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López Gutiérrez, Luciano. “En torno a
algunas narraciones relativas al influjo de la imaginación materna en el
feto: su presencia en los Siglos de Oro, Feijoo, y las leyendas urbanas”. Culturas
Populares. Revista Electrónica 5 (julio-diciembre
2007). http://www.culturaspopulares.org/textos5/articulos/lopez.htm ISSN: 1886-5623 Recibido:
01/02/08 Aceptado:
07/03/08 |
En torno a algunas
narraciones relativas al influjo de la imaginación materna en el feto: su
presencia en los Siglos de Oro, Feijoo, y las leyendas urbanas
Luiciano López Gutiérrez
I.E.S. “Iturralde” (Madrid)
Para mi amigo Salvador Campoy, mi paciente guía por el
intrincado laberinto de las ciencias.
En este artículo se recogen relatos, de gran vigencia en los Siglos de
Oro, que se han utilizado para demostrar el influjo de la imaginación de la
madre sobre el físico del feto. Asimismo, se constata la pervivencia de tales
narraciones, principalmente, en Feijoo y en nuestros días, así como su posible
cambio de función.
Palabras clave:
supersticiones, antojos, Siglos de Oro, Feijoo, leyendas urbanas, Cunqueiro.
Abstract
This paper studies tales widely known in the Spanish Golden Age,
that have been used to demonstrate the influence of the imagination of a mother
on the body of the fetus. This article also confirms the endurance of such
stories up to nowadays, mainly in Feijoo, as well as its possible function
change.
Keywords. Superstition, craving, Spanish Golden Age, urban legends,
Cunqueiro.
L |
os intelectuales de los Siglos de Oro, siguiendo a los
filósofos antiguos, pensaban que la imaginativa, o imaginación, era la parte
integrante del ánima encargada de acoger los datos que le suministraban los sentidos:
Así
como en las funciones de nutrición reconocemos que hay órganos para recibir los
alimentos, para contenerlos, elaborarlos y para distribuirlos y aplicarlos, así
también en el alma, tanto del hombre como de los animales, existe una facultad
que consiste en recibir las imágenes impresas en los sentidos, y que por eso se
llama imaginativa (Juan Luis Vives, De Anima et Vita, I, x).
Ahora bien, esta facultad no solamente era
considerada como una potencia pasiva, que se limitaba a recibir los datos
sensoriales, sino que también se le reconocía una faceta creadora, como se
puede comprobar con la lectura de la glosa que hace Fernando de Herrera al
verso 6 del soneto III de Garcilaso en sus memorables Anotaciones:
Son tres las
facultades interiores del ánima, que Galeno llama regidoras, dejando el
entendimiento, que el médico lo considera poco: la memoria, la razón y la
fuerza de imaginar, que es la fantasía, común a todos los animados, pero mucho
mayor y más distinta en el hombre (...) Y por esta se representan de tal suerte
en el ánimo las imágenes de las cosas ausentes que nos parece que las vemos con
los ojos y las tenemos presentes, y podemos fingir y formar en el ánimo
verdaderas y falsas imágenes a nuestra voluntad y arbitrio1.
Asimismo, se pensaba que no todos los hombres
tenían idéntica habilidad para el manejo de la susodicha capacidad, pues la
destreza en el uso de la misma dependía de la proporción que reinara en la
mezcla de los fluidos corporales o
humores: sangre, cólera, bilis y flema, según señalaba un médico español del
Siglo XVI, Huarte de San Juan, que incluso ha llamado la atención de Noam
Chomsky, el fundador de la Gramática Generativa, al relanzar en esta época la
vieja teoría fisiológica clásica, con raíces en Aristóteles, Galeno e
Hipócrates, según la cual el temperamento de los individuos dependía de la
proporción de los cuatro humores referidos, que se asociaban con los cuatro
elementos de Empédocles y con las cuatro cualidades que correspondían a estos:
el calor, el frío, la sequedad y la humedad.
Pues
bien, los hombres en los que imperaba la imaginativa eran especialmente
diestros en disciplinas que, a decir del citado Huarte, consisten en figura,
correspondencia, armonía y proporción:
Las artes y ciencias que se alcanzan con la
memoria son las siguientes: gramática, latín y cualquier otra lengua; la
teórica de la jurispericia; teología positiva; cosmología y aritmética.
