Rubio Marcos, Elías. “Una autobiografía etnográfica. Vida, aventuras y obra de un historiador de la cultura tradicional burgalesa”. Culturas Populares. Revista Electrónica 6 (enero-junio 2008).

http://www.culturaspopulares.org/textos6/articulos/rubio.htm

 

ISSN: 1886-5623

 

 

 

Una autobiografía etnográfica. Vida, aventuras y obra de un historiador de la cultura tradicional burgalesa

 

Elías Rubio Marcos

 

Resumen

Descripción de la vida y la obra, por él mismo, del etnógrafo de Burgos Elías Rubio Marcos. Reflexión sobre sus objetivos, sus ideas, sus métodos, los frutos de su trabajo, sus publicaciones.

Palabras clave: Elías Rubio Marcos. Burgos. Etnografía. Trabajo de campo. Fotografía etnográfica.

 

Abstract

Life and works, narrated by himself, of Elías Rubio Marcos, ethnographer of the province of Burgos (Spain). Reflexions about his aims, ideas, methods, results of his work, publications.

Keywords: Elías Rubio Marcos. Burgos. Ethnography. Fieldwork. Ethnographical photography.

 

 

N

ací el 27 de marzo de 1944, en Villaespasa, un pueblecito del Alfoz de Lara, de la provincia de Burgos, en cuyo entorno, de grandes resonancias históricas, se encuentran también diversos yacimientos arqueológicos, entre ellos una ciudad romana enterrada, varios dólmenes y el castillo de Fernán González que luego fue casa de los señores de Lara.

Apenas tenía dos años cuando del pueblo me trajeron a la capital, por lo que me considero hombre de ciudad. Pero de una ciudad cuya vida, en los tiempos de mi niñez y adolescencia, y en el barrio donde me crié, arrimado al campo, se parecía mucho a un entorno rural. Baste señalar que junto a la calle en la que vivía había otra que se llamaba Barriada de los Labradores.

Mi padre murió siendo yo muy niño, y poco o nada oral heredé de él, aunque sí muchos libros, pues fue un intelectual de su tiempo (fue directivo de un Ateneo catalán y escribió muchos artículos en este idioma). Y a mis abuelos no les llegué a conocer. Fue únicamente mi madre la que me transmitió alguna enseñanza sobre la cultura popular de su pueblo.

De niño, no tuve demasiado contacto o vínculo con el mundo rural propiamente dicho, aunque sí con la de un Burgos que, en los años de mi infancia (1944-1956), tenía en algunos barrios bastantes similitudes con la vida de los pueblos. Había actividades que hoy nos parecerían totalmente rurales, como el circular de los carros por las calles, en lugar de coches, las procesiones, los bailes callejeros, el engalanamiento de animales en la festividad de San Isidro, etc., etc.

Recuerdo bien a los ciegos que cantaban coplas en torno a los mercados, a los adivinadores, a los charlatanes...

Recuerdo algunos juegos de mi infancia, como El Bote, El Guincho, La Tala, El Guá, Punzón, tijerillas, ojo buey, A la una saltaba la mula, Tres navío en el mar, por citar solo algunos. La mayoría los cultivábamos en la calle. Recuerdo también algunas costumbres urbanas de los años cincuenta y algún pequeño ejemplo de literatura oral que me enseñó mi madre: algún trabalenguas, algunas costumbres de la vida de su pueblo. Aunque bien es cierto que le hice muy poco caso, algo que ahora lamento profundamente. Lo poco que recuerdo es porque me lo repitió una y mil veces.

 

Trabalenguas (homenaje a mi madre)

 

            Compañero, compra poca capa parda,

            que el que poca capa parda compra,

            poca capa parda paga.

            Yo que poca capa parda compré,

            poca capa parda pagué.

 

Mi interés por el folclore se desarrolló a través de un proceso muy lento. No lo podría explicar sin tener en cuenta mi pasión innata por la naturaleza y por la aventura, seguramente influido por las lecturas de mi niñez y adolescencia. Novelas de Víctor Hugo, abundantes en mi casa gracias a mi padre, gran seguidor del escritor galo; todas las novelas de Tarzán, que mi progenitor coleccionó del periódico catalán La Vanguardia; las de Julio Verne, así como relatos de los conquistadores españoles en América (que leí en la Biblioteca Pública del Paseo del Espolón) o las  distintas colecciones de cómics de los años cincuenta, que adoré, fueron mis lecturas preferidas en mi niñez y adolescencia, y seguramente las que habrían forjado mi afición por la Historia y mi carácter soñador.  

 


PRIMERA ETAPA: ESPELEOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA

 

A todo ello vendrían a sumarse mis aventuras e investigaciones espeleológicas. Desde los diecisiete, y durante una quincena de años (1963-1978), pertenecí al Grupo Espeleológico Edelweiss, dependiente de la Diputación Provincial de Burgos. Este es uno que, al contrario de otros grupos espeleológicos, que solo buscaban, o buscan, el placer de la aventura por la aventura, se dedicaba en aquellos tiempos, con rigor, al estudio de las grutas en todos sus aspectos: topográfico, arqueológico, geomorfológico, biológico, etc., etc. No podía ser de otra forma, ya que al Edelweiss le cupo en suerte la gran tarea de explorar e investigar el complejo cárstico de Ojo Guareña, que con sus actuales 120 kilómetros de desarrollo, es el más extenso de España y uno de los mayores del mundo.

De igual modo, mi paso por otro grupo de espeleología en el País Vasco (Eibar, 1963-1968), en el que tuve la gran suerte de compartir exploraciones con algunos etnógrafos y naturalistas vascos (Leizaola, Tellería, admiradores y seguidores del padre Barandiarán) que practicaban también la espeleología, fue determinante para mis posteriores dedicaciones.

Recorrer primero la geografía del País Vasco y después la de Burgos, de exploración en exploración, fue mi bautismo como entrevistador de lugareños, ya que era preciso el contacto y el interrogatorio para la localización de las cuevas y simas.

            Dentro del mencionado Grupo Edelweiss, en la década de los setenta, había una sección dedicada a la arqueología. Una sección que capitaneaba el arqueólogo burgalés, ya fallecido, José Luis Uribarri, de quien recibí grandes enseñanzas en aquella materia, y a quien, en cierta medida, debo también mis capacidades de imaginar y de soñar, si es que esto último no fuera genético en mí. Durante algunos años la arqueología fue otra de mis pasiones. Y el hecho de haber sido descubridor o codescubridor de importantísimos yacimientos, como pinturas, grabados rupestres y huellas de pies descalzos prehistóricas, me marcó para siempre, y fue un enorme acicate para que ya no abandonara nunca mis investigaciones en el medio natural y rural.

