|
Rubio Marcos, Elías. “Una autobiografía
etnográfica. Vida, aventuras y obra de un historiador de la cultura
tradicional burgalesa”. Culturas
Populares. Revista Electrónica 6 (enero-junio 2008). http://www.culturaspopulares.org/textos6/articulos/rubio.htm ISSN:
1886-5623 |
Una autobiografía etnográfica. Vida,
aventuras y obra de un historiador de la cultura tradicional burgalesa
Elías Rubio Marcos
Resumen
Descripción de la vida y la obra, por él mismo, del etnógrafo de Burgos
Elías Rubio Marcos. Reflexión sobre sus objetivos, sus ideas, sus métodos, los
frutos de su trabajo, sus publicaciones.
Palabras clave: Elías Rubio Marcos.
Burgos. Etnografía. Trabajo de campo. Fotografía etnográfica.
Abstract
Life and works, narrated by
himself, of Elías Rubio Marcos, ethnographer of the province of Burgos (Spain).
Reflexions about his aims, ideas, methods, results of his work, publications.
Keywords: Elías Rubio Marcos. Burgos. Ethnography.
Fieldwork. Ethnographical photography.
N |
ací el 27 de marzo de 1944, en
Villaespasa, un pueblecito del Alfoz de Lara, de la provincia de Burgos, en
cuyo entorno, de grandes resonancias históricas, se encuentran también diversos
yacimientos arqueológicos, entre ellos una ciudad romana enterrada, varios
dólmenes y el castillo de Fernán González que luego fue casa de los señores de
Lara.
Apenas
tenía dos años cuando del pueblo me trajeron a la capital, por lo que me
considero hombre de ciudad. Pero de una ciudad cuya vida, en los tiempos de mi
niñez y adolescencia, y en el barrio donde me crié, arrimado al campo, se
parecía mucho a un entorno rural. Baste señalar que junto a la calle en la que
vivía había otra que se llamaba Barriada de los Labradores.
Mi
padre murió siendo yo muy niño, y poco o nada oral heredé de él, aunque sí
muchos libros, pues fue un intelectual de su tiempo (fue directivo de un Ateneo
catalán y escribió muchos artículos en este idioma). Y a mis abuelos no les
llegué a conocer. Fue únicamente mi madre la que me transmitió alguna enseñanza
sobre la cultura popular de su pueblo.
De
niño, no tuve demasiado contacto o vínculo con el mundo rural propiamente
dicho, aunque sí con la de un Burgos que, en los años de mi infancia (1944-1956),
tenía en algunos barrios bastantes similitudes con la vida de los pueblos.
Había actividades que hoy nos parecerían totalmente rurales, como el circular
de los carros por las calles, en lugar de coches, las procesiones, los bailes
callejeros, el engalanamiento de animales en la festividad de San Isidro, etc.,
etc.
Recuerdo
bien a los ciegos que cantaban coplas en torno a los mercados, a los
adivinadores, a los charlatanes...
Recuerdo
algunos juegos de mi infancia, como El Bote, El Guincho, La Tala, El Guá, Punzón,
tijerillas, ojo buey, A la una saltaba la mula, Tres navío
en
el mar,
por citar solo algunos. La mayoría los cultivábamos en la calle. Recuerdo
también algunas costumbres urbanas de los años cincuenta y algún pequeño
ejemplo de literatura oral que me enseñó mi madre: algún trabalenguas, algunas
costumbres de la vida de su pueblo. Aunque bien es cierto que le hice muy poco
caso, algo que ahora lamento profundamente. Lo poco que recuerdo es porque me
lo repitió una y mil veces.
Trabalenguas (homenaje a mi
madre)
Compañero,
compra poca capa parda,
que
el que poca capa parda compra,
poca
capa parda paga.
Yo
que poca capa parda compré,
poca
capa parda pagué.
Mi interés por el folclore se
desarrolló a través de un proceso muy lento. No lo podría explicar sin tener en
cuenta mi pasión innata por la naturaleza y por la aventura, seguramente
influido por las lecturas de mi niñez y adolescencia. Novelas de Víctor Hugo,
abundantes en mi casa gracias a mi padre, gran seguidor del escritor galo;
todas las novelas de Tarzán, que mi progenitor coleccionó del periódico catalán
La Vanguardia; las de Julio Verne, así como relatos de los conquistadores
españoles en América (que leí en la Biblioteca Pública del Paseo del Espolón) o
las distintas colecciones de
cómics de los años cincuenta, que adoré, fueron mis lecturas preferidas en mi
niñez y adolescencia, y seguramente las que habrían forjado mi afición por la
Historia y mi carácter soñador.
PRIMERA ETAPA:
ESPELEOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA
A todo ello vendrían a sumarse mis
aventuras e investigaciones espeleológicas. Desde los diecisiete, y durante una
quincena de años (1963-1978), pertenecí al Grupo Espeleológico Edelweiss,
dependiente de la Diputación Provincial de Burgos. Este es uno que, al contrario
de otros grupos espeleológicos, que solo buscaban, o buscan, el placer de la
aventura por la aventura, se dedicaba en aquellos tiempos, con rigor, al
estudio de las grutas en todos sus aspectos: topográfico, arqueológico,
geomorfológico, biológico, etc., etc. No podía ser de otra forma, ya que al
Edelweiss le cupo en suerte la gran tarea de explorar e investigar el complejo
cárstico de Ojo Guareña, que con sus actuales 120 kilómetros de desarrollo, es
el más extenso de España y uno de los mayores del mundo.
De igual modo, mi paso
por otro grupo de espeleología en el País Vasco (Eibar, 1963-1968), en el que
tuve la gran suerte de compartir exploraciones con algunos etnógrafos y
naturalistas vascos (Leizaola, Tellería, admiradores y seguidores del padre Barandiarán)
que practicaban también la espeleología, fue determinante para mis posteriores
dedicaciones.
Recorrer primero la
geografía del País Vasco y después la de Burgos, de exploración en exploración,
fue mi bautismo como entrevistador de lugareños, ya que era preciso el contacto
y el interrogatorio para la localización de las cuevas y simas.
