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Estepa Pinilla, Luis.
“Sobre recientes publicaciones
de Las mil y una noches”. Culturas
Populares. Revista Electrónica 7 (julio-diciembre 2008). http://www.culturaspopulares.org/textos7/articulos/estepa.htm ISSN: 1886-5623 |
Sobre
recientes publicaciones de Las mil y una noches
Luis Estepa Pinilla
Resumen
La reciente publicación en español de tres ediciones distintas de Las
Mil y Una Noches casi simultáneas demuestra un vivo interés por este gran
clásico de la literatura popular universal, que rompe no pocos moldes sobre los
que se configura la idea de obra literaria: por su carácter
acumulativo carece de unidad, mezcla poesía y prosa, como recuerdos
de lo que fue música, y narración oral dramatizada junto con una
fantasía sin límites. Censurada por su despreocupado erotismo y alabada
por su agilidad narrativa, es un perenne clásico de la literatura infantil en
infinidad de versiones y adaptaciones.
Palabras clave: Mil y una noches. Traducciones españolas. Historia
literaria. Erotismo.
Abstract
The recent and
almost simoultaneous publication in Spanish of three different versions of One
Thousand Nights, shows an updated interest on this great classic of
universal folk literature, which breaks a few of the fundamental filological
patterns that define the idea of a litterary work. Because its accumulative
character has no unity, mixes prose and poetry as memmories of its origin as
music and oral story performance mixed with an unlimited fantasy. Censored
because its uncanned erotism and praised because its narrative agility is a
permanent classic of children literature in an infinity of versions and
adaptations.
Keywords: One Thousand Nights. Spanish
Translations. History of Literature. Eroticism.
Las Mil y Una Noches,
edición de Juan Vernet, ilustraciones de Frederic Amat., 3 vols., Galaxia
Gutenberg-Círculo de Lectores, 884 pp. + 872 pp. + 951 pp., Barcelona 2005.
El Libro de las Mil Noches y Una Noche, edición de J. C. Mardrus, traducción de
Blasco Ibáñez, introducción, apéndices y notas de Jesús Urceloy y Antonio
Rómar, 3 vols., 3057 págs., Cátedra, Madrid 2007.
Las Mil y Una Noches, edición de René R. Khawam, traducción de
Gregorio Cantera, ilustraciones de Gustavo Doré, Bertall, Valentin Foulquier, et
alii, 1053 pp., EDHASA,
Barcelona 2007.
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as salidas al mercado, de modo casi
simultáneo, de Las Mil y una noches, en versiones de Mardrus (1869-1949), publicadas por la editorial
Cátedra, en reedición actualizada de la traducción de Blasco Ibáñez publicada
en los años 1920, y de la versión de René R. Khawam, aparecida bajo el sello
editorial de Edhasa, se suman a la que Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores,
con traducción de Juan Vernet, sacó en 2005. Esta acumulación de ediciones son
síntoma de un interés por la narrativa popular que nada impide sea, también,
motivo de reflexión sobre el hecho literario tanto en la vertiente artística
como en la sociológica. Se trata de un caso insólito y sin parangón con otra
obra.
En otro sentido, pocas
experiencias tan fascinantes y maravillosas como leer Las Mil y una noches. Lo bueno que tienen es que, siendo uno de los
monumentos de la literatura universal, admite toda clase de lecturas,
reducciones, amplificaciones, modificaciones, lectores y actitudes. Esta
flexibilidad se encuentra no solo en el proceso histórico de constitución de la
colección, sino también en la recepción en el seno de la cultura europea. Aquí,
hasta lo que se reconoce ajeno al repertorio original de cuentos, ha acabado
por ser admitido por la fuerza de los hechos consumados.
Como fuente de inspiración sigue
siendo un manantial de ideas y motivos artísticos. Incluso, en sus aspectos más
vulgares y descuidados, nada se le resiste. Desde hace siglos sigue atrayendo
lectores, incluso, con alteraciones de todo tipo. Sus elementos tienen una
perennidad a toda prueba. Como libro infantil ilustrado, narración en disco
microsurco, tebeo, folletín, pliego de cordel, guiñol o película de dibujos
animados, su eficacia es contrastada todos los días con resultados
irrefutables. Pero, en contra suya, hay todo ese brillantoso prestigio de
clases medias, medianas y mediocres que se conforma con agruparla en la
estantería del salón junto con los otros dos grandes signos de profesión de fe
cultural: la Biblia y el
Quijote, cuyos lomos, cuando el hogar es pudiente, suelen compartir décadas de
burguesa ociosidad con apáticos volúmenes de obras completas de editorial Aguilar, trasplante hispano de
las parisinas de La Pleïade por iniciativa de Arturo del Hoyo, con todo lo que
esa transición conlleva en términos sociológicos y de quitarles el polvo a
menudo.
