarios, chiringitos, casas humildes se adornan con su imagen», creyéndose, como manifestaba el músico y compositor internacional Astor Piazzolla en una carta escrita en 1978, cuando Carlos Gardel llevaba ya varias décadas fallecido, que cada día canta mejor porque sus discos ensayan en el solipsismo de la madrugada:
Buenos Aires, año 1978
Querido Charlie:
Quizás llamándote “Charlie” te acordarás del pibe de 13 años que vivía en Nueva York, que era argentino y que tocaba el bandoneón. Además, trabajó de canillita contigo en “El día que me quieras”.
Te puse Charlie cuando me preguntaste en tu casa cómo se decía “Carlitos” en inglés. ¿Te acordás cuando te llevé un muñeco de madera que había tallado mi viejo? Esa mañana me dedicaste dos fotos: una para Vicente Piazzolla y otra “para el simpático pibe y futuro bandoneista”. De 1934 a hoy, 1978, pasaron 44 años y creo que realmente no te fallé. ¿Te acordás cuando me llevabas a tus filmaciones en los estudios “Paramount” de Long Island? Febrero de 1934. La peor nevada del año –dos metros de alto y diez bajo cero-, y yo tu traductor de piropos a las pibas que te querían conocer. Nunca olvidaré las dos bicicletas que agarramos con Tito Lusiardo y rompimos tratando de entrar en calor…
[…]
Jamás olvidaré la noche que ofreciste un asado al terminar la filmación de “El día que me quieras”. Fue en honor de los argentinos y uruguayos que vivían en Nueva York. Recuerdo que Alberto Castellano debía tocar el piano y yo el bandoneón… Por supuesto, para acompañarte a vos cantando. Tuve la loca suerte de que el piano era tan malo que tuve que tocar yo solo, y vos cantaste los temas del filme. ¡Qué noche, Charlie!
Allí fue mi bautismo con el tango. Primer tango de mi vida y acompañando a Gardel. Jamás lo olvidaré. Al poco tiempo te fuiste con Le Pera y tus guitarristas a Hollywood. ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera del treinta y cinco y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. ¡Charlie, me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa. […]
Pero después de tu ausencia, comienzan a aparecer los nuevos cantores. Esos que solían decir: “Menos mal, se fue Gardel y hay más laburo para nosotros”. Y otros constestaban: “Guarda muchachos, que quedan los discos”.
Y aprovechando ese momento aparece una nueva clase social: “Las viudas de Gardel”.
[…]
Después, en el 36 nacen los gardelianos, gardelones, gardelitos o gardeluchos. Son unos bichos raros que usan tu sonrisa, tus mismas pilchas, tu manera de andar y hablar, pero lo que no pueden hacer es cantar como vos. Charlie, sé que te estarás muriendo de risa. No es para menos. Te puedo decir que la mayoría de los cantores quisieron ser Gardel, y Gardel fue todos…
Aquí se ha corrido la bola que tus discos ensayan por la noche. Por eso cada día cantás mejor. […]
¡Matamos Charlie! Lo único que no quisiera emplear en la orquesta es el arpa. Allá tendrás una colección de todos los colores…
Vos que conocés a los ángeles, ¿por qué no le pedís que cambien el sistema y metan algún bandoneón en la orquesta?
Mirá que está el gordo Pichuco, Pedro Maffia y Láurenz. Me estoy entusiasmando. Y prefiero esperar un poco para ser yo quien organice esa orquesta. Me voy a trabajar, o sea como el que dice “tengo un recital”. Voy a pensar en el pibe Piazzolla cuando vos le dijiste: “Ahora poné la música a Arrabal Amargo y dale con todo”.
Era la primavera del 35 y había nacido el dúo Gardel-Piazzolla. Soy un tipo con suerte.
Algún día nos encontramos en el último piso. Espérame. Pero no te mueras nunca.
Tu amigo: Astor Piazzolla (Flores, 2001: 124-126).
Carlos Gardel, Films Selectos, 1931
Tras la muerte de Gardel, el 24 de junio de 1935, en Medellín (Colombia), según cuenta Piazzolla, aparece una nueva clase social identificada con el apelativo de «viudas de Gardel»[19], pues, al igual que ocurrió con Valentino, fueron muchas las mujeres que quisieron quitarse la vida al éstos perderla —incluso se habla de una monja (Ibídem, 1997: 154; 2001: 125)— o que guardaron el luto de su ausencia entre onanistas lágrimas de recuerdo perpetuo. La redactora de la revista semanal madrileña Crónica, Carmen A. Morales, inmediatamente después de la tragedia sucedida en Medellín[20], contemplaba este fenómeno de reiterado «histerismo» femenino del siguiente modo:
Un profundo sentimentalismo se ha desbordado en todas las clases sociales. Desde la cocinera que se desgañita “entonando” uno de esos tangos dulzones que puso en boga Gardel y termina hipando fuertemente, con grave perjuicio del asado, que se quema en el descuido, hasta la señorita cursi que de bruces una chaisselongue, llora elegantemente, procurando que no se le embadurne el “rimmel” mientras evoca a Carlitos entonando los ojos, pasando por la niña bien que lleva a tomarse veneno, porque la vida sin Carlos, a quien sólo conoce a través de sus tangos, no le es amable, todas, absolutamente histéricas del cine, se han considerado como viudas inconsolables de este ídolo, que al morir las dejó sumidas en la mayor tristeza (Morales, 1935).
Por esa razón, advertía a todas estas mujeres que no incurrieran en la absurdez del suicidio, como hicieron algunas al conocer la muerte de Rodolfo Valentino y como ya habían intentado hacer otras con la desaparición de Carlos Gardel, porque, al igual que uno suplió al otro, en el devenir de los tiempos, nuevos latin lovers aparecerían. Sin duda, hoy en día puede constatarse que las palabras de Morales, más allá de ser agoreras sobre la cinta del celuloide, estaban cargadas de sentido.