De mi época espeleológica dejé memoria escrita en artículos de prensa y en mi primer libro:

 

30 Años de exploraciones (1951-1980). Memoria del Grupo Edelweiss (Excma. Diputación Provincial de Burgos, 1980)

 

 

Mi primera exploración. Covanegra (Hontoria del Pinar), 1962

 

 

Navegando en Cueva Racino. Villamartín de Sotoscueva (1970)

 

 

SEGUNDA ETAPA: LOS EREMITORIOS Y LAS IGLESIAS RUPESTRES

 

Tras la actividad espeleológica, vinieron los trabajos en superficie. Durante la actividad de campo, en busca de cuevas naturales, habían salido a mi encuentro otro tipo de cuevas que despertaron grandemente mi curiosidad: las artificiales o excavadas por el hombre. Investigué, levanté planos, me documenté sobre ellas y sobre los monasterios y la historia de los primeros cristianos Y fue así como, también en 1980, publiqué mi primer trabajo sobre iglesias rupestres y eremitorios alto-medievales de Burgos. Fue un nuevo proceso exploratorio, tuve que recorrer de nuevo los mismos o parecidos caminos. Los nombres de aquellas cuevas eran de por sí sugerentes: Cueva de la Vieja, Cueva de las Monjas, Cueva de San Pedro, Cueva de los Moros, etc. Vislumbré que detrás de aquellas denominaciones se encontraba una historia, una leyenda, y quise saber el por qué de las mismas. Y si ya en la toponimia de las cuevas naturales pude reconocer cosas y hechos portentosos, fue con los eremitorios cuando me inicié en el universo de las tradiciones.

De esta época dejé huella impresa en distintos artículos de prensa, así como en los libros

 

Eremitas en el norte de Burgos (KAITE 2. Estudios de espeleología burgalesa. Caja de Ahorros Municipal de Burgos. Burgos, 1981).

 

Monjes y eremitas. Santuarios de roca del sureste de Burgos (Temas Burgaleses nº 1 Excma. Diputación Provincial de Burgos, 1986).

 

 

En la cueva de San Pedro, iglesia rupestre del valle de Manzanedo (2003)

 

 

TERCERA ETAPA: EL ALBUM DE CASTILLA Y LEÓN, AMOR POR LA REGIÓN

 

En 1985 se me propuso realizar un trabajo divulgativo sobre el paisaje y el arte de la región castellano-leonesa, en forma de álbum de cromos para escolares, patrocinado por la Junta de Castilla y León. Fue un reto al que me resistí durante un tiempo, pues no me creía capacitado para llevarlo a cabo, dada su complejidad. Al final, con una osadía sin límites, sucumbí, lo cual siempre he agradecido, pues me abrió las puertas de un mundo desconocido y maravilloso. Repasé la Historia, estudié todo el arte de Castilla y León, desde la época romana hasta el neoclasicismo, pasando por los visigodos, los árabes, el románico, el gótico, el barroco.... Construí un guión, viajé junto con mi hermano fotógrafo por toda la región recorriendo miles de kilómetros, durante dos años; dormí en viejas posadas, en palacios renacentistas, al pie de castillos y ermitas, en el hotel de las estrellas; conocí casas fuertes, descubrí abadías y monasterios perdidos, en pie y arruinados, sentí el escalofrío del batir de espadas en llanuras sin fin, del románico más sombrío; me maravillé con la luminosidad de las bóvedas estrelladas y cimborrios...; me enamoré del paisaje y de los cielos castellanos, de los terrones de sangre del camino de Santiago, de sus pueblos amurallados en oteros. Sudé tinta para hilvanar, resumir en tres líneas de texto lo que en justicia debían haber sido gruesos tratados de historia y de arte.

Aquellos trescientos pequeños textos del álbum, al pie de bellísimas fotografías, sirvieron para que naciera un amor: el que ya desde entonces profeso por Castilla y León.

 

Album. Historia y arte. Arquitectura popular. Pueblos y paisajes de Castilla y León (Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura y Bienestar Social. Santiago García, Editor. León, 1990).

 

  

 

Trabajando en el álbum de Castilla y León aprendí a amar la región

 

 

CUARTA ETAPA: EL PERIODISMO, LA ARQUEOLOGÍA INDUSTRIAL, LA ETNOGRAFÍA

 

En 1989 comencé mi colaboración con el extinto Diario 16 Burgos, que habría de convertirse en portavoz de todas mis inquietudes investigadoras y literarias durante casi diez años, como lo fue después el periódico Burgos 7 Días, aunque en menor grado y tiempo. A directores como José Luis Estrada, Pachi Larrosa o Rubén de la Fuente, que siempre me animaron y acogieron con entusiasmo mis reportajes, debo una gran parte de todo el trabajo hecho en esta etapa.

            En Diario 16 Burgos escribí sobre temas nunca tocados en Burgos, abrí nuevos campos de investigación. Uno de ellos, el de la arqueología industrial, otra de mis grandes pasiones. La historia de los balnearios y de los cines desaparecidos, de las diligencias, de los salineros, del alumbrado, de las ferrerías, de los trenes de vapor, de los caleros, de los resineros... y de otras muchas actividades fenecidas, vieron la luz, algunas en forma de serial, en las páginas de Diario 16 Burgos. Sin pretenderlo, la etnografía se había abierto ya paso en mi vida. Un nuevo repaso a la geografía provincial, y las entrevistas con los testigos, ancianos en su mayoría, para lograr hilvanar las historias, eran ya parte indispensable de mi quehacer.

            Del trabajo hecho en esta etapa nacieron dos libros con un mismo título, los Burgos en el recuerdo I y II. Los dos tomos son sendas compilaciones de los artículos publicados en dichos medios.