Dentro
del mencionado Grupo Edelweiss, en la década de los setenta, había una sección
dedicada a la arqueología. Una sección que capitaneaba el arqueólogo burgalés,
ya fallecido, José Luis Uribarri, de quien recibí grandes enseñanzas en aquella
materia, y a quien, en cierta medida, debo también mis capacidades de imaginar
y de soñar, si es que esto último no fuera genético en mí. Durante algunos años
la arqueología fue otra de mis pasiones. Y el hecho de haber sido descubridor o
codescubridor de importantísimos yacimientos, como pinturas, grabados rupestres
y huellas de pies descalzos prehistóricas, me marcó para siempre, y fue un
enorme acicate para que ya no abandonara nunca mis investigaciones en el medio
natural y rural.
De mi época
espeleológica dejé memoria escrita en artículos de prensa y en mi primer libro:
30 Años de exploraciones (1951-1980).
Memoria del Grupo Edelweiss (Excma. Diputación Provincial de Burgos, 1980)
Mi primera exploración.
Covanegra (Hontoria del Pinar), 1962
Navegando en Cueva Racino.
Villamartín de Sotoscueva (1970)
SEGUNDA ETAPA: LOS EREMITORIOS Y LAS
IGLESIAS RUPESTRES
Tras la actividad espeleológica, vinieron
los trabajos en superficie. Durante la actividad de campo, en busca de cuevas
naturales, habían salido a mi encuentro otro tipo de cuevas que despertaron
grandemente mi curiosidad: las artificiales o excavadas por el hombre.
Investigué, levanté planos, me documenté sobre ellas y sobre los monasterios y
la historia de los primeros cristianos Y fue así como, también en 1980,
publiqué mi primer trabajo sobre iglesias rupestres y eremitorios
alto-medievales de Burgos. Fue un nuevo proceso exploratorio, tuve que recorrer
de nuevo los mismos o parecidos caminos. Los nombres de aquellas cuevas eran de
por sí sugerentes: Cueva de la Vieja, Cueva de las Monjas, Cueva de San Pedro,
Cueva de los Moros, etc. Vislumbré que detrás de aquellas denominaciones se
encontraba una historia, una leyenda, y quise saber el por qué de las mismas. Y
si ya en la toponimia de las cuevas naturales pude reconocer cosas y hechos
portentosos, fue con los eremitorios cuando me inicié en el universo de las
tradiciones.
De esta época dejé
huella impresa en distintos artículos de prensa, así como en los libros
Eremitas en el norte de Burgos (KAITE 2.
Estudios de espeleología burgalesa. Caja de Ahorros Municipal de Burgos.
Burgos, 1981).
Monjes y eremitas. Santuarios de roca
del sureste de Burgos (Temas Burgaleses nº 1 Excma. Diputación
Provincial de Burgos, 1986).
En la cueva de San Pedro, iglesia
rupestre del valle de Manzanedo (2003)
TERCERA ETAPA: EL ALBUM DE CASTILLA Y
LEÓN, AMOR POR LA REGIÓN
En 1985 se me propuso realizar un trabajo
divulgativo sobre el paisaje y el arte de la región castellano-leonesa, en
forma de álbum de cromos para escolares, patrocinado por la Junta de Castilla y
León. Fue un reto al que me resistí durante un tiempo, pues no me creía
capacitado para llevarlo a cabo, dada su complejidad. Al final, con una osadía
sin límites, sucumbí, lo cual siempre he agradecido, pues me abrió las puertas
de un mundo desconocido y maravilloso. Repasé la Historia, estudié todo el arte
de Castilla y León, desde la época romana hasta el neoclasicismo, pasando por
los visigodos, los árabes, el románico, el gótico, el barroco.... Construí un
guión, viajé junto con mi hermano fotógrafo por toda la región recorriendo
miles de kilómetros, durante dos años; dormí en viejas posadas, en palacios renacentistas,
al pie de castillos y ermitas, en el hotel de las estrellas; conocí casas
fuertes, descubrí abadías y monasterios perdidos, en pie y arruinados, sentí el
escalofrío del batir de espadas en llanuras sin fin, del románico más sombrío;
me maravillé con la luminosidad de las bóvedas estrelladas y cimborrios...; me
enamoré del paisaje y de los cielos castellanos, de los terrones de sangre del
camino de Santiago, de sus pueblos amurallados en oteros. Sudé tinta para
hilvanar, resumir en tres líneas de texto lo que en justicia debían haber sido
gruesos tratados de historia y de arte.
Aquellos trescientos
pequeños textos del álbum, al pie de bellísimas fotografías, sirvieron para que
naciera un amor: el que ya desde entonces profeso por Castilla y León.
Album. Historia y arte. Arquitectura
popular. Pueblos y paisajes de Castilla y León (Junta de Castilla y
León. Consejería de Cultura y Bienestar Social. Santiago García, Editor. León,
1990).
Trabajando en el álbum de Castilla y
León aprendí a amar la región
CUARTA ETAPA: EL PERIODISMO, LA
ARQUEOLOGÍA INDUSTRIAL, LA ETNOGRAFÍA
En 1989 comencé mi colaboración con el
extinto Diario 16 Burgos, que habría de convertirse en portavoz de todas
mis inquietudes investigadoras y literarias durante casi diez años, como lo fue
después el periódico Burgos 7 Días, aunque en menor grado y tiempo. A
directores como José Luis Estrada, Pachi Larrosa o Rubén de la Fuente, que
siempre me animaron y acogieron con entusiasmo mis reportajes, debo una gran
parte de todo el trabajo hecho en esta etapa.
En
Diario 16 Burgos escribí sobre temas nunca tocados en Burgos, abrí nuevos
campos de investigación. Uno de ellos, el de la arqueología industrial, otra de
mis grandes pasiones. La historia de los balnearios y de los cines
desaparecidos, de las diligencias, de los salineros, del alumbrado, de las
ferrerías, de los trenes de vapor, de los caleros, de los resineros... y de
otras muchas actividades fenecidas, vieron la luz, algunas en forma de serial,
en las páginas de Diario 16 Burgos. Sin pretenderlo, la etnografía se había
abierto ya paso en mi vida. Un nuevo repaso a la geografía provincial, y las
entrevistas con los testigos, ancianos en su mayoría, para lograr hilvanar las
historias, eran ya parte indispensable de mi quehacer.
Del
trabajo hecho en esta etapa nacieron dos libros con un mismo título, los Burgos
en el recuerdo I y II. Los dos tomos son sendas
compilaciones de los artículos publicados en dichos medios.