Grosso modo podía perfilarse la estampa del amante latino apuntando que cultiva algún arte, a través del cual, consigue seducir a las mujeres[21]; posee un atractivo sexualmente irrealizable[22]; tiene una marcada faceta de gigoló, en tanto que sabe valerse de su imagen para conseguir aquello que pretende de las damas[23]; su excesivo cuidado físico le hace caer en el narcisismo[24]; se muestra como el prototipo de «macho seductor» pero desde una posición de insinuado afeminamiento[25]; en definitiva, todas estas cualidades establecen un determinado «modelo de hombre» que supo corresponder a los sueños de aquellas mujeres que se hallaban ancladas en la equívoca entelequia de «feminidad exquisita», aliviando así la dura realidad que habían de vivir y, en consecuencia, la desazón producida por «el problema que no tiene nombre»[26].
Los «señoritos bien», nostálgicos modernistas de la idealidad cinematográfica
Entre la masa popular de las grandes urbes, la estampa preconizada por Valentino y Gardel, sobre todo en cuanto a lo que atañe a la manera en que se les acicalaba frente al proyector, cristalizó en una serie de jóvenes que desde muy pronto se dieron a conocer con el apelativo de «niños bien». Éstos solían ser muchachos de buena familia, tan elegantes como ociosos, porque no se les conocía «ningún oficio ni beneficio»[27], salvo el de derrochar el dinero que sus padres les pasaban, supuestamente para invertido en estudios[28]. Poco ha de extrañarnos que Ramiro de Maeztu los considerara como «el ornamento parasitario del país y su vida es juego, simpatía, narcóticos, amoríos, charla y exhibición, porque de las responsabilidades profundas de la raza, la religión, la vida del espíritu, la confianza en la eternidad, el cuidado de los hijos y la defensa de los intereses familiares, se han encargado las mujeres» (De Maeztu, 1912). Tras estas palabras, podía pues corroborarse que los valores tradicionales y religiosos que, sin duda, potencian y justifican la doble moral sexual de los «señoritos chulos y machistas» de la burguesía y de su amanerada proyección sobre la masa popular. He ahí el porqué, dentro del discurso patriarcal, a estos «niños bien» no sólo se les consintiera y tolerarara su actitud frente al espacio público, sino que contribuían con su porte, maneras y actitud a afianzar la doble moral reinante, al enamorar a hermenegildad, obreras y modistillas con un tango de Gardel o el porte de Valentino. Se exacerbaba, entonces, esa atribuida escisión que situaba a las mujeres en dos categorías muy distintas, por un lado «las “decentes” que sólo se relacionaban con un varón en el matrimonio, y las “ligeras” a las que sin embargo a menudo se las institucionalizaba también en el modelo de la “querida”» (Aguado, 2002: 213). De este modo lo corroboraba Cristóbal de Castro, en 1916, al apuntar que para estos jóvenes «la mujer era un dilema sencillísimo; ó heredera rica, en cuyo caso se contratan ellos, ó mujer galante, en cuyo caso la contratan para ellos. No tienen, pues, problemas de financias; ó se venden, por recibirlas, ó las trasmiten, al comprarlas» (Cieza, 1989: 55). En consecuencia, no sorprende que la élite republicana[29], en su mayoría procedente de la Institución Libre de Enseñanza, se mostrara crítica ante esa dualidad moral que los jóvenes de buenas familias tomaban como estandarte tanto para infundir «orgullo» en sus allegadas/os, generalmente de vínculo familiar[30], como para los miembros masculinos de su alta clase social.
A estos jóvenes se los denominaba «señoritos bien»[31], acepción que según el crítico literario cordobés, Cristóbal de Castro, se debía a las influencias recibidas de la República Argentina[32], y que a Jacinto Benavente le sirvió para, recurriendo a una de sus agudezas, quizás la más irónica, tachar a los music-halls como lugar de encuentro de «chicos mal de casas bien y chicas bien de casas mal» (De Castro, 1916; Leive, 1923). No obstante, los apelativos que se les concedían eran múltiples, entre los cuales encontramos el de «entretenidos»[33], «hombres afirmativos»[34], «gente del monóculo[35] y del clavel»[36], «pollos cañón[37], fruta[38], gomosos[39], calaveras[40], “tubos, peras y citröens”[41]» o «violeteros modernistas»[42].