Las
que pertenecen al entendimiento son: la teórica de la medicina; la dialéctica;
la filosofía natural y moral; la práctica de la jurispericia, que llaman
abogacía.
De
la buena imaginativa nacen todas las artes y ciencias que consisten en figura,
correspondencia, armonía y proporción. Estas son: poesía, elocuencia, música,
saber predicar; la práctica de la medicina, matemáticas, astrología; gobernar
una República; el arte militar; pintar, trazar, escribir, leer, ser un hombre
gracioso, apodador, pulido, agudo in agilibus; y todos los ingenios y maquinamientos que fingen los
artífices; y también una gracia de la cual se admira el vulgo, que es dictar a
cuatro escribientes juntos materias diversas, y salir todas muy bien ordenadas2.
Ahora
bien, el carácter creativo que tenía la imaginativa, su capacidad para elaborar
mundos posibles enfrentados al real podía provocar que los individuos
inclinados a ella tuvieran cierta propensión a enloquecer y a confundir la
realidad con la ficción, sobre todo si había en su organismo un predominio exagerado
del calor que no hubiera sido contrarrestado convenientemente por la humedad.
Un ejemplo bien claro de tal circunstancia lo tenemos en lo que aconteciole al
ya famoso Caballero de la Triste Figura que, por pasarse las noches de claro en
claro engolosinado en la lectura de las singulares hazañas de Palmerines y
Amadises, al no recibir su cerebro la humedad reparadora que nos proporciona el
sueño, dio en la locura de confundir socarrones y ventrudos venteros con
defensores de la benefactora Orden de la Caballería, mozas de partido con
encantadoras princesas y humildes molinos con desaforados gigantes[1].
Otra
circunstancia que puede desquiciar la imaginativa es el calor excesivo
producido por la fiebre, lo que también provoca que tomemos por reales cosas
que no lo son.
Así,
de esta manera, como disloque de la imaginativa, interpreta el padre Feijoo una
famosa historia de aparecidos que recoge en su renombrado libro Días
geniales el humanista
Alejandro de Alejandro: un hombre que se encuentra gravemente enfermo le pide a
un amigo que le lleve a tomar unos baños a otra ciudad para procurar un poco de
alivio a su calamitoso estado. Durante el camino tienen que pernoctar en una
posada, el enfermo empeora y, a la postre, fallece. El acompañante, tras
organizar las exequias, regresa a la ciudad de origen, pero se ve obligado a
hacer noche en un albergue antes de llegar. Cuando se encuentra recluido en su
aposento, observa estupefacto que su difunto amigo se persona en la alcoba, se
despoja de sus vestidos, se mete en el lecho, y le toca con su pie desnudo y
más que la nieve frío, momento en el cual le empuja hacia fuera de la cama, lo
que provoca que el difunto, contrariado, vuelva a vestirse y abandone la
habitación, cosa que no impide que su fiel amigo, como consecuencia del pánico,
esté a pique de perder la vida[2].
Asimismo,
la imaginativa puede ser alterada
por el uso de determinados ungüentos, lo que, según algunos
inquisidores, sucede a las brujas cuando afirman ser ciertos sus viajes por los
aires para asistir a los orgiásticos aquelarres presididos por el propio Satán
en figura de macho cabrío[3].
Y,
por supuesto, desarrolla una actividad en ocasiones de una gran eficacia
durante el período del sueño, según se desprende de la siguiente cita de la
difundida obra del maestro Pedro Ciruelo Reprobación de las supersticiones y
hechicerías:
De aquí
viene que los que andan muy codiciosos en mercaderías o en pleitos o en
cuestiones muy dificultosas de ciencias, algunas veces en sueños aciertan mejor
en ver lo que deben hacer y en qué se han de determinar en sus cosas, que
cuando velan y se fatigan en pensar mucho en ellas. La causa es que durmiendo
está la fantasía del hombre más desocupada que velando, cuando tiene los
sentidos abiertos y se le ofrecen y atraviesan muchas maneras de cosas, que
unas estorban a otras[4].