Fue
en aquel momento cuando me inicié en el mundo editorial, cuando me embarqué en
una aventura de gran riesgo: la publicación de mis propios libros. Una aventura
que habría de tener continuidad con la edición de nuevas publicaciones. A los Burgos
en el recuerdo siguieron la historia del cine y de las salas cinematográficas
desaparecidas en la capital burgalesa (La Linterna Mágica); algo más
tarde, otro sobre las fuentes de la provincia de Burgos (Arquitectura del
agua);
a continuación otro sobre la despoblación de la provincia en la segunda mitad
del siglo XX (Los pueblos del silencio), y finalmente otro
sobre la cultura de los pasiegos de Burgos (Pasiegos de Burgos. Los últimos trashumantes).
Me
interesaban las historias cercanas, sacar del olvido, pese a su cercanía
temporal, actividades fenecidas o a punto de fenecer. Me interesaba también
involucrar, integrar en mis historias a personas que las vivieron, pues su
memoria y sus relatos podían dar una visión humana de la misma, algo para mí
totalmente imprescindible e irrenunciable. De ese modo, en todos mis trabajos,
hay una parte contada y otra parte de archivo. Compaginar la memoria oral y los
datos documentales de archivo ha sido siempre mi forma de actuar.
Para entonces, en esta
etapa de arqueología industrial y etnografía, mi caminar por los pueblos de
Burgos era como una droga, algo sin lo que ya no podía vivir. Sentía que la
vida en los pueblos estaba muriendo, que se estaba escapando, a pasos de
gigante, una forma de vivir, una cultura campesina de siglos, basada en la
supervivencia, que ya no habría de volver. Y yo era testigo de ello y quería
hacer de fedatario del drama, y me debatía entre tomar partido por la
modernidad o por lo que estaba muriendo: sentía la obligación de rescatar algo
de aquel naufragio. Aún hoy, cuando ya todo está perdido, siento que pertenezco
más a aquella cultura campesina que conocí, y que quise, que a las tecnologías
sin cuento en las que navegamos ahora, con una marcha a mi modo de ver
desbocada.
Obras publicadas de edición propia:
Burgos en el Recuerdo I (Primera edición:
Burgos, 1992. Segunda edición: Burgos, 1999).
Arquitectura del agua. Fuentes de la
provincia de Burgos (Burgos, 1994).
La linterna mágica. Un siglo de
cinematógrafo en Burgos (Burgos, 1995).
Burgos en el recuerdo II (Primera
edición: Burgos, 1998. Segunda edición: Burgos, 1999).
Burgos. Los pueblos del silencio (Primera
edición: Burgos, 2000. Sexta edición: Burgos, 2007).
Pasiegos de Burgos. Los últimos
trashumantes
(Primera edición, 2004. Segunda edición, 2005).
En la fuente de Soto de Bureba (2004)
Corrales adosados en Castroceniza
Con Benito del Castillo (diciembre,
2006)
QUINTA ETAPA: LA TRADICIÓN ORAL
Todo lo anterior fue allanando el camino
para lo que vino después: la recogida sistemática de la cultura y tradición
oral de los pueblos burgaleses. En Los pueblos del silencio ya había tenido
ocasión de recolectar algunas costumbres y leyendas campesinas, por lo que,
cuando me propusieron trabajar en el rescate y recopilación de aquella cultura
que desaparecía, ya estaba preparado para iniciar semejante y apasionante
aventura.
Un día, alguien llegó de
Madrid y me calificó de folclorista, a pesar de que yo nunca me había tenido
como tal, ni tampoco ahora, pues prefiero la calificación de rescatador. Seguro
que le habían informado mal. Cuando estaba inmerso en la elaboración del libro Los
pueblos del silencio, un amigo periodista, César Javier Palacios, me
presentó a un amigo suyo, un tal José Manuel Pedrosa, quien, según se me
describió, era un prestigioso filólogo y uno de los grandes especialistas en
cultura sefardí. Pedrosa había llegado a Burgos para asistir en un pueblo
serrano, Vizcaínos, a la boda de un amigo común. De modo que hicimos el viaje
juntos. Allí nació, además de una extraordinaria relación de amistad, el
proyecto de recogida de la tradición oral en la provincia e Burgos. Recuerdo
que su erudición me dejó totalmente fascinado en aquel viaje. El mundo que me
abría, tan cercano a los trabajos que yo llevaba hechos, así como su capacidad
de persuasión, hicieron que me fuera imposible negarme a la proposición que me
hacía. Que fue así cómo, por culpa de aquella boda en Vizcaínos de la Sierra,
nos conjuramos los tres para empezar con el rescate. Corría el año 1992; han
pasado 10 años y el resultado no ha podido ser más fructífero: los tres
volúmenes de la Colección Tentenublo.
Colección Tentenublo. Obras de edición
propia:
Héroes, santos, moros y brujas.
(Leyendas épicas, históricas y mágicas de la tradición oral de Burgos) Poesía,
comparatismo y etnotextos. Burgos, 2001.
Cuentos burgaleses de tradición oral.
(Teoría, etnotextos y comparatismo). Burgos, 2002.
Creencias y supersticiones populares
de la provincia de Burgos. El cielo. La tierra. El fuego: Los animales. Burgos, 2007.
MÉTODO DE TRABAJO
Tantos años de contacto con los
habitantes de los pueblos, por los diversos temas investigados, de conocer su
idiosincrasia, de hablar con y como ellos, hicieron posible que terminara
creyéndome uno de ellos. Por eso casi nunca tuve dificultades a la hora de los
acercamientos y de las entrevistas. Hay quien admira en mí esa facilidad para
conectar con las gentes del medio rural, pero yo digo que eso, pese a mi
proverbial timidez, no es ningún mérito teniendo en cuenta lo apuntado.
Mi método de trabajo no
tiene nada de particular y siempre ha sido el mismo y con el mismo orden:
Elección de tema a
investigar.
Casi siempre algún tema provincial que me llamara la atención y que no hubiera
sido tocado por otros investigadores, o que yo creyera que era de urgencia
investigar porque se corría el peligro de que desaparecieran informantes
imprescindibles para el hilvanado de la historia.
Prospección
y trabajo de campo. Visita al lugar objeto de la investigación, toma
de contacto con los protagonistas de la historia elegida, si los hubiere, o de
otros informantes que pudieran ofrecer el más mínimo detalle sobre el tema.
Toma
de datos. En
los
primeros tiempos, en pequeñas libretas, método lento y que impedía una buena y
completa toma de datos; después, en grabadora de microcinta, con muchas más
posibilidades para una buena entrevista.