A mi juicio, la imagen de este tipo de hombres que se ubicaría en un determinado momento histórico coindidente con la difusión de la Mujer Moderna, aproximadamente entre 1910 y 1925, de forma gradual y a través de los anuncios, las ilustraciones de las revistas de la época o las descripciones literarias y periodísticas, se fue modificando al hacerse éste «más esbelto y más joven, con unos hombros más estrechos y más caídos, menos barbilla y poca o ninguna vellosidad facial»[43] (Lurie, 1994: 94). Por eso mismo, se puso en entredicho su masculinidad, porque éstos no trabajaban ni tampoco asumían responsabilidad alguna, ni siquiera en tiempos de guerra[44], siendo sus motivos para esta abúlica actitud el que no había ambición alguna que copara su existencia, en tanto que consideraban que ya lo eran todo en la vida y, por lo tanto, no podían experimentar esa sensación de «nacer sólo una vez en la vida, no sentirse despertar cada mañana distinto y nuevo, con una existencia desconocida emparejada a la ruta del sol, con una ilusión de recomenzar, de volver a ser» (Francés, 1918; apud: Rienzi, 1930). En efecto, para médicos y para teóricos, y para todo el imaginario colectivo en general, entre quienes destacamos al Dr. Blanco Soler, el «verdadero hombre» era aquél que trabajaba, estudiaba, laboraba, explotaba su razón, respetaba a las mujeres y protegía a su descendencia. Sin duda, todo lo contrario al «señorito bien» que, en palabras de Gregorio Marañón, crecía «a costa de capitales improductivos, o de sueldos otorgados por el favor y ganados sin esfuerzo y sin dignidad», a partir de los cuales, según el reconocido endocrinólogo, se alzaban los valores de la «burguesía trabajadora»; o, rememorando a la feminista almeriense Carmen de Burgos, aquellos «amigos de la juerga» y «la costumbre de pasar el tiempo entre guitarras y cañas de manzanilla, lejos del hogar» (Aresti, 2001: 137-140). Sus movimientos corporales eran encasillados entre «afeminados y animalizados», como si hubieran sido grabados del cinematógrafo, y a ellos mismos se los concebía como «grotescas estampas de la ciudad, pobres muñecos sin emoción y sin gracia» (Araceli, 1927). Por esta razón, el popular periodista republicano Luis de Tapia empezó a interpretar el incesante aumento del número de estos individuos en la sociedad, por quienes sentía una manifiesta indignación y repugnancia, como una plaga a erradicar, ya que moralemente eran «un ejemplo pernicioso del triunfo de los holgazanes sobre los trabajadores y socialmente un salto atrás hacia el feudalismo y las castas, porque todos los días, con sus impertinencias, sus escándalos y sus abusos públicos, —estaban— fallando á la ley, sin que la ley se atreva á meterlos en cintura[45]» (Caballero Audaz¸ 1920). No sorprende, pues, que, tras el crack de 1929, coincidiendo con el ocaso de la «dictablanda» y el posterior advenimiento del régimen republicano, se abogara por un nuevo prototipo de hombre preparado y seguro de sí mismo, dispuesto a hacer frente a todas las adversidades que pudieran surgir, cambiando su morfología por la de un hombre más grande y más fuerte.
Otro rasgo que los desacreditaba como hombres fieles a ese criterio patriarcal establecido en torno a la masculinidad eran que chismorrearan y murmuraran, ya que se consideraba que esa afición era exclusivamente femenina. Añádase que la cultura y la educación de los «señoritos bien» no era demasiado extensa, pues las horas que le dedicaban al estudio eran las mínimas y, en la mayoría de los casos, inexistentes. Esta realidad la manifestaba el semanario Hoy, al matizar las distintas «especies urbanas» que podían encontrarse en la metrópoli y muy especialmente la de tan particulares individuos:
… así como todos los seres de la fauna se subdividen en especies, géneros y familias, también entre la gleba inculta hay que hacer distinciones, que no sería equitativo medir con el mismo rasero a los que no tuvieron medios para ello, y los que teniéndoles suficientes y aún sobrantes, perdieron lastimosamente su tiempo en la escuela y en las aulas, encontrándose hoy a la misma altura de la ignorancia que los otros (Morales, 1928: 1).
— ¿Adónde vais vosotras?
— A la casa de juego. ¿Y tú?
— Al baile.
— Luego nos encontramos todos en Comisaría
(Simplicissimus, 1920)
Con todo, solían ser muy directos, claros y atrevidos, y, a fuerza de utilizar la retórica para la seducción, terminaban por ser bastante efectivos prometiendo un futuro mejor a aquellas muchachas de condición humilde a las que, vestidas con sus mejores galas, solían acercarse para invitarlas a merendar hasta que conseguían sus favores sexuales, momento en que las abandonaban de inmediato (Barreiro, 2001: 67; De Maeztu, 1912; León, 1995: 37-39). En ellos, lo fundamental, lo único que les caracterizaba era, precisamente, lo que debiera ser accesorio en todo hombre, es decir, la indumentaria, sin importarles en modo alguno que su pareja pudiera desentonar con su porte, puesto que, en realidad, tan sólo se preocupaban de sí mismos. Así pues, la moda era seguida también por los hombres quienes escuchaban, con la misma atención con la que lo hacían las mujeres, las imposiciones de las últimas tendencias marcadas por los modistos más prestigiosos del momento, aunque su mayor influencia fue la del galán cinematográfico[46] (Araceli, 1927; Bonnat, 1924; Catalina, 1915: 4; García Martí, 1927; Marrete, 1900: 3). A este fenómeno de repentino interés masculino por la moda se lo interpretó como un determinado proceso de feminización que, dado el significado que cobraba en la sociedad de entonces, no dejaba de ser inquietante para aquellos que defendían los valores tradicionales y católicos de la época. Este nuevo estado de vestimenta, diseñado para los «hombres modernos»[47], consistía en la suavización de las hombreras; en marcar el talle con pinzas; en el ensanchamiento de sus pantalones[48], cuyo modelo más popular era el Oxford; en el cuidado de la ropa interior[49]; en la utilización de las llamadas chaquetas Grim; en los cuellos de las camisas que caían en punta y en el empleo de botones de nácar para las mangas de éstas, quedando atrás el uso de los gemelos móviles; en los zapatos de complicada confección, acompañados de calcetines de una fantasía rayana en la ridiculez; entre otros complementos como pañuelos, corbatas, pipas o alhajas que corroboraban la opinión de que la moda masculina de entonces contribuía a la decadencia de los hombres con respecto al arquetipo de virilidad confeccionado para ellos. Esto era así porque, siguiendo la clasificación de los caracteres secundarios según el sexo altamente precisa, elaborada por Gregorio Marañón, circunstancias tales como el cuidado de la indumentaria por parte de los hombres o, engominarse el pelo como Valentino o Gardel, podría ser un claro síntoma de inversión sexual (Aresti, 2001: 101, 126, 141; Bard, 2000: 142). La ociosidad degeneraba en «manifestaciones deficientes de masculinidad», ya que los «señoritos bien», al no tener que trabajar ni dedicarse a ningún tipo de actividad productiva, su única ocupación consistía en mirar de ir bien vestidos. No es de extrañar que a estos individuos se los asociara con el dandismo[50], aunque, en realidad, nada tuvieran que ver con dicho estilo, salvo que, tanto la forma de vestir de los «niños bien» como la de los dandis, suponía ser «una violación análoga de los rígidos códigos de género» y, por lo tanto, la liberación de la moda masculina que aferraba a los hombres a cierta clásica imagen estereotipada en el uso reiterativo de la levita y la chistera (Bieder, 2002: 17; apud: Ramos Palomo, 2002: 97). La consecuencia directa fue el advenimiento de una profunda renovación social, estética y moral de la práctica totalidad del colectivo masculino.