Sin
embargo, también se creía en esta época que la fuerza de la imaginativa era
tal, que, en no pocas ocasiones, podía modificar la realidad circundante, y,
por supuesto, la de la persona que imaginaba. Así, enarbolando la autoridad de
Aristóteles en su Historia de
los animales, se ratifica
como verídico que la gallina que
vence a un gallo en una pelea se considera tan ufana que alza la cresta y la
cola, y, por imaginarse que es gallo, le crecen los espolones y se afana en
montar a las otras gallinas[5],
o que, a causa de la fuerza de la imaginación, las perdices nivales logran que
cambie el color de su plumaje y se recubra de albura, o que un gato consigue
que un pájaro se desplome de la copa de un árbol y caiga presa de sus garras
por haberlo deseado el felino con intensidad[6].
O se da por cierto, al menos así parece
creerlo Pero Mexía, que un rey llamado Cipus observó una tarde con tal
curiosidad una pelea entre dos toros, que se durmió con esa obsesión bien
arraigada en la imaginativa, de modo y manera que esta le fabricó durante el
sueño una hermosa cornamenta que, para su sorpresa, adornaba su frente por la
mañana[7].
O se sugiere, así lo hace Torquemada en su Jardín de flores curiosas, que una mujer en pleno siglo XVI se
convirtió en varón, porque, harta de sufrir las vejaciones de su esposo,
decidió huir del hogar conyugal disfrazada de hombre y ganarse la vida por su
propio esfuerzo a la manera del sexo masculino, por lo que, probablemente, como
consecuencia de la continua excitación que experimentaba su imaginativa, al ir
vestida en hábito de caballero y haber adquirido sus costumbres, se operó en
ella la mencionada metamorfosis.
Y
en esta misma línea, disponemos de un texto de los Ensayos de Montaigne, donde se nos cuenta otro caso
de cambio de sexo en virtud de la potencia de la imaginativa:
Estando en
Vitry pude ver a un hombre a quien el obispo de Soissons había confirmado con
el nombre de Germán y a quien todos los habitantes habían conocido mujer hasta
los veintidós años, llevando el nombre de María. Era a la sazón barbudo, viejo
y soltero. Contábase que, haciendo un esfuerzo al saltar, apareciéronle las
partes viriles. Desde entonces corre entre las muchachas de Vitry una canción
donde se les aconseja no dar grandes saltos, por no convertirse en mozos como
María Germán. No es de maravillar que tales accidentes ocurran con frecuencia,
pues a la imaginación, si tiene poder en estas cosas y si continua e
intensamente se aplica a un pensamiento, cábele (por no recaer tan a menudo en
el pensamiento mismo y riguroso deseo), incorporar en definitiva esa parte
viril a las muchachas[8].
Pero,
sin lugar a dudas, para las gentes de nuestro Siglos de Oro, el momento en que
la imaginativa se desboca desaforadamente y puede jugarnos las mayores
trastadas es en el instante de la concepción, ya que se consideraba que en esta
coyuntura, debido a la gran magnificación de los afectos que conlleva, la
imaginación de la madre tenía tanta fuerza que podía provocar determinados
efectos físicos en el nuevo ser, todavía tierno, que estaba siendo engendrado,
según afirman los autores de silvas y misceláneas.
Así,
Torquemada, en su difundidísimo libro Jardín de flores curiosas, recoge algunos testimonios de este
portentoso poder de la imaginativa que no me resisto a pasar por alto. Por
ejemplo, el citado humanista, apoyándose en Plutarco, nos relata la historia de
un matrimonio de raza blanca que engendra un hijo negro, porque la mujer en el
momento del acoplamiento tenía clavados los ojos en la figura de un etíope que
estaba representado en un tapiz del tálamo nupcial[9].
Y,
en este mismo sentido, nos cuenta como verídico el caso de otro matrimonio que
concibió un retoño velludo, con aspecto de salvaje, porque la esposa posó su
mirada en el momento de la generación en una figura de san Juan Bautista
cubierto de pieles que había junto a la cama. Aunque quizás todavía es más
prodigioso otro sucedido recogido por el bueno de don Antonio como acontecido
en una ciudad de Alemania: un actor representaba en una comedia el papel del
Demonio e iba vestido con los aderezos e insignias feas y espantables
inherentes a tan abominable personaje. Volvió a su casa sin haberse despojado
del traje de comediante y le apeteció, ¿tal vez impelido a lujuria por el
propio Lucifer?, copular con su mujer, a consecuencia de lo cual, debido a la
impresión que produjo en la imaginativa de esta última su disfraz diablesco,
hubieron un engendro de apariencia y costumbres luciferinas.