No es la mejor manera de leer
tales prodigios de imaginación desbocada. Pero esos pujos de lustrosa
pedantería ya vienen de muy, muy antiguo. Lo primero que enfría el ánimo del
lector, enfrascado en las peripecias que se desarrollan como imparable catarata
de acción, son esas tiradas de acuosos versos, incrustados a modo de los
modernos anuncios de la televisión que interrumpen el discurso narrativo del
modo más impertinente con excelentes llamadas al buen gusto, a la piedad y a la
moral, y que Horovitz demostró que eran añadidos ajenos al texto, por lo común
de poetas de entre los siglos XII y XIV, es decir, del período egipcio de Las
Mil y una noches. Con estos
parásitos líricos el interés decae de modo irremediable, pero si uno se los
salta sin el menor escrúpulo, el texto permanece incólume, pues poco encanto
añaden a esas historias que ya desde que pusieron pie en Francia vieron la luz
como bastardos rebosantes de gracias, vitalidad y atractivos. Para el público
hispánico, y en el plano poético, tienen particular interés las creaciones de
una serie de poetas arábigoespañoles, como Ibn Zaydún de Córdoba, al-Mutamid,
al-Humaidí, Ibn Abdún de Badajoz, Abu-Alá-b. Azrak y de Hamda bint Ziyad de
Guadix.
Sin embargo, estas
interpolaciones deben mantenerse por otras razones, además de las que reclama
la necesaria integridad del texto, pues no solo tienen un valor documental que
nos permite establecer nexos de difusión, como ocurre en el relato del cuento Más
vale maña que fuerza (Brain versus Brawn), que, seguramente, todavía relata la etnia lúo, en la orilla keniata del lago Victoria, y
cuya procedencia oriental cabe atestiguar por la presencia en la narración oral
de este tipo de ex cursus de
arte menor. Estos contactos deben haber sido recíprocos, pues de igual modo,
creo que la influencia de la cultura arcaica en esta colección queda bien
patente en la narración nocturna de los cuentos según el relato marco, pues en muchas sociedades tribales persiste
aún el tabú de no contar cuentos mientras haya luz diurna, lo que sin duda
tiene una función distributiva de la jornada en un ciclo intermitente de
trabajo y descanso. En todo caso, hay algún relato, como Harún al-Rasid y
los Poetas, en el que la
recitación de unos poemas es indispensable al desarrollo de la trama. Aunque no
a efectos del lector corriente, se debe decir a efectos de un mejor y más
profundo conocimiento de esta clase de literatura que la inclusión de
fragmentos poéticos es propia de la literatura popular árabe. El género de las maqamat,
composiciones de carácter
misceláneo que tienen su origen en formas orales, utilizan de forma sistemática
este recurso. Marta Forteza-Rey, en la introducción a su versión del Libro
de los Entretenimientos
(1983) lo denominaba composición en mosaico.
Al comentar Juan Vernet, en la
presentación de su traducción publicada por editorial Planeta en la década de
1960, las diversas vicisitudes por las que han pasado Las Mil y una noches, hacía hincapié en el profundo desprecio con
que el mundo árabe las había considerado, hasta que, primero la invasión
napoleónica de Egipto, y más tarde el doctor Mardrus, perteneciente a un
refinado y distinguido círculo de intelectuales franceses, las había aplaudido.
A partir de ahí, lo que hasta entonces había sido un cúmulo de historias para
patanes apareció en el ámbito cultural de Oriente Medio como una rutilante
secuencia de situaciones a cada cual más deslumbrante, hasta el extremo de que
la expresión como de las mil y una noches, quedó teñida de ese tono fantástico, lujoso y
exótico que suele asociarse al quintaesenciado mundo prustiano, pues tal era la
esfera social del doctor Mardrus. Nada que ver con el producto original en su
hábitat de origen.