Asimismo, estos dos tipos de «deteriodada masculinidad» coincidían en ciertas acciones como eran el cuidado del cuerpo a través del ejercicio físico[51] o del acicalarse el rostro[52] y el peinado[53], especialmente en lo concerniente al perfume[54]. Rosita de Abril, redactora de La Esfera, describía el ritual que estos hombres seguían al levantarse cada mañana del siguiente modo:
Al salir de la cama, lo primero que hace es tomar un baño rociado de sales olorosas; después de la ducha, un poco de gimnasia acompañada de un masaje hecho con un líquido preparado con algas marinas y otras substancias enemigas de la obesidad… más tarde un arreglo escrupuloso de pies y manos hasta dejar éstas perfectamente pulidas, y á continuación planchado de la cabellera á fuerza de cosméticos de un perfume enervante y cansado (De Abril, 1926: 35).
— ¿Y tú crees que tus padres no me rechazarán como marido tuyo?
— ¡Bah! Están ya acostumbradas á mis extravagancias
(Nickzy, Lüstige Blätter, 1924)
Poco a poco, empezaba a difundirse la evidencia de que los hombres podían ser igual o más coquetos, presumidos y/o vanidosos que las mujeres, por lo que, la ginecofobia[55] manifestada en torno a éstas quedaba desprovista de cualquier sentido; incluso, el crítico literario andaluz, Cristóbal de Castro, llegaba a sostener que toda exteriorización de la coquetería era única y exclusivamente producto de las observaciones masculinas, puesto que no sólo eran los hombres quienes podían ser considerados como coquetos, sino que, además, también radicaba en la opinión que éstos pudieran tener con respecto a si una mujer lo era o no: «es posible que la coquetería de la mujer no esté precisamente en la mujer sino en el hombre; como todo espectáculo no está en la escena, sino dentro del espectador» (De Castro, 1917; apud: El Guante Blanco, 1912; De Santa Ana, 1918: 8-9; Safford, 1918: 6). Demuestra este fenómeno el hecho de que, durante el primer tercio del siglo xx, se produjera un cambio de mentalidades a la hora de valorar a los individuos, fijándose, cada vez más, en la mera aparicencia física que en otras cualidades que éstos pudieran poseer.
Aquellos «señoritos bien» que dilapidaban la fortuna de sus padres o tutores en noches de cabaret y music-hall, intentando imitar en sus maneras a Rodolfo Valentino y Carlos Gardel, y cuyas acciones eran incluso con frecuencia aplaudidas pos sus propios progenitores[56], acababan viviendo a costa de las meretrices o de las mujeres degradadas que habían frecuentado durante sus años de estudiantes —manteniendo así la hegemonía de la doble moral—, las cuales [sic] «por temor a los malos tratos que de ese vago aristocrático, convertido ahora en chulo, pueden recibir, le llaman MI HOMBRE y le entregan el producto del comercio de sus cuerpos prostituidos» (Francés, 1918; apud: Pim Pam Pum, 1927: 2; Otro sí, 1927: 3). Estos muchachos de clases acomodadas veían la escasa consideración con que sus padres trataban a las madres, siendo mucho peor su proceder con las criadas, por lo que, ya desde muy temprano, su comportamiento quedaba determinado a una relación natural entre hombres solos y con prostitutas, dado que procuraban siempre estar en compañía porque la soledad les infundía verdadero pánico (De Maeztu, 1912; De Miguel, 1999: 154). Muy pocas veces trataban con jóvenes de su misma posición social, en muchos casos amigas de sus hermanas, así que, las relaciones que establecían con las novias y, más tarde con sus esposas, siempre serían forzadas y hurañas.
Conclusión
Tras terminar la Gran Guerra, Hollywood supo rescatar los últimos suspiros de placer que quedaron suspendidos en el ocaso de la Belle Époque, para transformarlos en sensuales estampas de masculinidad que se extendieron entre el imaginario colectivo, contribuyendo de este modo a asentar su hegemonía comercial —y política— en toda América y Europa. Para ello se valió de la llamada «ciencia del tango», que, si bien entre el tango de Julio Desnoyers y los últimos compases dados en un París al borde del abismo, apenas habían pasado diez años, al «reavivarse» el tango e incluso dentro del mismo conflicto bélico, renacía constantemente como las propias ansias de vivir de quienes lo practicaban. Vicente Blasco Ibáñez, en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, describía cómo los miembros de la sociedad observaban el modo en que un tango se ejecutaba, acompañando su análisis con la siguiente consideración: «le examinaban como si entre el último encuentro y el minuto actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transformador de todas las leyes de la existencia; como si fuese el único y milagroso superviviente de una Humanidad totalmente desaparecida» (Blasco Ibáñez, 1916: 176). Sin embargo, el tango necesitaba de un guía para volver a extenderse por el sofisticado mundo del cosmopolitismo nocturno y para ello encontró al amante latino, cuya máxima expresión fueron Valentino y Gardel.