            Fue en aquel momento cuando me inicié en el mundo editorial, cuando me embarqué en una aventura de gran riesgo: la publicación de mis propios libros. Una aventura que habría de tener continuidad con la edición de nuevas publicaciones. A los Burgos en el recuerdo siguieron la historia del cine y de las salas cinematográficas desaparecidas en la capital burgalesa (La Linterna Mágica); algo más tarde, otro sobre las fuentes de la provincia de Burgos (Arquitectura del agua); a continuación otro sobre la despoblación de la provincia en la segunda mitad del siglo XX (Los pueblos del silencio), y finalmente otro sobre la cultura de los pasiegos de Burgos (Pasiegos de Burgos. Los últimos trashumantes).

            Me interesaban las historias cercanas, sacar del olvido, pese a su cercanía temporal, actividades fenecidas o a punto de fenecer. Me interesaba también involucrar, integrar en mis historias a personas que las vivieron, pues su memoria y sus relatos podían dar una visión humana de la misma, algo para mí totalmente imprescindible e irrenunciable. De ese modo, en todos mis trabajos, hay una parte contada y otra parte de archivo. Compaginar la memoria oral y los datos documentales de archivo ha sido siempre mi forma de actuar.

Para entonces, en esta etapa de arqueología industrial y etnografía, mi caminar por los pueblos de Burgos era como una droga, algo sin lo que ya no podía vivir. Sentía que la vida en los pueblos estaba muriendo, que se estaba escapando, a pasos de gigante, una forma de vivir, una cultura campesina de siglos, basada en la supervivencia, que ya no habría de volver. Y yo era testigo de ello y quería hacer de fedatario del drama, y me debatía entre tomar partido por la modernidad o por lo que estaba muriendo: sentía la obligación de rescatar algo de aquel naufragio. Aún hoy, cuando ya todo está perdido, siento que pertenezco más a aquella cultura campesina que conocí, y que quise, que a las tecnologías sin cuento en las que navegamos ahora, con una marcha a mi modo de ver desbocada.

 


Obras publicadas de edición propia:

 

Burgos en el Recuerdo I (Primera edición: Burgos, 1992. Segunda edición: Burgos, 1999).

 

Arquitectura del agua. Fuentes de la provincia de Burgos (Burgos, 1994).

 

La linterna mágica. Un siglo de cinematógrafo en Burgos (Burgos, 1995).

 

Burgos en el recuerdo II (Primera edición: Burgos, 1998. Segunda edición: Burgos, 1999).

 

Burgos. Los pueblos del silencio (Primera edición: Burgos, 2000. Sexta edición: Burgos, 2007).

 

Pasiegos de Burgos. Los últimos trashumantes (Primera edición, 2004. Segunda edición, 2005).

 

 

 

En la fuente de Soto de Bureba (2004)

 

 

 

Corrales adosados en Castroceniza

Con Benito del Castillo (diciembre, 2006)

 

 

QUINTA ETAPA: LA TRADICIÓN ORAL

 

Todo lo anterior fue allanando el camino para lo que vino después: la recogida sistemática de la cultura y tradición oral de los pueblos burgaleses. En Los pueblos del silencio ya había tenido ocasión de recolectar algunas costumbres y leyendas campesinas, por lo que, cuando me propusieron trabajar en el rescate y recopilación de aquella cultura que desaparecía, ya estaba preparado para iniciar semejante y apasionante aventura.

Un día, alguien llegó de Madrid y me calificó de folclorista, a pesar de que yo nunca me había tenido como tal, ni tampoco ahora, pues prefiero la calificación de rescatador. Seguro que le habían informado mal. Cuando estaba inmerso en la elaboración del libro Los pueblos del silencio, un amigo periodista, César Javier Palacios, me presentó a un amigo suyo, un tal José Manuel Pedrosa, quien, según se me describió, era un prestigioso filólogo y uno de los grandes especialistas en cultura sefardí. Pedrosa había llegado a Burgos para asistir en un pueblo serrano, Vizcaínos, a la boda de un amigo común. De modo que hicimos el viaje juntos. Allí nació, además de una extraordinaria relación de amistad, el proyecto de recogida de la tradición oral en la provincia e Burgos. Recuerdo que su erudición me dejó totalmente fascinado en aquel viaje. El mundo que me abría, tan cercano a los trabajos que yo llevaba hechos, así como su capacidad de persuasión, hicieron que me fuera imposible negarme a la proposición que me hacía. Que fue así cómo, por culpa de aquella boda en Vizcaínos de la Sierra, nos conjuramos los tres para empezar con el rescate. Corría el año 1992; han pasado 10 años y el resultado no ha podido ser más fructífero: los tres volúmenes de la Colección Tentenublo.

 

Colección Tentenublo. Obras de edición propia:

 

Héroes, santos, moros y brujas. (Leyendas épicas, históricas y mágicas de la tradición oral de Burgos) Poesía, comparatismo y etnotextos. Burgos, 2001.

 

Cuentos burgaleses de tradición oral. (Teoría, etnotextos y comparatismo). Burgos, 2002.

 

Creencias y supersticiones populares de la provincia de Burgos. El cielo. La tierra. El fuego: Los animales. Burgos, 2007.

 

 

MÉTODO DE TRABAJO

 

Tantos años de contacto con los habitantes de los pueblos, por los diversos temas investigados, de conocer su idiosincrasia, de hablar con y como ellos, hicieron posible que terminara creyéndome uno de ellos. Por eso casi nunca tuve dificultades a la hora de los acercamientos y de las entrevistas. Hay quien admira en mí esa facilidad para conectar con las gentes del medio rural, pero yo digo que eso, pese a mi proverbial timidez, no es ningún mérito teniendo en cuenta lo apuntado.

Mi método de trabajo no tiene nada de particular y siempre ha sido el mismo y con el mismo orden:

Elección de tema a investigar. Casi siempre algún tema provincial que me llamara la atención y que no hubiera sido tocado por otros investigadores, o que yo creyera que era de urgencia investigar porque se corría el peligro de que desaparecieran informantes imprescindibles para el hilvanado de la historia.

            Prospección y trabajo de campo. Visita al lugar objeto de la investigación, toma de contacto con los protagonistas de la historia elegida, si los hubiere, o de otros informantes que pudieran ofrecer el más mínimo detalle sobre el tema.

            Toma de datos. En los primeros tiempos, en pequeñas libretas, método lento y que impedía una buena y completa toma de datos; después, en grabadora de microcinta, con muchas más posibilidades para una buena entrevista.