En el mundo occidental, la traducción
inaugural fue la de Antoine Galland (1646‑1715), quien viajó a Oriente Medio,
primero como secretario del embajador francés, y luego como agente comercial
comisionado para la adquisición de antigüedades para museos. Su versión fue
polémica desde el principio. Durante mucho tiempo solió ser denostada por
varias razones: la primera, porque las nada infrecuentes penetraciones y
caricias sexuales suelen velarse u omitirse. A principios del XVIII ese tipo de
acciones no eran de recibo para ser impresas. Pero la censura es una práctica
que tiene sus partidarios y hasta sus graduaciones, como lo fue la prohibición
de publicar el texto completo en ediciones baratas durante la dictadura franquista;
si bien, como hecho en sí, no escandaliza gran cosa a quienes solemos velar por
la integridad de los textos. Son costumbres muy recibidas en la práctica
cultural. También, en algunas ediciones aparecidas en países islámicos se
sustituye el vino por zumo de frutas, por lo que los efectos embriagantes de
las bebidas islámicas quedan tan perdidos en el aire como los coitos en
cristiano. Otra prueba de la solidez de Las Mil y una noches. Pero este sesgo hacia lo erótico tiene
carácter definitorio de un tipo de narrativa. Y así, cuando aquel prodigioso
hombre-orquesta del mundo editorial que fue José Bergua, además de traductor,
editor y escritor de relatos, que todavía en los años 1960 distribuía su fondo
editorial por las librerías con un motocarro, como digo, publicaba juntos en
1934 Los Kama Sutra y el Ananga-Ranga, no duda en engrosar el tomo con dos breves,
pero muy jugosas, colecciones de cuentos orientales, de las que no indica
procedencia, tituladas La Flor Lasciva Oriental y El Libro de la Voluptuosidad, donde relucen insólitas escenas de
lesbianismo puro y duro, sin detrimento de otras de la más trillada y ortodoxa,
dentro de lo que cabe, homosexualidad masculina.
El caso fue que, a los dos años
de salir el primer volumen de Galland, en 1707, otro francés, Pétis de la
Croix, en busca de un éxito similar, que no alcanza, saca un volumen de Cuentos
Turcos, que no tuvo
continuidad. El pudibundo Galland es, con todo, un narrador desenvuelto,
cultivado y eficaz, mientras que Pétis de la Croix es un traductor forense sin
tanto instinto artístico ni capacidad narrativa. Pero no se desanima, y entre
1710 y 1712 reitera su esfuerzo y publica sin, tampoco, mayor éxito una serie
en cinco tomos, titulada Los Mil y un días, cuentos persas, a pesar de la ayuda recibida de A. R.
Lessage como corrector de estilo. Pero con todos sus defectos, el caso fue que
la mera acumulación de este par de títulos de aire nacional servirá de
inspiración al primer traductor inglés, quien partiendo de una temprana edición
de Galland pirateada en La Haya, denominó para siempre Arabian Nights a ese conjunto mestizo que afluye de forma individual desde la India,
Egipto o Persia, como en este último caso lo revelan los nombres de Sherezad y
Dhinazad. Este título, también inventado, servirá para enriquecer con otra
variedad carente de realidad ese collar facticio que hemos venido a llamar Las
Mil y una noches, que es la
traducción legítima del nombre árabe.
El cuento que sirve de hilo para
enfilar numéricamente los relatos de modo correlativo debe haber existido de
modo individual y autónomo en el área mediterránea, pues rasgos muy
definitorios y precisos del argumento, excluyendo la parte fantástica del ifrit, se encuentran en una novella de Giovanni Sercambi (1347‑1424) llamada Astolfo
y Giocondo, en el canto 28
del Orlando Furioso, e,
incluso, muy curiosamente, en Los Comendadores de Córdoba, de Lope de Vega, paradigma dramático del
otrora muy acreditado procedimiento de usar la sangre como detergente para las
manchas de honra.