En cuanto a lo que atañe al «histerismo femenino», si bien damos por hecho que verdaderamente llegó a acontecer como tal, entonces, hemos de partir de la base de no olvidar que la gran mayoría de bajas que se produjeron durante la Gran Guerra fueron hombres. Por lo tanto, al verse menguado el número de miembros del colectivo masculino, muchas mujeres quedaron «solas y descompuestas», sin nadie que les volviera a hacer sonreír o, al menos, que lo hicieran, aún consagrándose a la doble moral, con cierto criterio de exclusividad. La imagen cultural del amante latino (latin lover), en cierto modo, para muchas mujeres —casi todas ellas viudas de guerra— fue el «ensalmo» buscado que, con elegante gentileza, mitigó el dolor de la soledad en la que habían quedado presas al morir sus maridos. Por ello, tras desaparecer estos dos mitos de latina masculinidad —artística y cinematográfica—, experimentaron una segunda viudez sobre la ya vivida, acrecentándose su dolor por duplicado con la pérdida de estos inimaginados ensueños hechos carne. Valentino, y luego Gardel, consiguieron volver a enamorar a mujeres que no tenían quien les sedujera; no por falta de virtudes o atractivos físicos, sino simplemente porque no había hombres para ello. Tanto uno como otro era lo que les faltaba, pero éstos lo hacían en un grado que rozaba la perfección, pues, además, con sus formas amaneradas, lograba acercarse a ellas en la simpatía y confidencialidad de una «sororidad desvirtuada».
Los gommeaux modernistas encontraron también una idea reguladora a la que aferrarse, encarnada en ambas estrellas cinematográficas, consiguiendo para su estética amanerada la perfección buscada en su imagen, gesto y actitud. A esto habría que añadírsele que la paulatina resignificación identitaria de las garçonnes contribuiría notablemente a que se exacerbara ese fenómeno de reconfiguración cultural en el seno de la masculinidad, sobre todo entre los jóvenes cuyo estatus económico les permitiera experimentarla, porque, en última y primera instancia, todo lo que ocurre en uno de los sexos, repercute directamente sobre el otro.
A otro nivel de análisis, hemos de apuntar que, en realidad, existió un fin oculto en la creación del mito del latin lover, siendo éste la insistente, y apremiante, necesidad de recordar al mundo la tragedia que, según el discurso aliadófilo, había causado el pueblo alemán y, con cada nota y paso de tango, se recordaba a la nación vencida que nunca más le iban a permitir que repitiera el Apocalipsis en el que había hundido al mundo.
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[1] Hemos de recordar los múltiples negocios que los alemanes tenían en Argentina, y en toda América Latina en general, así como el aprecio que a ellos se tenía, siendo un claro ejemplo de ello las alusiones dadas por Vicente Blasco Ibáñez en su obra Los cuatro jinetes del Apocalipsis, cuando un grupo de alemanes entablaron una breve conversación con Julio Desnoyers: «era argentino, y todos á coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su importancia, como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando á y entender que en Alemania no había quien no se preocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una gloria futura, reflejo de la del imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica» (1916: 17). Añadiendo, a su vez, que si entre las naciones hubieran prevalecido veinte años más de paz, los alemanes «serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo á Inglaterra, su maestra de ayer en esta lucha sin sangre» (Ibídem: 19).
[2] Romain Rolland, años más tarde, en 1924, escribiría un libro sobre Gandhi, contribuyendo así a su posterior reputación, en tanto que ambos se conocieron en 1931 —sin duda, sería interesante realizar un estudio sobre la disyuntiva existente entre Alberto Insúa y Romain Rolland.
[3] Claire-Nicolle Robin apunta, no obstante, que, en realidad, esa dogmática belicista no sólo fue propia de Alemania, sino también de todos los demás pueblos que se vieron implicados en la Gran Guerra, y muy particularmente el francés (Entrevista realizada en Besançon, Francia, 4 de noviembre de 2008).
[4] Blasco Ibáñez recoge el repudio de un alemán hacia Julio Desnoyers, un argentino, valiéndose de su descendencia española para denigrar su identidad nacional —y humana— recalcando la siguiente apreciación: «ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza de una raza inferior y mestizados por el latinismo de Roma, lo que hacía aun más triste su situación. Afortunadamente fueron conquistados por los godos y otros pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad de personas. No olvide usted, joven, que los vándalos fueron los abuelos de los prusianos actuales» (Blasco Ibáñez, 1916: 105).
[5] Para ver la presencia de la población argentina en la ciudad de París durante el período de la Gran Guerra, puede consultarse la obra de Louis-Ferdinand Céline, Voyage au but de la nuit, en Éditions Gallimard, 1932, pp. 73-81.
[6] Nótese que la máxima ha cambiado, utilizándose un acusativo (dulce) —traduciéndose así al castellano como «lo útil es lo suave»— cuando hasta el momento se había empleado un dativo (dulci) —siendo su traducción «en lo útil va lo suave».
[7] No en balde Eduardo Zamacois (1906) consideraba que el gesto de encogimiento de hombros era eminentemente español, sobre todo por su histórica parsimonia ante la pérdida de su Imperio.
[8] Así lo entendían el Diario de Valencia y el periódico republicano El Pueblo al señalar que: «en España, renovar no debe significar arrojarse a peligrosas aventuras, ni copiar figurines extranjeros; en España, renovar es continuar nuestra historia, es seguir los derroteros trazados por nuestra alma nacional y desechar y olvidar los funestos plagios, las ridículas imitaciones de falsos progresos, que no pueden encajar en nuestra vida, es volver a lo nuestro y cultivar nuestro propio campo» (León, 1918: 5; apud: Estellés, 1915: 1).
[9] Carmen de Burgos, quien realizó un estudio comparado de las sociedades europeas, países latinos donde «los hombres se avergüenzan … de no pasar por conquistadores y calaveras», y naciones escandinavas «en que el pudor no se asemeja al ridículo» (Bussy-Génevois, 1997: 125).
[10] Así lo consideraba el Dr. César Juarros en su análisis sobre el «Cine y Psiquiatría» publicado en Nuevo Mundo en 1933.