Toma de fotografías y búsqueda de fotografías antiguas. La ilustración con fotografías de todos mis trabajos ha sido siempre una constante. Muchos de los temas tratados se refieren a actividades fenecidas pero cercanas en el tiempo, por lo que era presumible que habrían de existir fotografías de época. Se trataba, en primer lugar, de localizar esas fotografías entre los protagonistas, en el trabajo de campo, y después en los archivos fotográficos de la capital. Puedo decir, a este respecto, que casi siempre he tenido la máxima colaboración de ambas partes. Si alguien amablemente me dejaba una fotografía era con la promesa por mi parte de que la devolvía al poco tiempo, después de haber hecho una copia o de haberla escaneado y pasada a mi ordenador. Y tengo que decir que siempre he cumplido con las devoluciones.

Trascripción de los datos obtenidos en el trabajo de campo. En los primerísimos tiempos, a bolígrafo; durante bastantes años, mecanografiados con máquina de escribir, y, finalmente, iniciado ya en la informática, pasados al ordenador. La trascripción de las grabaciones obtenidas en cintas magnéticas ha sido una de las labores más ingratas para mí, la más pesada y la que más tiempo me ha ocupado. Y me parece oportuno señalar aquí, que aquella fatiga emocional que conlleva escuchar varios relatos maravillosos en un día, de boca de los entrevistados, indefectiblemente volvía a repetirse en el momento de la trascripción.

            Grabaciones. En más de una ocasión, utilizando la grabadora, perdí parte o la totalidad de lo narrado por el informante, bien por un mal uso de la misma, bien por un despiste, casi siempre por culpa de una tecla en mala posición, la de pause. Es una de las experiencias más desagradables en mi trabajo de campo. Haber escuchado un relato (un cuento, por ejemplo), con toda la atención y emoción del mundo, creyendo que se estaba grabando correctamente, y comprobar que al final nada había quedado grabado, es una de las situaciones con las que tuve que enfrentarme en más de una ocasión. La solución: hacer repetir el relato al informante, con el mal efecto que esto le puede causar, el enfado propio, y la pérdida de la espontaneidad de la primera versión.

Una mala grabación, bien porque en el momento de la misma soplaba con fuerza el viento, o porque en algún momento se escuchaba el ruido de un tractor o de cualquier vehículo de motor que pasaba, o por las voces entrecruzadas de varios informantes hablando al mismo tiempo, me ha obligado, en más de una ocasión, a volver al lugar o al pueblo de la entrevista para repetirla. Al final, terminas aprendiendo de los errores, y por eso en cada salida te provees de todo lo necesario: de varias cintas, de pilas de repuesto... Cuidas la elección de un sitio seguro para hacer la grabación y bloqueas esa maldita tecla pause, que tantos trastornos puede llegarte a causar.

 

 

 

Con Teodoro Conde, extraordinario contador de cuentos y leyendas. (Urrez, 2005).

 

 

EDICIÓN DE LIBROS

 

Sopesar la edición de un libro es siempre un asunto complejo, y más que complejo, delicado. Uno tiende a creer, dejándose llevar por la pasión, que el tema elegido por uno mismo para publicar va a ser todo un éxito. Pero a veces se acierta y otras no. En este sentido tengo que decir que, si bien en mi caso las ediciones eran cortas, en no mucho tiempo todas se fueron agotando, incluso segundas y terceras ediciones. Aunque, por supuesto, la compensación económica siempre es ridícula después de la enorme dedicación y capital empleados.

Hubo un primer tiempo en el que algunas instituciones, después de mucha brega, llegaron a colaborar en alguna edición. Pero estaba claro que llorar, implorar, esperar, no era lo mío. Por eso decidí que, dada la rapidez con la que se sucedían mis trabajos, tendría que ser yo el que afrontara el riesgo de publicarlos. Y es así como me vi metido a editor con todas las bendiciones legales. ¡Editor de mis propios libros! ¡Esa si es una verdadera aventura! Todo el mundo se sorprende de ello, pero qué le voy a hacer, mi romanticismo me llevó a situaciones límite como ésta.

Una de mis grandes satisfacciones como editor ha sido la de ver cómo uno de mis libros, Burgos. Los pueblos del silencio, alcanzaba la nada desdeñable cantidad de seis ediciones, un éxito para una publicación de carácter provincial.

 

 

PROCESO DE LA EDICIÓN

 

En lo que a mi caso se refiere, el proceso de edición siempre es el mismo: recopilación de materiales, elaboración de textos, entrega a la imprenta de los originales, incluidas las fotografías, planos, documentos, etc., todo ello sin componer y dejado en manos de los maquetadores de las imprentas, dada mi ignorancia en esas lides tan especializadas de la informática. Bien es cierto, sin embargo, que siempre he permanecido al pie de esa maquetación, dando todo tipo de indicaciones para que el resultado final fuera de mi total agrado. Resulta ocioso decir que todo este proceso es muy laborioso, con toma de decisiones muy importantes, ya que se trata de elegir portadas y contraportadas, formatos, tipo y gramaje de papel, tintas, tipos y cuerpos de letra, selección e intercalación de fotografías en los lugares más convenientes, márgenes, etc. etc., y siempre con dudas, y siempre con el riesgo de cometer alguna equivocación irreparable, pues los duendes siempre corretean en el mundo de la edición. Una prueba, dos pruebas, incluso tres pruebas, y todavía existe el riesgo de algún error por culpa de esos duendecillos.

Respecto a la edición de los tres volúmenes de la Colección Tentenublo, los únicos hechos en colaboración con otros autores, debo decir que no hubieran podido llevarse acabo sin Internet, ya que los estudios comparativos fueron elaborados en Madrid por el profesor José Manuel Pedrosa, de tal modo, que los textos iban y venían de Burgos a Madrid a la velocidad de la luz, y a la inversa, hasta llegar al estado de publicables. Tres autores, y cada uno viviendo en una ciudad distinta (Madrid, Fuerteventura y Burgos), parecería un obstáculo insalvable para la confección de los libros. Y, sin embargo, la existencia de Internet facilitó la labor, hasta el punto de que en muy breve tiempo los libros pudieron llegar a las librerías.

 

 

TRABAJO Y EXPERIENCIAS DE CAMPO, PERSONAS QUE ME CAUTIVARON

 

Cuarenta años de investigaciones darían para llenar un libro en cuanto a experiencias y anecdotario se refiere. En realidad, cada uno de los trabajos que tuve la suerte de emprender fueron para mí una aventura, algo excepcional. Pero no parece este el lugar más adecuado para enumerar o describir cada una de las experiencias y anécdotas que tuvieron lugar en el transcurso de ellas. Baste con señalar alguna de las que más me han impresionado y dejado huella.