Esta compleja relación entre el
todo de Las Mil y Una Noches
y algunos de sus elementos integrantes, que en algún momento debieron ser
autónomos, la puso de relieve, en su interesante manual de Historia de la
Literatura Arábigo-Española
(1928), Ángel González Palencia, quien, citando un testimonio del Masudi
fechado en la primera mitad del siglo X y contenido en sus Praderas de Oro, señala: “Pretenden, en efecto, que el dicho libro (Historia de Obaida
Benxeriga) no merece crédito
alguno, pues pertenece a cierta clase de obras traducidas del persa, indio y
griego, como son el Hezar Efsaneh, o Mil Cuentos,
más generalmente conocidos bajo el título de Las Mil y Una Noches, y son las historias y aventuras de un rey
de la India y su guacir, y de la hija del guacir, llamada Xeheryada, y de una
nodriza de esta llmada Xeheryada”.
Tampoco hemos de olvidar
reelaboraciones modernas de gran éxito, como fue El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco, a partir del cuento El
Ministro del rey Yunán y el sabio Ruyán, que, a su vez, comprende dos relatos consecutivos: El Halcón del
rey Sindibad y El
Príncipe y la Rusalca. Al
comentar Emmanuel Cosquin, uno de aquellos folkloristas, como el propio Aurelio
M. Espinosa, que doblaban de arabistas, el marco de Las Mil y una noches, señaló: “respira un desprecio por la mujer
muy oriental”. Pero se trata de una actitud bastante ambivalente, y quizá de
ahí le venga su potencia como factor de poética ensoñación por su valentía al
apostar su vida contra sus facultades como narradora. Sherezade es, quizá el
personaje que más de sí ha dado para la imaginación de músicos, como Rimsky
Korsakof, de excelentes dibujantes y de un sinfín de literatos que tomaron
ideas, motivos o la idea de colección para realizar agrupaciones de relatos
ceñidas bajo un título común..
Pero, para que nos hagamos idea
del tipo de materiales con los que se construyen Las Mil y una noches, diré que en sus páginas cohabitan bajo el
mismo techo los antiguos reyes persas, Salomón y Alejandro Magno, junto al
también histórico, Harúm al Rachid, califas, visires, y hasta los cruzados.
Entre los productos que se consumen figuran tanto el vino como el café y el
tabaco. Pero, sobre todo, los dulces y las frutas. La idea de riqueza siempre
está cimentada en lo que la naturaleza ofrece de primera mano. De modo que la
idea de heterogeneidad fecunda parece estar presente en la propia estructura de
la colección. Pero la realidad de su recepción superó con mucho cualquier
pretensión de variedad.
En principio, Galland abrió
brecha traduciendo los viajes de Simbad, pero cuando le enviaron cuatro
manuscritos de Siria, los mejores y más antiguos, a excepción del fragmento del
siglo IX publicado por Nabia Abbott, se dio cuenta de que había un ciclo
completo que respondía al nombre árabe de Alf Layla wa layla, expresión que no debemos entender en un
sentido literal, sino como indicativo impreciso de una gran cantidad. Hay noticias de colecciones anteriores con
título que, con la misma intención de significar un elevado número, señala un
centenar de relatos.
De forma sucesiva, Galland fue
traduciendo, parafraseando, adaptando y publicando con buena acogida sus
materiales, hasta que llegó al tomo VIII y ya no pudo realizarlo por falta de
textos. El editor resolvió el problema por la directa haciéndole traducir Ganem de un manuscrito desconocido y, lo que es
peor, metiendo sin su permiso dos relatos traducidos por Pétis de la Croix: Zey
Alasnam y Codada. Por un apunte en el Journal de Galland, sabemos lo poco que le gustó esta
intromisión, pero también es verdad que hasta el tomo X, los dos últimos fueron
póstumos sin que sepamos la razón, las páginas que se publicaron bajo el rótulo
Las Mil y una Noches, se
rellenaron con los cuentos que le contó en París un monje maronita de Aleppo,
llamado Hanna, a quien conoció por medio del viajero Paul Lucas.