[11] Esta idea la recogía Antonio Puchol González, en La Ilustración Ferroviaria, en su «Canto a la Raza» donde podían leerse los siguientes versos: «Raza inmortal: gloriosa Raza hispana; / Reina del Mundo: sublime Soberana / que alcanzó justa fama universal: / eres grande, admirable… Resurgieras / acaso en tus cenizas, si murieras / en lucha por tu Honor o tu Ideal. / Raza potente: Ejemplo de la Historia: Enseñanza viviente de la gloria / de tus soberbios siglos de esplendor: / eres divina, porque, en magna empresa, / llevaste a un Mundo Nuevo la promesa / de eterna bendición de Paz y Amor. / Raza maravillosa: los albores / de tu aurora asombraron; las mejores / cualidades en ti Dios infundió; / y así naciste humana, extraordinaria, / caballeresca, excelsa, hospitalaria: dotes que luego el Mundo te envidió […] Salve, Raza genial: misión sagrada / siempre ha de ser la tuya, cimentada / en el culto al Honor y al Ideal» (Puchol, 1917: 14).
[12] Quisiera matizar que la acepción de «histerismo femenino» no es de cosecha propia, sino que la he utilizado por la proliferación de ésta desde finales del siglo xix hasta los años treinta de la siguiente centuria.
[13] Lo que damos en llamar «feminidad exquisita» es una imagen de feminidad que se concibe recluida, aprisionada por anquilosados prejuicios dictaminados por una despótica sociedad patriarcal que la moldea a su gusto. Añádase que, en realidad, dicha acepción se debe a la escritora feminista María de la O Lejárraga quien, aludiendo al «fetichismo de la aguja» como el «non plus ultra de la “feminidad exquisita”», la utilizó por primera vez en su obra La Mujer Moderna (1920).
[14] Merecida expresión por la tristemente constatable evidencia de la finitud de los individuos, pues todavía se tenía muy presente los millones de personas que murieron en la Primera Guerra Mundial. Sin duda, en palabras de Claire-Nicolle Robin, «el lenguaje se tiñe más de lo inmediato que de lo secular» (Entrevista realizada en Besançon, Francia, 4 de noviembre de 2008).
[15] La imagen cultural de la Mujer Moderna —conocida en Francia como garçonne a partir de la obra que, con ese mismo nombre, Victor Margaritte escribió en 1922— corresponde a la de una mujer que se adelanta a su tiempo transgrediendo formas y pautas de conducta consensuadas por la tradición patriarcal. Ésta, trajo consigo la irrupción de nuevas manifestaciones estéticas, modas y bailes, aunque, a pesar de su gran impacto e influencia sobre las mentalidades del primer tercio del siglo xx, fue un fenómeno muy reducido.
[16] Nombre que curiosamente se repetiría años más tarde en El día que me quieras, film de John Reinhardt, el cual fue realizado en 1935 con un Carlos Gardel, llamado también Julio —aunque con el apellido Argüelles— y Rosita Moreno, encantadora artista enamorada del cantor de tangos y, como acabamos de señalar, también llamada Margarita.
[17] Suicidios que no sólo eran cometidos por muchachas anónimas, sino también por famosas estrellas de la pantalla como Margaret Murray Scott (Ferragut, 1926: 26-27; Linares, 1923; Marva, 1926).
[18] Hoy, un cigarrillo sigue consumiéndose entre los dedos de su estatua de tamaño natural, del eterno bronce que sonríe, ubicada en el porteño cementerio de la Chacarita al que aún siguen acercándose un considerable número de mujeres (Flores, 1997: 57; Luengo, 2004: 140; Matamoro, 1996: 58).
[19] Monseñor Franceschi, religioso y escritor argentino, describía esta nueva clase social como: «féminas que se habían embadurnado la cara con harina y los labios con almagre; compadres de cintura quebrada y sonrisa cachadora; buenas madres, persuadidas de la grandeza del héroe, que llevaban a sus hijos a besar el ataúd… Y según se me afirmó, diversas individuas llenas de compunción, pretenden ocupar lugares especiales porque fueron “amigas”, “compañeras” de Gardel, a quien convierten, de este modo, en Tenorio de conventillo, en pachá de arrabal …» (Barreiro, 1985: 32, 34). Añadiendo más adelante que la principal consecuencia de ese culto ciego a la figura de Carlos Gardel era la total destrucción de la sociedad al apoyarse, a través de los tangos, el desprecio al hogar doméstico, a la «vida pura», el himno a la mujer perdida, al juego, a la borrachera, a la pereza, a la puñalada, en definitiva, a todo aquello que podía atentar directamente contra la hegemonía patriarcal (Zubillaga, 1986: 39-40).
[20] Carlos Gardel murió en un accidente de aviación en el aeródromo de Medellín (Colombia) el 24 de junio de 1935.
[21] Rodolfo Valentino, cuyo verdadero nombre fue el de Rodolfo Guillermo d’Antonguolla, era un gran bailarín y Carlos Gardel, originariamente llamado Charles Romuald Gardes, un magnífico cantor de tangos.
[22] Por todos es sabido que Carlos Gardel tenía una novia oficial llamada Isabel del Valle, así como que Rodolfo Valentino había estado casado y comprometido en varias ocasiones, sin embargo, todas aquellas mujeres que se enamoraron perdidamente de ellos, en realidad, no les importaba, ni inquietaba, demasiado la situación sentimental —o civil— de sus galanes, mientras que se les permitiera poder seguir amándolos en la distancia del silencio (Flores, 1997: 40-41; Gallone, 1999: 49).
[23] Se sabe que Carlos Gardel paseó colgando de su brazo a la quincuagenaria noble Sally de Wakefield, «que correspondía con suntuosos regalos de gardenias con pétalos de oro…, y que financió parte de las películas gardelianas» (Flores, 1997: 39; apud: Sassone, 1935).