 

Siete días bajo tierra

 

Una de mis grandes experiencias es la de haber vivido bajo tierra, sin salida alguna al exterior, durante siete días. Fue en la zona de Los Siete Lagos, del complejo cárstico de Ojo Guareña en 1964. El silencio absoluto, la falta de amaneceres y de atardeceres, con noche continua, la pérdida de la noción del tiempo, que te lleva a dormir horas y horas, progresivamente y sin control, es algo que solo muy pocas personas han tenido ocasión de experimentar. Yo la tuve, y no sólo una vez, sino dos: la segunda en la expedición internacional que tuvo lugar en el mismo complejo en 1971.

 

 

 

Siete días bajo tierra. Zona de los Siete Lagos. Ojo Guareña, 1964

 

 

 

Con Aurelio Rubio, mi hermano mayor, rescatando una tortuga fósil en  Arcos de la Llana, 1969.

 

Mi vida espeleológica me dio otras muchas satisfacciones. Una de las mayores, a la que ya me he referido con anterioridad, fue la de haber sido codescubridor de ciertas galerías, inexploradas por el hombre moderno, con huellas humanas de pies descalzos de 15.000 años de antigüedad. Resulta curioso, por lo demás, que aquel hallazgo de pisadas prehistóricas en una cueva de Burgos coincidiera en el tiempo (julio de 1969) con la huella impresa que acababa de dejar en la luna el astronauta Neil Armstrong. La emoción de aquel descubrimiento, en su momento difícil de describir, resulta ahora, transcurridos casi cuarenta años, una misión imposible.

Pero si mis vivencias y descubrimientos subterráneos fueron ya enriquecedores en grado sumo, más enriquecedor, si cabe, ha sido (aún lo es) el hecho de haber conocido a tantas y tantas personas mayores que me transmitieron, y me transmiten, con total entrega y generosidad, sus conocimientos y sabiduría popular.

Durante una larga época, la que dediqué a sacar a la luz la arqueología industrial y otras actividades fenecidas y pronto olvidadas, tuve ocasión de contactar, incluso de hacer amistad, con personas que fueron testigos, y activos, de una época que se había ido sin hacer ningún ruido y sin que nadie lo percibiera. Y así, tuve la enorme fortuna de conocer toda suerte de oficios y oficiales: a serenos de calle (“¡Las 11 y sereno!”), faroleros, maquinistas de locomotoras de vapor, ferrones de principios del XX, buhoneros, trajineros, resineros, salineros, caleros, canteros, chocolateros, fabricantes de boinas, de seda artificial, conductores de diligencias... Una pléyade de hombres y mujeres que hicieron historia, pero que no estaban en la historia, con los cuales tanta deuda he contraído. Y con todos ellos, una aventura diferente.

 

 

 

Chuzo y llaves: los serenos, dueños de la noche. Burgos, circa 1960

 

 

 

Viendo pasar la vida. Pinilla de los Barruecos, circa 1985.

 

 

Acacio, soledad y nieve

 

Un día llegué a Linares de Bricia, un pueblecito casi abandonado del norte de Burgos, en busca de iglesias rupestres y eremitorios, y me encontré con Acacio Íñiguez, un hombre que, después de haber trotado por el mundo, había encontrado su lugar en ese recóndito pueblo y vivía, dedicado a la ganadería, sin más compañía que una jauría de perros. En aquella ocasión, nos enseñó cuevas eremíticas medievales colgadas en grandes riscos de arena, a las que él nunca jamás creyó que alguien pudiera acceder. Nos conocimos, nos apreciamos mutuamente desde aquel día, y nuestra amistad duró hasta su muerte en 2006. Extrovertido, fabulador, imparable conversador, de lo divino y de lo humano, Acacio se convirtió pronto, para mí y para mi familia, en un referente humano de gran trascendencia. Sus numerosas llamadas telefónicas en la noche eran bálsamo para sus soledades, y mis conversaciones con él al amor del fuego de la chimenea de su casa, fueron un auténtico deleite para mí. Con él aprendí muchas cosas sobre las costumbres de su pueblo y de su entorno, sobre los lobos que merodeaban no lejos de su casa, y sobre sus días junto al naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, sobre los maquis de la posguerra, activos por los montes de Bricia, sobre historias reales o inventadas. Hablaba y no paraba de hablar, hasta que se quedaba dormido inclinado hacia el fuego.

 

Cómo olvidar los días de aislamiento que viví en su casa, incapacitado por la nieve para volver a Burgos (marzo de 1993). Fueron seis días de soledades los que convivimos, sin más compañía que el aullar del viento y de los perros, de incesante nevar, de la luz que se iba, del crepitar del fuego (ver “Cautivos en la nieve”. Burgos en el recuerdo II). Hasta siempre, Acacio, amigo. No sé si sabes que tu pueblo ardió el año pasado; claro, tú ya no estabas para vigilar.

 

 

 

Con Acacio Iñiguez en Linares de Bricia, 2004.

 

 

 

 

Aislamiento con Acacio en la nieve. Con el carro de bueyes llevamos  la hierba a las vacas diseminadas por el monte (Linares de Bricia, marzo 1993).

 

 

 

En la aldea solitaria, capeamos como podemos el temporal.

 

 

 

El pórtico de la iglesia, garaje improvisado para seis días de aislamiento.

 

 

 

El ciego que sabía la jerga de los canteros.

 

En esta relación de las grandes satisfacciones que me dieron las personas que tuve la dicha de conocer y entrevistar, no podía faltar la figura de Jesús Fernández, ciego y nonagenario en el momento de la entrevista y último depositario de la jerga que hablaron los canteros. Cómo olvidar su mirada vacía, a medida que iba transmitiéndome su secreto mejor guardado: el lenguaje perdido que él mismo utilizó para comunicarse con los de su oficio. Solos en el jardín, frente a frente, tuve la impresión durante toda la entrevista de que me encontraba con un francmasón de los siglos medievales. Gracias, tresmo (maestro) Jesús, donde quiera que estés, por tu generosidad, por haberme dejado como herencia tu lengua secreta, la mejor guardada.

 

 

Con Jesús Fernández, cantero de Munilla. En Brizuela, 1998.