Y
en esta misma línea, también corría la especie, según Huarte de San Juan, de
que si una mujer practicaba el adulterio en su matrimonio, los hijos que habían
sido engendrados por el adúltero se parecían al marido por la preocupación que
asaltaba a los amantes en el fornicio no fueran a ser sorprendidos por el
esposo burlado, mientras que los retoños que se asemejaban al adúltero eran
consecuencia del legítimo uso del matrimonio, ya que la imaginación de la
esposa se concentraba en el hombre de sus sueños[10].
Asimismo,
este desquiciamiento de la imaginativa en el momento de la procreación, según
la mentalidad de la época, explica también, entre otras cosas, la concepción de
seres monstruosos, como nos recuerda uno de los máximos especialistas en la
materia del siglo XVI, el médico francés Ambroise Paré al relatarnos un caso
acaecido en el año 1517, en la parroquia de Bois-le-Roy, en el bosque de Viere
y de camino hacia Fontainebleau, donde nació un niño con la cara en todo
idéntica a la de una rana, lo cual se entendió perfectamente cuando se
descubrió que la tarde en que fue concebido su madre tenía mucha fiebre, por lo
que una vecina le dio una rana viva para
que la tuviera en su mano, con objeto de que descendiera su temperatura
corporal, pero, con tan mala suerte que tuvo relaciones sexuales esa noche con
su marido, y su imaginativa, excitada por el batracio retenido en su mano,
preparó tamaño desaguisado con el rostro de su retoño[11].
Por
lo que respecta al siglo XVII, la convicción en el poder que tenía la
imaginativa de la madre para manipular la configuración o pigmentación de la
piel del feto no experimenta merma alguna, hasta tal punto que en una de las
interpolaciones que Remigio Noydens hace al diccionario de Covarrubias en su
edición de 1673 se lee lo siguiente en la voz imaginativa:
Tratando
Avicena, lib. 2, de las imaginaciones animales dice que hacen tanta mudanza en
las cosas naturales que acontece que la criatura sea semejante a la cosa misma
que la madre estaba imaginando al tiempo de concebir. Lo cual prueba también
san Agustín, lib. 2, De civitate Dei, diciendo que una mujer blanca, concibiendo de hombre
blanco, vino a parir un negro, porque al tiempo de concebir tenía la
imaginación y vista en la figura de un negro que en un paño de pared estaba
pintada y que la criatura le parecía propiamente.
Y en obras, por ejemplo, como El ente
dilucidado del padre
Fuentelapeña, o Curiosa filosofía y tesoro de las maravillas de la
Naturaleza del padre Eusebio
Nieremberg se nos dan por verídicos muchos de los casos recopilados en las
misceláneas del siglo XVI, a la vez que se nos presenta algunos todavía, si
cabe, más asombrosos, si bien la explicación que se da de los mismos difiere en
ambos autores, pues, mientras el primero acude a conceptos como ‘espíritus’ y
‘humores’ de pretensiones “científicas”, el segundo continúa moviéndose como
pez en el agua dentro de la mentalidad mágica característica del XVI[12].
Pero,
como ya indiqué, los dos autores se muestran absolutamente receptivos para la
aceptación de lo portentoso. Así, ambos escritores recogen en sus libros
citados el caso de una mujer embarazada a la que, como tenía un vientre muy
voluminoso y salía de cuentas para la Epifanía, alguien le hizo el comentario
de que parecía que iba a dar a luz a los tres Reyes Magos, a lo que ella
respondió que ojalá así fuese,
con tanta oportunidad que su supuesto deseo se cumplió y el 6 de enero alumbró
tres niños, uno de ellos, por supuesto, negro.