[24] Rodolfo Valentino, por un lado, se cargaba de joyas, usaba carmín en los labios y sombra delineadora de pestañas; mientras que Carlos Gardel se embadurnaba el pelo de gomina y uniformaba con un elegante frac (Araceli, 1928; Gallone, 1999: 49-50; Sassone, 1935; Zubillaga, 1986: 40)
[25] Sin duda, el ejemplo más claro de ese patente afeminamiento sea la supuesta homosexualidad atribuida a Carlos Gardel, el cual, como si fuera consciente del mito que iba a convertirse, nunca desmintió (Febrés, 2001: 138-139, 145; Flores, 1997: 22-23). Sobre Rodolfo Valentino se solía mencionar que era dado al sentimentalismo y, al igual que Carlos Gardel, de una gran bondad (Marva, 1926).
[26] Betty Friedan bautizará la angustia que sentían las «amas de casa» de un barrio residencial de los Estados Unidos de la era de Eisenhower, al estar recluidas dentro del anodino recinto del hogar doméstico, como «el problema que no tiene nombre», rebatiendo así el diagnóstico oficial de los médicos de entonces que lo denominaban «síndrome de fatiga crónica». Para la autora norteamericana, este «problema» «algo» inquietante y difuso que fue intuido por la autora en algunas «amas de casa» de idílicos barrios residenciales, al pernotar que, desde sus adentros, se debatían inconscientemente por abandonar la vida que llevaban y formar parte de todos y cada uno de los distintos campos de acción de la esfera pública. La génesis de «el problema que no tiene nombre» (The Problem That Has No Name) se manifestaba en el mismo momento en que la mujer empezaba a advertir que carecía de personalidad y que no se sentía viva (Friedan, 1965: 35-36). No se trataba de un problema sexual, sino de algo mucho más hondo y difícil de expresar con palabras, consistía en un problema del ser, de una «agonía ontológica», o sea, de la propia «identidad».
[27] A pesar de que el periodista y escritor, Juan Ferragut (1927), sostuviera que la verdadera profesión de los «señoritos bien» era ser funcionario.
[28] La revista de arte y literatura, Impresiones, describía su actitud ante el estudio con los siguientes versos: «falta á las clases, pero no á un estreno; / tiene chic y además buena presencia, / mas por falta de alguna inteligencia / le seduce lo lúbrico y lo obsceno» (Cantó, 1909: 68).
[29] Hay que advertir que, por contra a lo que creía la derecha católica, los republicanos en ningún momento pretendieron la disolución del hogar, puesto que, en realidad, abogaban por su permanencia, pero libre de cualquier influjo que delimitara los roles de los individuos en función del sexo al que pertenecieran; algo que, católicos y conservadores, «sí que acabaron imponiendo a las mujeres, con la sublevación franquista, “la liberación del taller y la fábrica”, es decir, la domesticidad por decreto, en el Fuero del Trabajo de 1938» (Aguado, 2002: 213).
[30] No hay que olvidar que eran las madres y las hermanas, incluso algunas esposas, quienes con mayor firmeza defendían la actitud donjuanesca que sus allegados masculinos procesaban en favor de esa doble moral sexual de la época.
[31] Llamados así por muchos autores, entre quienes habríamos de destacar a Cristóbal de Castro (1916), Mariano Benlliure (1922) y Albert (1923), éste último colaborador de la «revista artística-literaria y de anuncios» Hermes. Es importante matizar que estos «niños bien» nada tiene que ver con los «señoritos andaluces», cuya identidad solía corresponder a la juventud de los «caciques» de Andalucía (Noel, 1915: 7-9).
[32] No obstante, en realidad, en Argentina, a los «señoritos bien» se los conocía más como «indios» y cuando iban en grupo «patota» (Barreiro, 1986: 45-47).
[33] Acepción según la observación de Víctor Margueritte (Rienzi, 1930).
[34] Así era como el colaborador del «semanario de la vida nacional», España, Corpus Barga (1915: 3), describía a los señoritos madrileños.
[35] A pesar de que el uso del monóculo iba siendo utilizado cada vez con menor frecuencia, ya que, salvo algún que otro snob, casi nadie se atrevía a caer en el ridículo con un accesorio propio del diecinueve (Guerra, 1911)
[36] Apelativo con el que el «diario republicano regionalista», El Radical, en 1918, concedía a aquellos muchachos que contrataba a menores de edad para que actuaran en el teatro de varietés Apolo de Valencia; y, que, a su vez, ratificaba el canónigo de Tarragona, Isidro Gomá y Tomás, al indicar que «el hombre debe tener las cualidades de su virilidad; energía, laboriosidad, carácter: cosas que no se avienen con el espíritu que domina entre la gente del monóculo y del clavel» (1913: 166).
[37] De este modo, el periódico semanal y literario, Hoy, se refería a este prototipo de juventud masculina, siendo ésta, una auténtica plaga social a combatir (Morales, 1928: 1).
[38] Manuel Uribarry, redactor de la revista valenciana La Semana Gráfica, consideraba que eran aquellos jóvenes que pasaban el tiempo «estudiando en una academia de baile los verdaderamente complicados pasos de un charles, de un shimy o de un black-botton» (1929).
[39] La revista Blanco y Negro recalcaba que el dibujante Ramón Cilla supo captar como nadie la estampa de estos individuos que, magistralmente, eran descritos por el periodista José Prat como «jóvenes elegantes que paseaban en noria a primera hora de la noche, para ver a las muchachas en muy honesto cortejo» (1929). A su vez, el «semanario republicano, artístico y literario de Alcira», La Libertad, también se refería a estos muchachos con el pelo embadurnado de gel fijador, aunque, en esta ocasión, utilizando la acepción «engomados» (Castro Les, 1900); o, incluso se llegó a categorizar como fenómeno el hecho de que todos los «señoritos bien» tuvieran ese mismo peinado recibiendo el nombre de «gominismo» (X. Y. Z., 1909: 28).