Toma de fotografías y
búsqueda de fotografías antiguas. La ilustración con fotografías de todos
mis trabajos ha sido siempre una constante. Muchos de los temas tratados se
refieren a actividades fenecidas pero cercanas en el tiempo, por lo que era
presumible que habrían de existir fotografías de época. Se trataba, en primer
lugar, de localizar esas fotografías entre los protagonistas, en el trabajo de
campo, y después en los archivos fotográficos de la capital. Puedo decir, a
este respecto, que casi siempre he tenido la máxima colaboración de ambas
partes. Si alguien amablemente me dejaba una fotografía era con la promesa por
mi parte de que la devolvía al poco tiempo, después de haber hecho una copia o de
haberla escaneado y pasada a mi ordenador. Y tengo que decir que siempre he
cumplido con las devoluciones.
Trascripción de los
datos obtenidos en el trabajo de campo. En los primerísimos
tiempos, a bolígrafo; durante bastantes años, mecanografiados con máquina de
escribir, y, finalmente, iniciado ya en la informática, pasados al ordenador.
La trascripción de las grabaciones obtenidas en cintas magnéticas ha sido una
de las labores más ingratas para mí, la más pesada y la que más tiempo me ha
ocupado. Y me parece oportuno señalar aquí, que aquella fatiga emocional que
conlleva escuchar varios relatos maravillosos en un día, de boca de los
entrevistados, indefectiblemente volvía a repetirse en el momento de la
trascripción.
Grabaciones.
En
más de una ocasión, utilizando la grabadora, perdí parte o la totalidad de lo
narrado por el informante, bien por un mal uso de la misma, bien por un
despiste, casi siempre por culpa de una tecla en mala posición, la de pause. Es una de las
experiencias más desagradables en mi trabajo de campo. Haber escuchado un
relato (un cuento, por ejemplo), con toda la atención y emoción del mundo,
creyendo que se estaba grabando correctamente, y comprobar que al final nada
había quedado grabado, es una de las situaciones con las que tuve que
enfrentarme en más de una ocasión. La solución: hacer repetir el relato al
informante, con el mal efecto que esto le puede causar, el enfado propio, y la
pérdida de la espontaneidad de la primera versión.
Una mala grabación, bien
porque en el momento de la misma soplaba con fuerza el viento, o porque en
algún momento se escuchaba el ruido de un tractor o de cualquier vehículo de
motor que pasaba, o por las voces entrecruzadas de varios informantes hablando
al mismo tiempo, me ha obligado, en más de una ocasión, a volver al lugar o al
pueblo de la entrevista para repetirla. Al final, terminas aprendiendo de los
errores, y por eso en cada salida te provees de todo lo necesario: de varias
cintas, de pilas de repuesto... Cuidas la elección de un sitio seguro para
hacer la grabación y bloqueas esa maldita tecla pause, que tantos
trastornos puede llegarte a causar.
Con Teodoro Conde,
extraordinario contador de cuentos y leyendas. (Urrez, 2005).
EDICIÓN DE LIBROS
Sopesar la edición de un libro es siempre
un asunto complejo, y más que complejo, delicado. Uno tiende a creer, dejándose
llevar por la pasión, que el tema elegido por uno mismo para publicar va a ser
todo un éxito. Pero a veces se acierta y otras no. En este sentido tengo que
decir que, si bien en mi caso las ediciones eran cortas, en no mucho tiempo
todas se fueron agotando, incluso segundas y terceras ediciones. Aunque, por
supuesto, la compensación económica siempre es ridícula después de la enorme
dedicación y capital empleados.
Hubo un primer tiempo en
el que algunas instituciones, después de mucha brega, llegaron a colaborar en
alguna edición. Pero estaba claro que llorar, implorar, esperar, no era lo mío.
Por eso decidí que, dada la rapidez con la que se sucedían mis trabajos, tendría
que ser yo el que afrontara el riesgo de publicarlos. Y es así como me vi
metido a editor con todas las bendiciones legales. ¡Editor de mis propios
libros! ¡Esa si es una verdadera aventura! Todo el mundo se sorprende de ello,
pero qué le voy a hacer, mi romanticismo me llevó a situaciones límite como
ésta.
Una de mis grandes
satisfacciones como editor ha sido la de ver cómo uno de mis libros, Burgos. Los pueblos
del silencio,
alcanzaba la nada desdeñable cantidad de seis ediciones, un éxito para una publicación
de carácter provincial.
PROCESO DE LA EDICIÓN
En lo que a mi caso se refiere, el
proceso de edición siempre es el mismo: recopilación de materiales, elaboración
de textos, entrega a la imprenta de los originales, incluidas las fotografías,
planos, documentos, etc., todo ello sin componer y dejado en manos de los
maquetadores de las imprentas, dada mi ignorancia en esas lides tan
especializadas de la informática. Bien es cierto, sin embargo, que siempre he
permanecido al pie de esa maquetación, dando todo tipo de indicaciones para que
el resultado final fuera de mi total agrado. Resulta ocioso decir que todo este
proceso es muy laborioso, con toma de decisiones muy importantes, ya que se
trata de elegir portadas y contraportadas, formatos, tipo y gramaje de papel,
tintas, tipos y cuerpos de letra, selección e intercalación de fotografías en
los lugares más convenientes, márgenes, etc. etc., y siempre con dudas, y
siempre con el riesgo de cometer alguna equivocación irreparable, pues los
duendes siempre corretean en el mundo de la edición. Una prueba, dos pruebas,
incluso tres pruebas, y todavía existe el riesgo de algún error por culpa de
esos duendecillos.
Respecto a la edición de
los tres volúmenes de la Colección Tentenublo, los únicos hechos en
colaboración con otros autores, debo decir que no hubieran podido llevarse
acabo sin Internet, ya que los estudios comparativos fueron elaborados en
Madrid por el profesor José Manuel Pedrosa, de tal modo, que los textos iban y
venían de Burgos a Madrid a la velocidad de la luz, y a la inversa, hasta
llegar al estado de publicables. Tres autores, y cada uno viviendo en una
ciudad distinta (Madrid, Fuerteventura y Burgos), parecería un obstáculo
insalvable para la confección de los libros. Y, sin embargo, la existencia de
Internet facilitó la labor, hasta el punto de que en muy breve tiempo los
libros pudieron llegar a las librerías.