Asimismo,
ambos autores recogen otro caso de influjo de la imaginativa de la madre en el
feto que nos deja estupefactos: en Lovaina un marido airado amenazó a su mujer
embarazada con la espada desenvainada en alto apuntando a su cabeza, de modo y
manera que la imaginación de la mujer quedó sobrecogida hasta tal punto con la
amenaza, que el niño nació con una gran hendidura en la cabeza, justamente en
la misma parte hacia la que apuntaba en la madre la espada paterna, y vertía
tanta sangre por ella que, no pudiéndose cortar la hemorragia, el pequeño murió
desangrado.
Y
el pintoresco capuchino zamorano Fuentelapeña también da cuenta, además, de lo
que sucedió a una sobrina del pontífice Nicolao III, la cual parió un oso por
haber estado mucho tiempo contemplando embelesada algunos cuadros de
plantígrados que adornaban su palacio, y, asimismo, nos trasmite curiosos
partos que, por mor de la imaginativa, han tenido muchos animales como una
perra que parió un cachorro con cabeza de gavilán por el espanto que le
provocaba esta rapaz, o una oveja que parió un león u otra un lobo debido al
pavor que les producían tan feroces depredadores[13].
Asimismo, una prueba más del crédito que se daba en estos siglos dorados al influjo que ejercía la imaginación sobre el feto es la creencia en los antojos, consistente en temer que el nasciturus podía morirse o tener que soportar una mancha sobre su piel para el resto de sus días que reprodujera el objeto, generalmente un alimento, que la madre no había podido conseguir y que, por lo tanto, había provocado una excitación desmedida en su imaginativa, lo que ocasionaba los desvelos de los maridos, y las gentes en general, para evitar estas desgracias satisfaciendo los caprichos de las embarazadas, las exigencias dictadas por su estado de preñez, y a fe que nuestras damas auriseculares debían de ser en extremo veleidosas y apegadas a sus melindres si damos crédito al testimonio de Madame D’Aulnoy:
Lo
que me molesta mucho es que las mujeres embarazadas muestran más curiosidad que
las otras, y como aquí les guardan más consideraciones que a ninguna, pretenden
que cuando se les antoja algo y se les niega, al punto las acomete cierto mal
que las hace dar a luz un niño muerto, de suerte que se sienten con derecho
para tocar, hacer quitar los guantes con el aceite y obligar a dar vueltas a
las gentes como les place.
Los primeros días que esto me ocurrió no
me anduve con bromas y les hablé tan secamente, que hubo algunas que se echaron
a llorar y que no se atrevieron a insistir, pero hubo otras que no se dejaban
convencer, que se empeñaban en ver mis zapatos, que querían que les enseñase
mis ligas, lo que llevaba en los bolsillos, y, como no lo consentía, mi parienta
me dijo que, si el pueblo veía aquello, nos tiraría piedras, y que era
necesario que consintiese en lo que pretendían[14].
Y es que el vulgo creía a pies juntillas que,
si las preñadas no cumplían sus deseos, su frustración tendría funestas consecuencias
para la criatura, como contaba el propio Nieremberg que le había pasado a su
abuela, la cual apeteció fresas estando embarazada, y, como no las pudo
conseguir, el retoño nació con cinco bultos en la cabeza del tamaño y color de
la sabrosa fruta, de tal manera que, aunque se las quitaron repetidamente,
volvieron a brotar cada año durante diez.
Sin
embargo, no todos los hombres de la época consideraban ciertos los casos tan
portentosos como los referidos arriba, ni, en consecuencia, creían ciegamente
en la posibilidad del influjo de la imaginativa de la madre sobre el feto.
Quizás uno de los opositores más egregios a esta convicción sea el ya citado
anteriormente Huarte de San Juan.
Efectivamente,
el prestigioso médico, comentando la opinión de Aristóteles en Problemas, relativa a que las divergencias que se
observan entre los padres y los hijos hay que atribuirlas a que los
progenitores en el momento de la generación tenían ocupada la imaginativa en
otras cuestiones, señala que esta afirmación es insostenible porque el feto no
se forma en el momento de la copulación, sino unos treinta días más tarde, y
por tanto es indiferente lo que estén imaginando los padres mientras proceden
al ayuntamiento carnal, y porque ni el ánima sensitiva ni la intelectiva
intervienen en el proceso de la generación, y en consecuencia:
No es más que los
hijos del hombre nazcan de tantas figuras por la varia imaginación de los
padres, que decir que los trigos unos nacen grandes y otros pequeños, porque el
labrador, cuando los sembraba, estaba divertido en varias imaginaciones[15].