[40] Tildados de esta forma por la «revista de la juventud liberal conservadora de Valencia», Patria, al referirse a los contorneos de una muchacha coqueta que «inflamaban los corazones» de estos jóvenes (Poelo, 1916: 7).
[41] Descritos con estas acepciones por el «semanario ilustrado», Hoy, al comentar que los coqueteos que con este tipo de hombres tiene una muchacha coqueta llamada María Luisa (Blanco Fontalba, 1928).
[42] Aludidos con este nombre en La Moda y el Lujo, ensayo escrito por el canónigo de la metrópolis de Tarragona Isidro, Gomá y Tomás (1913: 161), al referirse a esos «maniquís vivos, tan alargados como estrechos, de la moda corriente» que deambulaban por las calles de la ciudad catalana.
[43] La escritora estadounidense, Gertrude Stein, sostenía que la moda masculina, desde 1900 hasta 1914, había sido mucho más elegante que la femenina (Benstock, 1992: 148).
[44] Así lo manifestaba El Mercantil Valenciano, al reproducir las divagaciones de un «señorito bien», llamado Agustín Heredia, quien, ante la marcha de sus amigos a la guerra, los cuales se habían nacionalizado franceses al declararse neutral España, se replantea su situación del siguiente modo: «es preciso acabar con los restos de señorito que llevo en mí. Hay que aniquilarlos entrando en una empresa quijotesca como la actual» (Fidelio, 1918: 1).
[45] Solían terminar sus noches de fiesta en la comisaría, pero nunca estaban allí más allá de lo necesario como para contactar con los padres de éstos y ponerlos en libertad (Simplicissimus, 2 de enero de 1920). Así lo confirmaba el diario republicano, El Radical, al señalar que «nadie ignora que los pollitos “bien” son una de nuestras plagas nacionales, pues todos imbéciles y amparados por el dinero de sus padres y por deudos o amigos caciques, se ciscan de todo lo legislado y atropellan todo cuanto les place» (1918 b: 2; apud: Ferragut, 1924; Linares, 1924; Noel, 1915: 7-9; Tormo, 1915: 1; Sux, 1911: 2-3; Zahonero, 1915: 1).
[46] No es de extrañar que la actriz cinematográfica, Áurea Azcárraga, en la revista Estampa, consideraba que era posible mantener una excelente amistad con aquellos hombres que hablaban de «modas, Hollywood y de productos de tocador» (1932); ya que, al fin y al cabo, a dichos individuos se los consideraba femeninos y, dada la difundida creencia de que entre dos personas de distinto sexo no podría existir ningún tipo de amistad, al vincular a estos individuos con las mujeres ese sentimiento se veía mucho más factible.
[47] José Antonio Cieza introduce esta acepción aludiendo al modelo de hombre que surge tras la Primera Guerra Mundial, al cual, frecuentemente, se lo equiparará con «los ya consolidados prototipos europeos de sportman y gentlement» (1989: 55).
[48] Aunque también se acortaron debido a la incipiente afición por parte de los hombres al deporte (Blay, 1925: 14-15).
[49] Rosita de Abril, redactora de la revista ilustrada La Esfera, sostenía que ello se debía a la influencia de Picasso en el arte, en tanto que eran de «un tejido de crespón ó seda vaporosa moteada por diminutas florecillas ó motivos cubistas» (1926: 35).
[50] El dandi fue definido por Baudelaire como aquel individuo que «busca ante todo la distinción, la perfección del aspecto personal consistente en una simplicidad total, considerada, de hecho, el mejor medio de alcanzar la distinción» (De Castro, 1924; Entwistle, 2002: 158). En torno al dandismo, en 1914, surgieron distintas noticias en el mundo de la prensa como fue el caso, por ejemplo, de que se llegara a considerar la posibilidad de imponerlo como asignatura en la Universidad de Londres.
[51] Solían practicar todo tipo de deportes, en ocasiones, únicamente para mantenerse en forma y dar la talla en el baile (Araceli, 1927; Leive, 1923; Montero Alonso, 1926b).
[52] Los hombres ya no se afeitan, sino que se depilan la barba y las cejas (De Abril, 1926: 35).
[53] Sorprende incluso encontrar a un «señorito bien» peinado con una cresta, al estilo punk de los años ochenta, preguntando a su novia acerca de si sus padres le aceptarán como marido, respondiendo ésta, que no se preocupara porque éstos estaban acostumbrados a las extravagancias (Nickzy, Lüstige Blätter, 1924).
[54] Así, el periódico El Espectador mantenía que en los hombres se consideraba «poco varonil el llevar alguna esencia» (Ponce de León, 1923: 3). Este parecer era corroborado por el ABC al considerar que «un hombre que se perfuma es como si entrara en un terreno reservado exclusivamente para el sexo contrario al suyo» (1934: 22). Empero, entre las páginas de los diarios podían leerse distintos mensajes publicitarios que fomentaban el uso de perfumes para hombres, siendo uno de éstos el promocionado por la colonia y loción Joya de la marca Formosa, donde se señalaba que el olor a tabaco ya no era el único con el que los hombres debían identificarse para ratificar su virilidad, sino que, además, su personalidad debía quedar subrayada con un aroma único que lo distinguiera de los demás miembros del colectivo masculino (Carrère, 1922; De Ubieta, 1921; Myrurgia, 1928).
[55] La ginecofobia es el odio hacia las mujeres, inspirado en la creencia de que, todas ellas, son seres peligrosos y malignos (Alborch, 2002: 62).
[56] Apunta el historiador Rafael Núñez Florencio (1998: 118) que, en casi todas las familias que podían permitirse costear los estudios de sus hijos en un colegio religioso, privado, donde se les inculcaran los principios cristianos y se les preparara para ingresar en el bachillerato, había algún representante de estudiante juerguista, que terminaba por ser el simpático de la casa.