TRABAJO Y EXPERIENCIAS DE CAMPO,
PERSONAS QUE ME CAUTIVARON
Cuarenta años de investigaciones darían
para llenar un libro en cuanto a experiencias y anecdotario se refiere. En
realidad, cada uno de los trabajos que tuve la suerte de emprender fueron para
mí una aventura, algo excepcional. Pero no parece este el lugar más adecuado
para enumerar o describir cada una de las experiencias y anécdotas que tuvieron
lugar en el transcurso de ellas. Baste con señalar alguna de las que más me han
impresionado y dejado huella.
Siete días bajo tierra
Una de mis grandes
experiencias es la de haber vivido bajo tierra, sin salida alguna al exterior,
durante siete días. Fue en la zona de Los Siete Lagos, del complejo cárstico de
Ojo Guareña en 1964. El silencio absoluto, la falta de amaneceres y de
atardeceres, con noche continua, la pérdida de la noción del tiempo, que te
lleva a dormir horas y horas, progresivamente y sin control, es algo que solo
muy pocas personas han tenido ocasión de experimentar. Yo la tuve, y no sólo
una vez, sino dos: la segunda en la expedición internacional que tuvo lugar en
el mismo complejo en 1971.
Siete días bajo tierra. Zona de los
Siete Lagos. Ojo Guareña, 1964
Con Aurelio Rubio, mi hermano mayor,
rescatando una tortuga fósil en
Arcos de la Llana, 1969.
Mi vida espeleológica me
dio otras muchas satisfacciones. Una de las mayores, a la que ya me he referido
con anterioridad, fue la de haber sido codescubridor de ciertas galerías,
inexploradas por el hombre moderno, con huellas humanas de pies descalzos de
15.000 años de antigüedad. Resulta curioso, por lo demás, que aquel hallazgo de
pisadas prehistóricas en una cueva de Burgos coincidiera en el tiempo (julio de
1969) con la huella impresa que acababa de dejar en la luna el astronauta Neil
Armstrong. La emoción de aquel descubrimiento, en su momento difícil de
describir, resulta ahora, transcurridos casi cuarenta años, una misión
imposible.
Pero si mis vivencias y
descubrimientos subterráneos fueron ya enriquecedores en grado sumo, más
enriquecedor, si cabe, ha sido (aún lo es) el hecho de haber conocido a tantas
y tantas personas mayores que me transmitieron, y me transmiten, con total
entrega y generosidad, sus conocimientos y sabiduría popular.
Durante una larga época,
la que dediqué a sacar a la luz la arqueología industrial y otras actividades
fenecidas y pronto olvidadas, tuve ocasión de contactar, incluso de hacer
amistad, con personas que fueron testigos, y activos, de una época que se había
ido sin hacer ningún ruido y sin que nadie lo percibiera. Y así, tuve la enorme
fortuna de conocer toda suerte de oficios y oficiales: a serenos de calle (“¡Las
11 y sereno!”), faroleros, maquinistas de locomotoras de vapor, ferrones de
principios del XX, buhoneros, trajineros, resineros, salineros, caleros,
canteros, chocolateros, fabricantes de boinas, de seda artificial, conductores
de diligencias... Una pléyade de hombres y mujeres que hicieron historia, pero
que no estaban en la historia, con los cuales tanta deuda he contraído. Y con
todos ellos, una aventura diferente.
Chuzo y llaves: los serenos, dueños de
la noche. Burgos, circa 1960
Viendo pasar la vida. Pinilla de los Barruecos,
circa 1985.
Acacio, soledad y nieve
Un día llegué a Linares
de Bricia, un pueblecito casi abandonado del norte de Burgos, en busca de
iglesias rupestres y eremitorios, y me encontré con Acacio Íñiguez, un hombre
que, después de haber trotado por el mundo, había encontrado su lugar en ese
recóndito pueblo y vivía, dedicado a la ganadería, sin más compañía que una
jauría de perros. En aquella ocasión, nos enseñó cuevas eremíticas medievales
colgadas en grandes riscos de arena, a las que él nunca jamás creyó que alguien
pudiera acceder. Nos conocimos, nos apreciamos mutuamente desde aquel día, y
nuestra amistad duró hasta su muerte en 2006. Extrovertido, fabulador,
imparable conversador, de lo divino y de lo humano, Acacio se convirtió pronto,
para mí y para mi familia, en un referente humano de gran trascendencia. Sus
numerosas llamadas telefónicas en la noche eran bálsamo para sus soledades, y
mis conversaciones con él al amor del fuego de la chimenea de su casa, fueron
un auténtico deleite para mí. Con él aprendí muchas cosas sobre las costumbres
de su pueblo y de su entorno, sobre los lobos que merodeaban no lejos de su
casa, y sobre sus días junto al naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, sobre
los maquis de la posguerra, activos por los montes de Bricia, sobre historias
reales o inventadas. Hablaba y no paraba de hablar, hasta que se quedaba
dormido inclinado hacia el fuego.
Cómo olvidar los días de
aislamiento que viví en su casa, incapacitado por la nieve para volver a Burgos
(marzo de 1993). Fueron seis días de soledades los que convivimos, sin más
compañía que el aullar del viento y de los perros, de incesante nevar, de la
luz que se iba, del crepitar del fuego (ver “Cautivos en la nieve”. Burgos
en el recuerdo II). Hasta siempre, Acacio, amigo. No sé si sabes que tu
pueblo ardió el año pasado; claro, tú ya no estabas para vigilar.
Con Acacio Iñiguez en Linares de
Bricia, 2004.
Aislamiento con Acacio en la nieve.
Con el carro de bueyes llevamos la
hierba a las vacas diseminadas por el monte (Linares de Bricia, marzo 1993).
En la aldea solitaria, capeamos como
podemos el temporal.
El pórtico de la iglesia, garaje
improvisado para seis días de aislamiento.
El ciego que sabía la jerga de los
canteros.
En esta relación de las
grandes satisfacciones que me dieron las personas que tuve la dicha de conocer
y entrevistar, no podía faltar la figura de Jesús Fernández, ciego y
nonagenario en el momento de la entrevista y último depositario de la jerga que
hablaron los canteros. Cómo olvidar su mirada vacía, a medida que iba
transmitiéndome su secreto mejor guardado: el lenguaje perdido que él mismo
utilizó para comunicarse con los de su oficio. Solos en el jardín, frente a
frente, tuve la impresión durante toda la entrevista de que me encontraba con
un francmasón de los siglos medievales. Gracias, tresmo (maestro)
Jesús, donde quiera que estés, por tu generosidad, por haberme dejado como
herencia tu lengua secreta, la mejor guardada.
Con Jesús Fernández, cantero de
Munilla. En Brizuela, 1998.