Por
lo que, sin titubeo alguno, Huarte considera que es cosa de burlas la manida
historia de que una pareja blanca ha tenido una criatura negra por hallarse
excitada la imaginativa materna con la contemplación de un objeto artístico en
que se represente a un hombre de color:
También se cuenta por ahí que una señora
parió un hijo más moreno que lo que convenía por estar imaginando en un rostro
negro que estaba en un guadamecil, lo cual tengo por gran burla, y si por
ventura fue verdad que lo parió, yo digo que el padre que lo engendró tenía el
mismo color que la figura del guadamecil[16].
Sin embargo, a pesar de voces disidentes tan
prestigiosas como la de Huarte, lo cierto es que en el racionalista siglo XVIII
el vulgo sigue aplicando la teoría de los antojos para explicar las manchas
sobre el cuerpo de los recién nacidos, lo que provoca que don Ramón de la Cruz
escriba su sainete titulado La embarazada ridícula para mostrarnos a un marido agobiado por los
caprichos de su preñada esposa, al que esta no da tregua y trae continuamente
al retortero en busca de los manjares más extravagantes para evitar que suceda
lo que el propio médico del sainete cuenta que ocurre cuando no se satisfacen
estas apetencias propias de los estados de gravidez:
Pues es cierto que se hallan
poquitos casos en los
autores de embarazadas,
que han parido mamarrachos
por antojos. Verbi gracia:
Una preñada miró
cierto día que pasaba
por la calle de Valverde
con la vista levantada,
la media naranja de
los Basilios: fue a su casa,
y malparió un niño con
una verruga en la cara
tan grande, ni más ni menos,
como la media naranja,
con su chapitel y todo.
Ándense ustedes con chanzas[17].
Y la creencia en este tipo de sucesos portentosos también se produce allende de nuestras fronteras en pleno Siglo de las Luces, pues nada menos que en 1726 corre por Inglaterra la especie de que una tal Mary Toft, una pobre mujer sin apenas recursos, ha parido ni más ni menos que 17 conejos, porque estando embarazada y trabajando en el campo, vio saltar a su vera un conejo y le apeteció tanto un guiso de tan estimada carne, que, como no pudo permitírselo por su mencionada carencia de recursos, la imaginativa desbordada le provocó tamaña camada de roedores[18].
Así es que, en vista de que la certeza que se
daba a este tipo de fenómenos era grandísima, nada tiene de extraño que el
mismísimo Feijoo abordara el asunto desde su autorizada atalaya.
En
efecto, el benedictino en varios de sus escritos se ocupa de la imaginativa y
de sus poderes. Sin lugar a dudas, el ensayista ilustrado considera que la
imaginativa goza de un gran influjo sobre el ánimo de los hombres para excitar
las pasiones, e incluso, tomando como ejemplo lo que sucede con la comunicación
literaria, llega a afirmar que, en ocasiones, los sentimientos se dejan mover
más por la imaginativa que por el intelecto, tal como sucede con los receptores
de las ficciones literarias, o con el público de las obras de teatro, que se
conmueven con las desgracias, injusticias y alegrías que les sobrevienen a los
personajes, aunque sepan que estos no son otra cosa que entes de la fantasía,
así como son irreales las venturas y desventuras que les acaecen[19].
Ahora bien, cuando el escritor
aborda el asunto del posible influjo de la imaginación sobre la realidad
exterior, su postura es francamente reticente. Así, considera de todo punto
imposible que los seres humanos puedan mediante la imaginación provocar tormentas,
desatar tempestades marinas o fulminar con el rayo, o incluso que la
imaginativa pueda llevar a cabo empresas más modestas como la de hacer surgir
en la frente de un hombre una hermosa cornamenta, tal como aceptaban Pero Mexía
y el mismísimo Montaigne:
Me holgara
que fuese verdad lo que dice Miguel de Montañe, a quien cita el Marqués de S.