 

 

 

El Feo de Tordómar, pastor, poeta y contador de cuentos.

 

Sobre el puente de Tordómar, al pie de un miliario romano, tuve el enorme placer de entrevistar por primera vez a Florencio Díez. Eso fue en junio de 1992. De forma sorprendente, quiere llamarse a sí mismo El Feo (no porque sea más feo ni más guapo que otros), y así es como se le conoce en su pueblo y en los de su entorno. En aquella ocasión tuve la oportunidad de comprobar los vastos conocimientos que sobre cultura tradicional poseía. Pero sobre todo, me impresionó su portentosa facilidad para componer poesías, de cualquier tema: humano, político, social... El Feo era (aún lo es, afortunadamente) un torrente de palabras, lo mismo componía mientras cuidaba los rebaños que tras una operación en el hospital; su cabeza bullía a presión en todo momento. Escribía y no paraba de escribir: del lobo que se comió el cordero, de la enfermera que le cuidó en el hospital o del periodista que le entrevistó... Y lo hacía sobre papel de envolver, sobre márgenes de periódicos, sobre cartones, hojas sucias... Todo lo escrito lo guardaba y guarda, y todo lo enseñaba, y enseña... Tiene un vasto archivo de poesía en el arca onírica de sus capacidades.

Pasaron muchos años desde aquella entrevista y de nuevo volví a Tordómar para reunirme con El Feo. Esta vez para recabar de él cuentos tradicionales. Tenía yo el presentimiento de que, siendo tan creador, había de ser por fuerza también un archivo general y buen transmisor de cultura popular. Y no me equivocaba. Florencio Díez, El Feo de Tordómar, es uno de los mejores contadores de cuentos tradicionales que he conocido. Pero su forma de transmitirlos tiene, además, una particularidad, y es que todos sus cuentos, según él, son sucedidos reales y no cuentos, aunque estén en el catálogo general de cuentos tradicionales del mundo.

            Florencio Díez, en fin, es ya, más que un informante, un amigo. Mis entrevistas con él en su refugio de poeta, en un picón sobre la chopera del río Arlanza, son recuerdos que enriquecen mi talega de los afectos. Gracias, Florencio, por tu sabiduría, por haberme dado tantos momentos de felicidad. Y lo acepto: tus cuentos son vivencias reales, para nada ficción.

 

 

Con Florencio Díez en el puente de Talamanca (Villahoz.

Verano de 2004).

 

 

 

Carmen Alonso. El pueblo que salía a buscar el día

 

Asistí a su entierro en Cantabrana en el año 2000. Tenía entonces cerca del siglo. Carmen Alonso era una de esas abuelitas bondadosas y entrañables que uno hubiera querido tener para sí, un personaje salido de uno de los cuentos maravillosos que ella misma me contaba. Su prodigiosa memoria, su expresividad, su amenidad, pizca de picardía y facilidad para la narración, me impresionaron en gran manera y me hicieron ver en ella la imagen perdida de los viejos cuentacuentos de invierno y chimenea. Sus larguísimos historias, que enlazaban argumentos de varios cuentos a la vez, era una de sus principales características. Los cuentos de Carmen eran una sucesión de hechos prodigiosos, cierto, pero sin duda, la historia más maravillosa y divertida que le escuché, que jamás he escuchado, fue la de los vecinos de un pueblo que salían con un carro de bueyes en busca del día porque de lo contrario no amanecía; y la del pueblo que segaba la mies con martillo y escoplo porque sus vecinos no sabían de la existencia de la hoz. Millones de gracias, Carmen, por haberme descubierto ese mundo lleno de fantasía que llevabas dentro y que resucitaste para todos.

 

 

Con Carmen Alonso, excepcional contadora de cuentos. Cantabrana, 1998.

 

 

Peñahorada, mi pueblo de adopción y una experiencia de 30 años

 

La atracción, ya confesada, que siempre he sentido por los pueblos y hacia el mundo natural y la vida campesina, hizo que en 1976 adquiriera una casa en un pueblo cercano a la ciudad de Burgos. Desde entonces han pasado más de treinta años y he sido testigo, junto con mi familia, de la despoblación y de la desaparición de la cultura genuinamente campesina a través de mi pueblo de adopción. El éxodo hacia la ciudad cercana y la mecanización del campo hicieron que el proceso de despoblación fuera imparable en él. Llegué cuando había casi ochenta habitantes, y ahora, de aquellos, sólo quedan seis. Pero durante todos los años vividos en Peñahorada entrevisté a un buen número de personas, algunas ya fallecidas, grabé todo lo grabable, fotografié todo lo fotografiable, todo lo que de interés etnográfico y antropológico pude encontrar, e investigué en los archivos. Bien podría decirse, entonces, que Peñahorada fue para mí un campo experimental. Y no exagero al decir experimental, pues no en vano he tenido la ocasión también de comprobar algunos de los portentos que acompañan a las creencias y supersticiones de la cultura tradicional. Desde lo alto de un monte de mi pueblo adoptivo pude corroborar, por ejemplo, que el sol sale dando vueltas en la mañana de San Juan. He comprobado también que, hechas con rigor, las cabañuelas de agosto son elementos certeros para predecir el tiempo meteorológico que va a venir. E igualmente puedo dar fe de que cuando las grullas regresan en bandadas hacia el norte es que el invierno ya ha pasado. Otras prodigios comprobados podría contar, pero no sería este el sitio más indicado.

 

 

Peñahorada, mi pueblo de adopción. 1984.

 

 

Lavadero de Peñahorada. Mis amigas Gloria y Marcelina, circa 1985.

 

 

 

Trilla en la era. Peñahorada, 1963.

 

 


Los pueblos del silencio

 

No estaría completa esta autobiografía etnográfica sin la inclusión de mis experiencias durante el trabajo de campo en el libro Los pueblos del silencio. Esta es, sin duda, mi mayor aventura. Haber visitado en solitario 64 pueblos vacíos, algunos arruinados, otros todavía con muebles en las casas, señal de una reciente huida, es una de las experiencias más tristes y conmovedoras que he tenido ocasión de vivir. Iglesias abiertas convertidas en establos, arcos románicos desmochados, arcas, armarios y alacenas revueltos por los cacos, papeles, documentos y fotografías por el suelo, era un espectáculo al que, después de un primer momento inicial de depresión, en el que hasta llegué a creer que no podría seguir adelante con el proyecto, pude acostumbrarme, podría decirse que hasta hice callo, si se me permite la expresión.