El Feo de Tordómar, pastor, poeta y
contador de cuentos.
Sobre el puente de
Tordómar, al pie de un miliario romano, tuve el enorme placer de entrevistar
por primera vez a Florencio Díez. Eso fue en junio de 1992. De forma
sorprendente, quiere llamarse a sí mismo El Feo (no porque sea más feo ni más
guapo que otros), y así es como se le conoce en su pueblo y en los de su
entorno. En aquella ocasión tuve la oportunidad de comprobar los vastos conocimientos
que sobre cultura tradicional poseía. Pero sobre todo, me impresionó su
portentosa facilidad para componer poesías, de cualquier tema: humano,
político, social... El Feo era (aún lo es, afortunadamente) un torrente de
palabras, lo mismo componía mientras cuidaba los rebaños que tras una operación
en el hospital; su cabeza bullía a presión en todo momento. Escribía y no
paraba de escribir: del lobo que se comió el cordero, de la enfermera que le
cuidó en el hospital o del periodista que le entrevistó... Y lo hacía sobre
papel de envolver, sobre márgenes de periódicos, sobre cartones, hojas
sucias... Todo lo escrito lo guardaba y guarda, y todo lo enseñaba, y enseña...
Tiene un vasto archivo de poesía en el arca onírica de sus capacidades.
Pasaron muchos años
desde aquella entrevista y de nuevo volví a Tordómar para reunirme con El Feo.
Esta vez para recabar de él cuentos tradicionales. Tenía yo el presentimiento
de que, siendo tan creador, había de ser por fuerza también un archivo general
y buen transmisor de cultura popular. Y no me equivocaba. Florencio Díez, El
Feo de Tordómar, es uno de los mejores contadores de cuentos tradicionales que
he conocido. Pero su forma de transmitirlos tiene, además, una particularidad,
y es que todos sus cuentos, según él, son sucedidos reales y no cuentos, aunque
estén en el catálogo general de cuentos tradicionales del mundo.
Florencio
Díez, en fin, es ya, más que un informante, un amigo. Mis entrevistas con él en
su refugio de poeta, en un picón sobre la chopera del río Arlanza, son
recuerdos que enriquecen mi talega de los afectos. Gracias, Florencio, por tu
sabiduría, por haberme dado tantos momentos de felicidad. Y lo acepto: tus
cuentos son vivencias reales, para nada ficción.
Con Florencio Díez en el puente de
Talamanca (Villahoz.
Verano de 2004).
Carmen Alonso. El pueblo que salía a
buscar el día
Asistí a su entierro en
Cantabrana en el año 2000. Tenía entonces cerca del siglo. Carmen Alonso era
una de esas abuelitas bondadosas y entrañables que uno hubiera querido tener
para sí, un personaje salido de uno de los cuentos maravillosos que ella misma
me contaba. Su prodigiosa memoria, su expresividad, su amenidad, pizca de
picardía y facilidad para la narración, me impresionaron en gran manera y me
hicieron ver en ella la imagen perdida de los viejos cuentacuentos de invierno
y chimenea. Sus larguísimos historias, que enlazaban argumentos de varios
cuentos a la vez, era una de sus principales características. Los cuentos de
Carmen eran una sucesión de hechos prodigiosos, cierto, pero sin duda, la
historia más maravillosa y divertida que le escuché, que jamás he escuchado,
fue la de los vecinos de un pueblo que salían con un carro de bueyes en busca
del día porque de lo contrario no amanecía; y la del pueblo que segaba la mies
con martillo y escoplo porque sus vecinos no sabían de la existencia de la hoz.
Millones de gracias, Carmen, por haberme descubierto ese mundo lleno de
fantasía que llevabas dentro y que resucitaste para todos.
Con Carmen Alonso, excepcional contadora de
cuentos. Cantabrana, 1998.
Peñahorada, mi pueblo de adopción y
una experiencia de 30 años
La atracción, ya
confesada, que siempre he sentido por los pueblos y hacia el mundo natural y la
vida campesina, hizo que en 1976 adquiriera una casa en un pueblo cercano a la
ciudad de Burgos. Desde entonces han pasado más de treinta años y he sido
testigo, junto con mi familia, de la despoblación y de la desaparición de la
cultura genuinamente campesina a través de mi pueblo de adopción. El éxodo
hacia la ciudad cercana y la mecanización del campo hicieron que el proceso de
despoblación fuera imparable en él. Llegué cuando había casi ochenta
habitantes, y ahora, de aquellos, sólo quedan seis. Pero durante todos los años
vividos en Peñahorada entrevisté a un buen número de personas, algunas ya
fallecidas, grabé todo lo grabable, fotografié todo lo fotografiable, todo lo
que de interés etnográfico y antropológico pude encontrar, e investigué en los
archivos. Bien podría decirse, entonces, que Peñahorada fue para mí un campo
experimental. Y no exagero al decir experimental, pues no en vano he tenido la
ocasión también de comprobar algunos de los portentos que acompañan a las
creencias y supersticiones de la cultura tradicional. Desde lo alto de un monte
de mi pueblo adoptivo pude corroborar, por ejemplo, que el sol sale dando
vueltas en la mañana de San Juan. He comprobado también que, hechas con rigor,
las cabañuelas de agosto son elementos certeros para predecir el tiempo
meteorológico que va a venir. E igualmente puedo dar fe de que cuando las
grullas regresan en bandadas hacia el norte es que el invierno ya ha pasado.
Otras prodigios comprobados podría contar, pero no sería este el sitio más
indicado.
Peñahorada, mi pueblo de adopción. 1984.
Lavadero de Peñahorada. Mis amigas
Gloria y Marcelina, circa 1985.
Trilla en la era. Peñahorada, 1963.
Los pueblos del silencio
No estaría completa esta
autobiografía etnográfica sin la inclusión de mis experiencias durante el
trabajo de campo en el libro Los pueblos del silencio. Esta es, sin
duda, mi mayor aventura. Haber visitado en solitario 64 pueblos vacíos, algunos
arruinados, otros todavía con muebles en las casas, señal de una reciente
huida, es una de las experiencias más tristes y conmovedoras que he tenido
ocasión de vivir. Iglesias abiertas convertidas en establos, arcos románicos
desmochados, arcas, armarios y alacenas revueltos por los cacos, papeles,
documentos y fotografías por el suelo, era un espectáculo al que, después de un
primer momento inicial de depresión, en el que hasta llegué a creer que no
podría seguir adelante con el proyecto, pude acostumbrarme, podría decirse que
hasta hice callo, si se me permite la expresión.