Aubin, que a Cippo, rey de Italia, de haber asistido a un combate de toros, se
le calentó tanto la imaginación, que después de soñar toda la noche sobre las
armas de aquellos animales, al despertar halló toda su frente proveída de otras
semejantes. Digo que me holgara de que este suceso fuese verdadero, pues daría
a las fuerzas de la imaginación un realce muy superior a cuanto he dicho de
ellas en esta carta. ¿Pero dónde habrá leído Montañe tal especie? No solo el
suceso es falso, mas también creo que es falso que haya habido jamás tal Cippo,
rey de Italia. Diré lo que yo he leído que tiene alguna alusión a esta
historia, y que pudo dar ocasión a Montañe para forjarla. Cuenta Valerio Máximo
(lib. 5, cap. 6) que a Cenucio Cippo (no rey de Italia, sino pastor romano),
saliendo de Roma a combatir como caudillo, según se colige del contexto, a
algunos enemigos de la República, repentinamente se le vieron nacer en la
frente unas prominencias a modo de cuernos; sobre lo cual, consultados los
augures, respondieron que aquel prodigio anunciaba que Cippo, si volvía a Roma,
había de ser rey de ella; y que él, más amante de la libertad de su patria, que
de su propia exaltación, condenándose a un voluntario destierro, nunca quiso
volver a la ciudad. Ovidio en el libro 15 de los Metamorfoseos trae la misma historia, con sola la
diferencia de que el prodigio sucedió volviendo Cippo vencedor de los enemigos.
Nada he visto de hombre llamado Cippo a quien se hubiese visto en la frente tal
armadura en otro algún autor. Pero en ninguno de los dos alegados hay palabras
de combate de toros, ni de sueño que tuviese tal objeto. Con que discurro que
lo que no soñó Cippo lo soñó Montañe[20].
Sin
embargo, en cuanto a la posibilidad de que la imaginación de la madre pueda
ocasionar trasformaciones en el feto, Feijoo no mantiene una postura unívoca en
los distintos lugares de su obra en que se ocupa del tema. Así, por ejemplo, en
el discurso en torno al color etiópico, incluido en su Teatro crítico
universal, se dedica a
refutar la opinión de que el color negro de los etíopes fuera resultado de la
excitación de la imaginación de unas madres blancas al contemplar un objeto
negro, tal como todavía pensaban muchos en su época, para lo cual se dedica a
poner en tela de juicio, por unas causas o por otras, los casos más afamados en
que se apoyaban los partidarios de esta teoría.
Así,
niega que sea explicable por ley natural la historia que se cuenta en el
capítulo XXX del Génesis,
según la cual Jacob conseguía que sus corderos nacieran con la piel manchada
poniendo varas de colores descortezadas en los abrevaderos para excitar la
imaginación de las ovejas en el momento de la cubrición, ya que, piensa Feijoo,
el personaje bíblico contó con la ayuda divina para aumentar las reses de sus
rebaños, puesto que había acordado con su suegro que todas las que salieran
manchadas serían para él.
En
esta misma línea, tampoco estima que haya que tener en consideración, por
tratarse de una obra de ficción, lo que se relata en la Historia etiópica de Heliodoro a propósito de que su heroína,
Cariclea, había nacido blanca, a pesar de que su padre y madre fuesen negros,
por tener esta última fija la imaginación en un cuadro de Andrómeda. E
igualmente piensa que tampoco prueban nada el alumbramiento del niño diablesco
del que hemos tratado arriba, pues tal cosa más bien parece influjo del
Maligno, ni el caso paradigmático del niño negro nacido de padres blancos
debido a la contemplación por parte de la madre de una obra artística, ya que
semejante hipótesis más bien ha de entenderse, según el sabio benedictino, como
una coartada de la esposa para ocultar su infidelidad, que como una explicación
que dé razón de lo sucedido.
Ahora
bien, una vez que el fraile ilustrado ha empleado todos estos argumentos en
contra de los defensores de la tesis imaginacionista, acto seguido, en el
siguiente párrafo, deja claro que, a pesar de que no puede comprender cómo se
produciría el influjo de la imaginación sobre el feto, no descarta de plano su
posibilidad:
He propuesto
lo que me ocurrió contra la sentencia común de la fuerza de la imaginación, y
respondido a los argumentos que hay a favor de ella. Mas no por ello juzgue el
lector que la declaro falsa. Es, como dije arriba, incomprensible para mí que
la intencional representación de un objeto tenga actividad para imprimir la
figura, o color del objeto representado en el feto contenido en el claustro materno.