El éxito de la versión de Galland
fue inmediato, y sin tardanza se tradujo a otras europeas. La primera edición
española es de mediados del XIX, y es unos de esos libros abreviados y
esterilizados de alusiones sexuales
A lo largo del siglo XIX salieron
no pocas y meritorias traducciones. Probablemente la más difundida sea la del
famoso viajero y orientalista Richard Burton (1821-1890), aunque la polémica
apasionada ha sido una constante en lo que atañe a evaluarlas. Tanto es así,
que Zotenberg llegó a publicar en 1888 una historia de las traducciones al
mismo tiempo que daba noticia de algunos manuscritos. Este es un problema en
verdad complejo. La extendidísima costumbre de publicar de modo fragmentario un
texto, esto es, plasmando solo la parte que le interesa a un determinado
copista, es solo uno de los escollos para determinar las fuentes. Y, de hecho,
lo más corriente es que se omitan o se den indicaciones nebulosas del tipo Biblioteca
Nacional de París. Sin
embargo, el ya mencionado descubrimiento por Nabia Abbot de un fragmento de
Las Mil y una noches, fechado
en el siglo IX, hace suponer un conjunto de relaciones de tal intensidad que lo
que en el presente podamos establecer a partir de datos concretos es, al mismo tiempo,
síntoma de un gran desconocimiento de la historia de los textos.
En España también se desarrolló
la recepción de un modo indirecto, y hasta anómalo. Desde que en 1789 viera la
luz en Madrid el primer volumen de Los Mil y un Quartos de Hora: Cuentos
Tártaros, traducidos del
idioma francés al español por el padre fray Miguel de Sequeiros, y añadida con
la historia y aventuras de los siete viages que hizo el famoso Sindad el
Marino, no han cesado de
proliferar en español colecciones de relatos orientales que, por lo general,
tienen su origen más o menos remoto en versiones francesas de Las Mil y una
noches. Porque, si algo
caracteriza a este maravilloso ciclo de cuentos, es su exuberante carácter
proteico. Es como esas especies animales capaces de regenerar un organismo
completo a partir de un solo miembro seccionado. Esta colección inaugural ha
sido recientemente estudiada por Carmen Ramírez Gómez, quien ha llevado a cabo
un estudio sobre estos cuentos tártaros, publicados por la universidad de Grenoble, y de su promotor,
incansable difusor en el país vecino de la narrativa breve marcada por el signo
lo exótico: Thomas Simon Gueullete (1683-1766).
Así, el texto de Las Mil y una
noches propiamente dicho,
nos llegaría mucho después, por vía de la traducción del gran orientalista
alemán Gustav Weil (1808-1889), que originó un traslado al español, realizado
por una críptica sociedad de literatos, que en 1848 salió de las prensas de Juan Oliveres, en Barcelona. A sus
méritos suma una introducción de una de las figuras más destacadas de los
estudios orientales: Silvestre de Sacy.
Este caos literario se podría seguir
detallando en sus pormenores si hablásemos de la traducción de Cansinos-Asséns,
quien también aportó su granito de arena a la ceremonia de la confusión que nos
ocupa y que, por otros derroteros, nos llevaría al interés de Jorge Luis Borges
por la literaturas hiperbóreas en ese afán de exhibir inusitadas inquietudes y
curiosidades culturales. Al fin y al cabo, todo es creación, y ese parece haber
sido el sentido profundo de tanta asimilación y reelaboración. Lo importante
aquí no es saber, sino contar bien.
No puedo pronunciarme a favor de
ninguna de las publicaciones reseñadas porque todas son buenas por una u otra
razón. La más reciente de Juan Vernet, en tres volúmenes, contiene 680 noches y
cuenta con ilustraciones realizadas por Frederic Amat. Se trata de traducción
directa por un profundo conocedor. Su discurso de entrada en la Academia de
Buenas Letras, de Barcelona, trató sobre esta colección. Además prologó también
una interesante, aunque un tanto olvidada traducción a cargo de Juan A. G.
Larraya y Leonor Martínez Martín, realizada a partir de la edición de Bulaq,
también llamada de El Cairo, con ilustraciones de Olga Sacharoff, y Grau-Sala,
publicada por Plaza y Janés en 1965. En el apéndice al tercer volumen Vernet no
se limita a copiar los comentarios anteriormente publicados, sino que añade una
serie de datos actualizados que redundan en el mejor conocimiento de esta
fascinante obra.