Bien
es cierto, sin embargo, que este trabajo tuvo una segunda parte menos triste y
positiva, diría que más alegre, que fue la de encontrarme con muchos de los
habitantes que ocuparon los pueblos abandonados. Tuve y tengo, en este sentido,
la agradable impresión de que parecía que todos habían estado esperando la
visita de alguien que recuperara la memoria del pueblo de sus amores. Lo
llevaban tan dentro de sí que noté en todos un cierto sentimiento de
culpabilidad por haber tenido que dejar el tesoro que más querían, el lugar y
la tierra que les vio nacer y que cobijaba a sus seres más queridos. Al menos
alguien, creyeron, se iba a ocupar de rescatar su memoria herida. A algunos los
encontré en pueblos cercanos al suyo, a otros en la capital; los hubo también a
quien tuve que buscarlos en provincias limítrofes. Todos fueron piezas vitales
para recomponer la historia más reciente de los pueblos. Con su narración, con
sus descoloridas fotografías, todos dieron calor humano al libro de la
despoblación de Burgos. Muchas, muchísimas gracias, supervivientes del
holocausto de la despoblación.
En las ruinas de La Lastra (Linares de
Bricia, 2005).
Un ramo de flores en el páramo
En octubre de 1992 fui
testigo de un hecho verdaderamente conmovedor. Tuvo lugar en Villalta, un
pueblo vacío desde 1967 y arruinado casi en su totalidad. Su cementerio estaba
derrumbado, apenas algún muñón de las paredes del cuadrilátero de piedra
quedaban en pie. Los hierbajos, las piedras caídas, ninguna lápida, ninguna
cruz, todo indicaba que, desde hacía mucho tiempo, nadie cuidaba ya de este
diminuto camposanto. En mi visita a aquella desolación se me ocurrió comprobar
si a cementerios de pueblos abandonados y arruinados acudía alguien en el día
de Todos los Santos a poner flores a sus deudos enterrados.
Día de Todos los Santos, noviembre de 1992. He vuelto a
Villalta. Son las diez de la mañana. Una espesa niebla envuelve de gris las
fantasmagóricas ruinas del pueblo, también al páramo de Masa. El frío es
intensísimo. Espero dentro del coche la llegada de algún hipotético vecino que
se acerque al pueblo para rendir homenaje a sus difuntos. Pasa una hora, la
niebla continúa, todo es silencio, escombros y soledad. Pasan dos horas. No es
posible, ¿quién va a acercarse al derrumbado Villalta con este día? Espero un
poco más, una hora más. Y cuando me dispongo a escapar de aquella pesadumbre,
oigo el ruido de un motor. Un coche para cerca del mío. Bajan una mujer anciana
y un hombre joven, este último abre el capó y saca un ramo de flores, a
continuación los dos se dirigen hacia el cementerio, sortean la maleza, tratan
de evitar las piedras caídas. La anciana, ante la mirada atenta del hombre
joven, que queda algo apartado, se inclina y deposita el ramo sobre lo poco que
queda de un muro de piedra. Oran y recuerdan en silencio. Después, se van.
El camposanto abandonado de Villalta.
Los hermanos ciegos en el pueblo
abandonado
Otro de los hechos que
más me han impresionado, de todos los que me tocaron conocer durante el trabajo
de campo de Los pueblos del silencio, es el de dos hermanos
ciegos, un hombre y una mujer, que vivieron sin más compañía que la de su
soledad durante veinte años en un pueblecito de la provincia de Burgos, del
partido judicial de Briviesca. Veinte años viviendo solos, porque el resto de
los vecinos ya se habían ido, sin otra luz ni color que la negrura de sus ojos,
me parece algo extraordinario y admirable, por mucho que recibieran la visita
frecuente de familiares que les llevaban provisiones y otros efectos. Siempre
me he preguntado, aún me lo pregunto, cómo lograron hacerlo; cómo iban a la
fuente lejana a por agua, a caminar por las calles, sin lazarillos, ni guía
alguno. Estoy seguro de que en el universo de los ciegos se conocerán historias
que para los videntes pueden resultar insólitas y llenas de heroísmo y
dramatismo, pero, ¿se conocerá en este mundo una historia semejante? Esa es mi
pregunta. En todo caso, aquí queda este testimonio de lo que a mí me conmovió,
un día del año 2000, y que aún me sigue conmoviendo.
Restos del naufragio.
Los vecinos se van, las casas se
hunden...
El cementerio de los protestantes, una
historia de intolerancia
Años 40 del pasado siglo
XX. Omito el nombre de la aldea por el deseo expreso de quienes me describieron
el drama.
Cuando nadie en cierta
aldea burgalesa se lo esperaba, ya que no era momento de misas, ni de rosarios,
ni de ningún otro oficio religioso, el sacristán tocó las campanas para que
todos los vecinos acudieran a la iglesia. ¿Todos? No. Todos menos la familia de
protestantes que aquel día tenían que enterrar a uno de los suyos. El diligente
cura del pueblo, que veía el protestantismo en su aldea como un horrendo
pecado, totalmente intolerable en una España de religión única e incontestable,
intentaba de aquella manera, convocando a los vecinos al toque de campana, que
nadie acompañara al muerto en su despedida. Suicidas, niños (“moritos” o
“judíos”) que no habían recibido el bautismo, podían ser enterrados en o cerca
del cementerio del pueblo, aunque fuera en un terrenillo aparte, pero aquellos
protestantes no, aquellos leprosos de la religión no podían compartir el
camposanto ni de cerca; habían de ser alejados cuanto más mejor, no fuera a
ocurrir que los gusanos enfermos contaminasen el gusanar. Y así, mientras los
vecinos del pueblo estaban reunidos en la iglesia en aquella fría mañana de
diciembre de 1949, un carro de bueyes, llevando un féretro hecho con pobres
tablas de roble, seguido de una comitiva familiar de seis personas, niños
incluidos, avanzaba lenta, trabajosamente por la nieve, rumbo a su particular
necrópolis, aquella que les obligaron a construir a tres kilómetros del pueblo,
en pleno monte, en una inhóspita paramera, donde nadie la pudiera ver. Se daba
la circunstancia, pues, de que al mismo tiempo que en la iglesia el cura
trataba de convencer a los fieles vecinos de lo pecaminoso y peligroso que
podía resultar salirse del rebaño, la familia de protestantes cavaba el hoyo
definitivo en su humildísimo cementerio, en el tosco cuadrilátero de piedras
que ellos mismo construyeron en aquel infame pedregal, por imperativo de la
intolerancia.