            Bien es cierto, sin embargo, que este trabajo tuvo una segunda parte menos triste y positiva, diría que más alegre, que fue la de encontrarme con muchos de los habitantes que ocuparon los pueblos abandonados. Tuve y tengo, en este sentido, la agradable impresión de que parecía que todos habían estado esperando la visita de alguien que recuperara la memoria del pueblo de sus amores. Lo llevaban tan dentro de sí que noté en todos un cierto sentimiento de culpabilidad por haber tenido que dejar el tesoro que más querían, el lugar y la tierra que les vio nacer y que cobijaba a sus seres más queridos. Al menos alguien, creyeron, se iba a ocupar de rescatar su memoria herida. A algunos los encontré en pueblos cercanos al suyo, a otros en la capital; los hubo también a quien tuve que buscarlos en provincias limítrofes. Todos fueron piezas vitales para recomponer la historia más reciente de los pueblos. Con su narración, con sus descoloridas fotografías, todos dieron calor humano al libro de la despoblación de Burgos. Muchas, muchísimas gracias, supervivientes del holocausto de la despoblación.

 

 

En las ruinas de La Lastra (Linares de Bricia, 2005).

 

 

Un ramo de flores en el páramo

 

En octubre de 1992 fui testigo de un hecho verdaderamente conmovedor. Tuvo lugar en Villalta, un pueblo vacío desde 1967 y arruinado casi en su totalidad. Su cementerio estaba derrumbado, apenas algún muñón de las paredes del cuadrilátero de piedra quedaban en pie. Los hierbajos, las piedras caídas, ninguna lápida, ninguna cruz, todo indicaba que, desde hacía mucho tiempo, nadie cuidaba ya de este diminuto camposanto. En mi visita a aquella desolación se me ocurrió comprobar si a cementerios de pueblos abandonados y arruinados acudía alguien en el día de Todos los Santos a poner flores a sus deudos enterrados.

 

Día de Todos los Santos, noviembre de 1992. He vuelto a Villalta. Son las diez de la mañana. Una espesa niebla envuelve de gris las fantasmagóricas ruinas del pueblo, también al páramo de Masa. El frío es intensísimo. Espero dentro del coche la llegada de algún hipotético vecino que se acerque al pueblo para rendir homenaje a sus difuntos. Pasa una hora, la niebla continúa, todo es silencio, escombros y soledad. Pasan dos horas. No es posible, ¿quién va a acercarse al derrumbado Villalta con este día? Espero un poco más, una hora más. Y cuando me dispongo a escapar de aquella pesadumbre, oigo el ruido de un motor. Un coche para cerca del mío. Bajan una mujer anciana y un hombre joven, este último abre el capó y saca un ramo de flores, a continuación los dos se dirigen hacia el cementerio, sortean la maleza, tratan de evitar las piedras caídas. La anciana, ante la mirada atenta del hombre joven, que queda algo apartado, se inclina y deposita el ramo sobre lo poco que queda de un muro de piedra. Oran y recuerdan en silencio. Después, se van.

 

 

 

El camposanto abandonado de Villalta.

 

 

 

Los hermanos ciegos en el pueblo abandonado

 

Otro de los hechos que más me han impresionado, de todos los que me tocaron conocer durante el trabajo de campo de Los pueblos del silencio, es el de dos hermanos ciegos, un hombre y una mujer, que vivieron sin más compañía que la de su soledad durante veinte años en un pueblecito de la provincia de Burgos, del partido judicial de Briviesca. Veinte años viviendo solos, porque el resto de los vecinos ya se habían ido, sin otra luz ni color que la negrura de sus ojos, me parece algo extraordinario y admirable, por mucho que recibieran la visita frecuente de familiares que les llevaban provisiones y otros efectos. Siempre me he preguntado, aún me lo pregunto, cómo lograron hacerlo; cómo iban a la fuente lejana a por agua, a caminar por las calles, sin lazarillos, ni guía alguno. Estoy seguro de que en el universo de los ciegos se conocerán historias que para los videntes pueden resultar insólitas y llenas de heroísmo y dramatismo, pero, ¿se conocerá en este mundo una historia semejante? Esa es mi pregunta. En todo caso, aquí queda este testimonio de lo que a mí me conmovió, un día del año 2000, y que aún me sigue conmoviendo.

 

 

Restos del naufragio.

Los vecinos se van, las casas se hunden...

 

 


El cementerio de los protestantes, una historia de intolerancia

 

Años 40 del pasado siglo XX. Omito el nombre de la aldea por el deseo expreso de quienes me describieron el drama.

Cuando nadie en cierta aldea burgalesa se lo esperaba, ya que no era momento de misas, ni de rosarios, ni de ningún otro oficio religioso, el sacristán tocó las campanas para que todos los vecinos acudieran a la iglesia. ¿Todos? No. Todos menos la familia de protestantes que aquel día tenían que enterrar a uno de los suyos. El diligente cura del pueblo, que veía el protestantismo en su aldea como un horrendo pecado, totalmente intolerable en una España de religión única e incontestable, intentaba de aquella manera, convocando a los vecinos al toque de campana, que nadie acompañara al muerto en su despedida. Suicidas, niños (“moritos” o “judíos”) que no habían recibido el bautismo, podían ser enterrados en o cerca del cementerio del pueblo, aunque fuera en un terrenillo aparte, pero aquellos protestantes no, aquellos leprosos de la religión no podían compartir el camposanto ni de cerca; habían de ser alejados cuanto más mejor, no fuera a ocurrir que los gusanos enfermos contaminasen el gusanar. Y así, mientras los vecinos del pueblo estaban reunidos en la iglesia en aquella fría mañana de diciembre de 1949, un carro de bueyes, llevando un féretro hecho con pobres tablas de roble, seguido de una comitiva familiar de seis personas, niños incluidos, avanzaba lenta, trabajosamente por la nieve, rumbo a su particular necrópolis, aquella que les obligaron a construir a tres kilómetros del pueblo, en pleno monte, en una inhóspita paramera, donde nadie la pudiera ver. Se daba la circunstancia, pues, de que al mismo tiempo que en la iglesia el cura trataba de convencer a los fieles vecinos de lo pecaminoso y peligroso que podía resultar salirse del rebaño, la familia de protestantes cavaba el hoyo definitivo en su humildísimo cementerio, en el tosco cuadrilátero de piedras que ellos mismo construyeron en aquel infame pedregal, por imperativo de la intolerancia.