La de Mardrus es la más
literaria, si así entendemos el sentido de sus alteraciones al texto original,
sobre todo amplificaciones de todo tipo, especilamente en el ámbito de lo
erótico. Para justificarlas, insertó en el prólogo este párrafo aclaratorio:
“La literatura árabe ignora completamente ese producto odioso de la vejez
espiritual: la intención pornográfica. Los árabes ven todas las cosas bajo el
aspecto hilarante. Su sentido erótico solo conduce a la alegría. Y ríen de todo
corazón como niños, allí donde un puritano gemiría de escándalo”. Aun así, al
evaluarla, Juan Vernet afirmó: “A pesar de las muchas críticas hechas a la
versión mardrusiana, esta representa para el siglo XX un papel parecido al de
la de Galland en el siglo XVIII. Dado el ambiente literario en que se incubó,
marca un hito en el modo en que Occidente concibe, interpreta y entiende Las
Mil y una noches, si bien no
representa en modo alguno el espíritu original que dio lugar a esta obra”.
Jesús Urceloy y Antonio Rómar han presentado su versión invirtiendo el sentido
filológico al uso. Parten de la versión de Blasco Ibáñez, producto de diversos
mestizajes culturales, y sin demasiado prurito de fidelidad a las fuentes
textuales han tomado el plaisir du texte como criterio de trabajo. Han hecho inventario comentado de los
personajes a los que Mardrus dedicó su traducción, de las películas, de las
composiciones musicales y cinematográficas, de las influencias literarias que
han ejercido Las Mil y una noches, y han trazado una curiosa imagen de naturaleza artística en detrimento
de la filológica. Es una intención totalmente legítima que pacifica y
reconcilia con el gran cariño y dedicación que han puesto en juego cualquier
antagonismo académico. Los textos viven adaptándose, modificándose, agonizando
y resucitando. Para el lector sin exigencias científicas es una opción válida.
Un
tanto sorprendente resulta la de Khawam, inicialmente traducida al francés, y
de ahí al español, por Gregorio Cantera. Se trata de una de las más acreditadas
por el largo y paciente trabajo de traducción y selección de manuscritos
originales. Sin embargo, también resulta anómala. Khawam también ha optado por
una ergonomía de la lectura y ha suprimido la clásica división en noches, con
todo lo que conlleva de repetición, de alusiones al alba que llega, al obligado
silencio de Sherezade que interrumpe el flujo narrativo dos veces pues, claro
está, también marca un vacío el engarce con el anochecer que continúa el nuevo
capítulo. Se gana en agilidad, pero la ausencia de la narradora convierte al
texto en una desacostumbrada experiencia. Resulta más breve, pero sin esa
cadencia lenta, como de paso de camello, tan característica del tono narrativo
de esta colección. Es un criterio de edición, si se me permite considerar así
tales modificaciones, que tiene una función puramente amenizadora y que, a su
vez, se refuerza con la inserción de fantásticas ilustraciones del siglo XIX en
la línea de Gustavo Doré.
De ninguna manera considero
ociosas estas imágenes, pues la indumentaria, la arquitectura, los ropajes y
las artes decorativas en general tienen un importante papel contextualizador de
los textos.
A estas ediciones, se podría
añadir, además, la versión abreviada de Andrew Lang, publicada recientemente
por la barcelonesa editorial Icaria. Ninguna de estas publicaciones presenta el
mismo número de cuentos, y cada una tiene un tono narrativo ligeramente
diferente. Una variedad de este orden, lejos de ser un defecto, quizá
representa ese estado de la memoria en que cada cuento, según se va
desarrollando, es a su vez ocasión de recordar otros de forma sucesiva por
conexiones de tipo inconsciente que convierten a cada unidad narrativa en
eslabón que mantiene en vilo la atención de cuentacuentos y círculo de oyentes,
hasta que el cansancio de la jornada les hace cerrar los ojos hasta la mañana
siguiente. Dicen los sicólogos que ese momento anterior al sueño es muy a
propósito para asimilar conocimientos, y la naturaleza didáctica de estas
rutilantes perlas narrativas se potencia en estas horas. Pero esta
consideración de la sesión narrativa como unidad, a modo de vaina o cápsula en la que se contiene un número
indeterminado de relatos nos llevaría a considerar al cuento como un ente
dramático, lo que no es ningún desatino, pues al fin y al cabo, el teatro, y no
digamos el cine, necesitan de esa dosis de oscuridad-ambiente que recuerda no
poco el entorno crepuscular en el que, como murciélagos fonéticos, los cuentos
echan a volar desde las bocas de las narradoras tradicionales.