Cementerio de protestantes en el
pedregal.
Pasiegos de Burgos, mesa y mantel en
una cabaña pasiega
Dos años de trabajo de
campo para investigar sobre la vida de los pasiegos burgaleses dan de sí para
muchas anécdotas y experiencias personales. Y en verdad que las tuve, y la
mayoría agradables. Pero si tuviera que elegir una entre todas, esta sería, sin
ninguna duda, haber tenido el privilegio de compartir mesa y mantel con una
familia pasiega en su cabaña vividora. Fue el día de la fiesta patronal de los
pasiegos de Burgos, Nuestra Señora de las Nieves de 1996. Fue el día y la
ocasión en la que, después de meses de entrevistas, sentí que los pasiegos de
Burgos me habían aceptado como investigador de su singular y durísima vida. Y
no es algo baladí, si se tiene en cuenta lo celosos que son estos ganaderos de
las montañas de Burgos a la hora de descubrir a extraños sus formas de vivir,
su cultura. Por eso me siento un auténtico privilegiado. Muchas gracias,
queridos amigos de Cuatro Ríos Pasiegos.
Cabaña vividora pasiega en Salcedillo
(Cuatro Ríos Pasiegos)
Vuelvo,
antes de terminar, a la descripción más objetiva, más circunstanciada, de mi
vida como etnógrafo.
No
creo en maestros absolutos, sino en una dilatada vida de lectura, de trabajo,
de investigación y de curiosidad e interés por las cosas, y de haber vivido
muchos y diferentes momentos enriquecedores. Aunque sí es verdad que, en cada
época de mi vida como investigador, ha habido personas que me han influido de
manera significativa, algunos ya he citado anteriormente. En mi etapa como
rescatador de la cultura popular ha sido, sin ningún género de dudas, el
profesor José Manuel Pedrosa, sabio y admirado maestro, además de gran amigo.
Desde el primer momento estuve de acuerdo con sus planteamientos, tanto en lo
que se refiere a la sistematización del trabajo de campo como a la edición o
reproducción literal de las grabaciones y a la forma de enfocar las
publicaciones.
¿De
qué me considero más cerca? ¿Del folclore, de la etnografía, de la etnología,
de la antropología, de los estudios literarios, de la historia cultural, de la
historia de las mentalidades? Pues me resulta muy difícil separar estas
disciplinas una de otra. Creo que en todas ellas existe el nexo común de lo
tradicional, que es en lo que yo he trabajado. Aunque bien es cierto que, en
estos géneros, mi corazón y mi ánimo han estado más cerca de la etnografía.
Mis
trabajos han estado enfocados hacia el estudio de la cultura tradicional
patrimonial del pasado, y también hacia la del presente vivo. Si lo asociamos
al presente vivo, entonces se me ocurre plantear que siempre he considerado la
cultura tradicional un patrimonio tan importante como el edificado. Soy de la
idea de que un cuento, un romance, o una leyenda, que han pervivido durante
siglos y hasta nuestros días, transmitiéndose ininterrumpidamente en boca de
los habitantes de nuestros pueblos, de generación en generación, han de tener
la misma importancia que una catedral, un castillo, una ermita románica o un
retablo gótico, por citar solo algunos ejemplos materiales.
La
fotografía ha sido siempre una parte importantísima, fundamental, de mi vida, y
por supuesto en mis quehaceres en el trabajo de campo. Una fotografía ilustra
mejor un aspecto etnográfico que una cuartilla escrita (que no es descabellado
aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”). Una fotografía con más
de cincuenta años de antigüedad es para mí un documento de extraordinario valor
y me produce sensaciones de regusto difíciles de describir. Las personas nos
transformamos, el paisaje también, incluso si se le deja actuar por sí mismo, y
los valores etnográficos cambian también. Por eso las fotografías, la imagen en
general, es parte fundamental en cualquier estudio etnográfico.
Aunque
ya no sabría trabajar sin Internet, tengo que decir que prefiero lo publicado
en papel. Pienso que la pantalla del ordenador, como elemento de consulta,
ocupa ya una parte temporal muy importante de nuestra vida cotidiana, y que
añadir a ello la lectura en la red de un libro completo o de artículos muy
extensos es una sobrecarga visual cuyas consecuencias puede que no sean
beneficiosas. Sin dejar de servirme del gran recurso que suponen estos avances,
creo que nos estamos sobrecargando de pantalla.
Sobre
las corrientes migratorias y el mestizaje, opino que han existido siempre, y
que los efectos sobre las culturas de los pueblos, emisores y receptores, han
sido enriquecedores. Pero pienso también que hoy día, más que las personas, son
los avances tecnológicos los que hacen cambiar de manera más rápida las
sociedades. La cultura tradicional de los pueblos, concebida como ahora todavía
la concebimos, en contacto continuo con las grandes urbes, tenderá por fuerza a
diluirse, o a desaparecer, y en su lugar surgirán (ya deben estar surgiendo)
nuevas formas de vida y de expresión.
Observo
que los estudios sobre folclore y cultura popular en general, de un tiempo a
esta parte, están viviendo momentos de gran apogeo. Lo que no es de extrañar,
ya que todo el mundo parece haberse dado cuenta de que vivimos los momentos
agónicos de una forma de vivir y de entender la vida que ya no tiene sitio en
las sociedades actuales. Parecería una acción de rebeldía ante lo que se nos
escapa, ante aquello que nos asegura dejar de ser nosotros mismos y lo que
fuimos. Por supuesto, advierto también que el progreso en la evolución de los
estudios de las tradiciones y folclore ha sido más que notable en los últimos
veinte, treinta años. Ahora los estudios, por lo general, son de mayor rigor.
Sobre
cómo serán nuestros estudios en el futuro, bien podría decir aquí aquello de
“que nos dejen vivir el presente, porque el futuro no es necesario”. Los
estudios de los demás no sé cómo serán, pero en lo que a mí respecta, se
acabarán cuando los pueblos hayan quedado desiertos y el último viejecito que
sabía de tradiciones haya muerto. Y para eso no falta mucho.
A
los jóvenes les recomiendo que no desdeñen el trabajo hecho por sus
antecesores, que nunca crean que están descubriendo el mundo, que todo lo que
se dispongan a hacer lo lleven a cabo con pasión, y sobre todo, con humildad.