 

 

Cementerio de protestantes en el pedregal.

 

 

Pasiegos de Burgos, mesa y mantel en una cabaña pasiega

 

Dos años de trabajo de campo para investigar sobre la vida de los pasiegos burgaleses dan de sí para muchas anécdotas y experiencias personales. Y en verdad que las tuve, y la mayoría agradables. Pero si tuviera que elegir una entre todas, esta sería, sin ninguna duda, haber tenido el privilegio de compartir mesa y mantel con una familia pasiega en su cabaña vividora. Fue el día de la fiesta patronal de los pasiegos de Burgos, Nuestra Señora de las Nieves de 1996. Fue el día y la ocasión en la que, después de meses de entrevistas, sentí que los pasiegos de Burgos me habían aceptado como investigador de su singular y durísima vida. Y no es algo baladí, si se tiene en cuenta lo celosos que son estos ganaderos de las montañas de Burgos a la hora de descubrir a extraños sus formas de vivir, su cultura. Por eso me siento un auténtico privilegiado. Muchas gracias, queridos amigos de Cuatro Ríos Pasiegos.

 

 

Cabaña vividora pasiega en Salcedillo (Cuatro Ríos Pasiegos)

 

 

            Vuelvo, antes de terminar, a la descripción más objetiva, más circunstanciada, de mi vida como etnógrafo.

            No creo en maestros absolutos, sino en una dilatada vida de lectura, de trabajo, de investigación y de curiosidad e interés por las cosas, y de haber vivido muchos y diferentes momentos enriquecedores. Aunque sí es verdad que, en cada época de mi vida como investigador, ha habido personas que me han influido de manera significativa, algunos ya he citado anteriormente. En mi etapa como rescatador de la cultura popular ha sido, sin ningún género de dudas, el profesor José Manuel Pedrosa, sabio y admirado maestro, además de gran amigo. Desde el primer momento estuve de acuerdo con sus planteamientos, tanto en lo que se refiere a la sistematización del trabajo de campo como a la edición o reproducción literal de las grabaciones y a la forma de enfocar las publicaciones.

            ¿De qué me considero más cerca? ¿Del folclore, de la etnografía, de la etnología, de la antropología, de los estudios literarios, de la historia cultural, de la historia de las mentalidades? Pues me resulta muy difícil separar estas disciplinas una de otra. Creo que en todas ellas existe el nexo común de lo tradicional, que es en lo que yo he trabajado. Aunque bien es cierto que, en estos géneros, mi corazón y mi ánimo han estado más cerca de la etnografía.

            Mis trabajos han estado enfocados hacia el estudio de la cultura tradicional patrimonial del pasado, y también hacia la del presente vivo. Si lo asociamos al presente vivo, entonces se me ocurre plantear que siempre he considerado la cultura tradicional un patrimonio tan importante como el edificado. Soy de la idea de que un cuento, un romance, o una leyenda, que han pervivido durante siglos y hasta nuestros días, transmitiéndose ininterrumpidamente en boca de los habitantes de nuestros pueblos, de generación en generación, han de tener la misma importancia que una catedral, un castillo, una ermita románica o un retablo gótico, por citar solo algunos ejemplos materiales.

            La fotografía ha sido siempre una parte importantísima, fundamental, de mi vida, y por supuesto en mis quehaceres en el trabajo de campo. Una fotografía ilustra mejor un aspecto etnográfico que una cuartilla escrita (que no es descabellado aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”). Una fotografía con más de cincuenta años de antigüedad es para mí un documento de extraordinario valor y me produce sensaciones de regusto difíciles de describir. Las personas nos transformamos, el paisaje también, incluso si se le deja actuar por sí mismo, y los valores etnográficos cambian también. Por eso las fotografías, la imagen en general, es parte fundamental en cualquier estudio etnográfico.

            Aunque ya no sabría trabajar sin Internet, tengo que decir que prefiero lo publicado en papel. Pienso que la pantalla del ordenador, como elemento de consulta, ocupa ya una parte temporal muy importante de nuestra vida cotidiana, y que añadir a ello la lectura en la red de un libro completo o de artículos muy extensos es una sobrecarga visual cuyas consecuencias puede que no sean beneficiosas. Sin dejar de servirme del gran recurso que suponen estos avances, creo que nos estamos sobrecargando de pantalla.

            Sobre las corrientes migratorias y el mestizaje, opino que han existido siempre, y que los efectos sobre las culturas de los pueblos, emisores y receptores, han sido enriquecedores. Pero pienso también que hoy día, más que las personas, son los avances tecnológicos los que hacen cambiar de manera más rápida las sociedades. La cultura tradicional de los pueblos, concebida como ahora todavía la concebimos, en contacto continuo con las grandes urbes, tenderá por fuerza a diluirse, o a desaparecer, y en su lugar surgirán (ya deben estar surgiendo) nuevas formas de vida y de expresión.

            Observo que los estudios sobre folclore y cultura popular en general, de un tiempo a esta parte, están viviendo momentos de gran apogeo. Lo que no es de extrañar, ya que todo el mundo parece haberse dado cuenta de que vivimos los momentos agónicos de una forma de vivir y de entender la vida que ya no tiene sitio en las sociedades actuales. Parecería una acción de rebeldía ante lo que se nos escapa, ante aquello que nos asegura dejar de ser nosotros mismos y lo que fuimos. Por supuesto, advierto también que el progreso en la evolución de los estudios de las tradiciones y folclore ha sido más que notable en los últimos veinte, treinta años. Ahora los estudios, por lo general, son de mayor rigor.

            Sobre cómo serán nuestros estudios en el futuro, bien podría decir aquí aquello de “que nos dejen vivir el presente, porque el futuro no es necesario”. Los estudios de los demás no sé cómo serán, pero en lo que a mí respecta, se acabarán cuando los pueblos hayan quedado desiertos y el último viejecito que sabía de tradiciones haya muerto. Y para eso no falta mucho.

            A los jóvenes les recomiendo que no desdeñen el trabajo hecho por sus antecesores, que nunca crean que están descubriendo el mundo, que todo lo que se dispongan a hacer lo lleven a cabo con pasión, y sobre todo, con humildad.