Mas, por otra parte, hago la reflexión de que puede la Naturaleza ejecutar
mucho de lo que yo no puedo comprender[21].
Y, en efecto, en una de sus Cartas eruditas
y curiosas, la titulada
precisamente Sobre el influjo de la imaginación materna respecto al feto modifica su posición: empieza su disertación
considerando que los antojos y malformaciones de las criaturas, por lo general,
hay que explicarlos como producto de enfermedades fetales, dolencias que se
heredan de los padres, o lesiones causadas por golpes o comprensiones en el
seno materno... y, en consecuencia, piensa que el vulgo, movido por la
superstición, atribuye estos accidentes a la imaginación materna, hasta tal
punto que puede llegar a considerar que un niño nació sin un brazo porque su
madre estando encinta vio cortar la mano a un soldado, o que otro vino al mundo
con cicatrices en brazos y piernas situadas en el mismo lugar y en todo
semejantes a las de un reo que su madre había visto torturar.
Sin
embargo, el ensayista benedictino, a pesar de negar todas estas chuscas
historias, en esta carta concede que tal vez se pueda admitir, aunque no pueda
llegar a entenderlo, el influjo de la imaginación materna sobre el feto
circunscrito, prácticamente, al preciso momento de la concepción, cosa que casi
se ve forzado a aceptar para explicar cómo es posible que a los niños se
trasmitan los rasgos físicos de los padres, cuando los conocimientos biológicos
de la época solo podían dar cuenta de la trasmisión de los de la madre, pues se
creía que ya se hallaban en el embrión depositado en el ovario, por lo que
únicamente acudiendo al influjo de la imaginación excitada de la madre sobre el
feto en el momento de la generación se podría explicar lo que ocurre con suma
frecuencia en la vida corriente, a saber: que los niños se parecen a su padre.
Ahora
bien, lo curioso es que en este cambio de postura de Feijoo, como él mismo
confiesa, tuvo una influencia decisiva una historia que le relató un amigo de
toda confianza como sucedida en su tiempo en la sevillana localidad de
Marchena, donde, afirma su amigo, había un caballero principal, de padre y
madre blancos, llamado don Francisco de Ahumada y Fajardo, el cual, no obstante
su origen, era negro atezado, con cabello ensortijado, narices anchas y otras
características que se notan en los etíopes, al contrario que dos hermanos
suyos, hijos de los mismos padres, que eran blancos en extremo. Ante lo cual,
el sabio benedictino, descartada la infidelidad de la noble esposa, da como
buena la explicación de que el color de la piel de don Francisco es debido a
que su madre durante el momento de la concepción había fijado con vehemencia la
imaginativa en un cuadro de los Reyes Magos que había en su cámara, cuadro que,
a buen seguro, incluía la simpática figura del rey Baltasar, pues el
benedictino está seguro de la veracidad de esta historia por corroborarlo el
hecho de que, habiéndose casado el caballero en cuestión con una dama blanca,
tuviera hijos mulatos:
Siendo
hecho constante, como yo no dudo, la perfecta negrura de aquel caballero, es
claro que no puede atribuirse al indigno comercio de su madre con algún etíope.
La razón es concluyente: si esta fuese la causa, no saldría enteramente negro,
sino mulato, como salían todos aquellos que tienen padre negro y madre blanca;
y como por la propia causa salieron los hijos del mismo don Francisco. ¿A qué
otra causa, pues, podemos atribuir el efecto, sino a la vehemente imaginación
de la madre, clavada al tiempo de la concepción en la pintura del Mago negro
que tenía presente?[22]
Pues bien, a pesar de lo sorprendente que
pueda parecer, esta historia supuestamente ocurrida en Marchena, que tiene
tantos puntos en contacto con la más antigua que se había ido sacando a
colación a través de los siglos para demostrar el influjo de la imaginación
materna sobre el feto, y que el propio benedictino había refutado en otros
lugares de sus escritos, modificó notablemente la postura ante este fenómeno
del sabio ilustrado, hasta tal punto que llega a hacer causa común con los
imaginacionistas a la hora de explicar la aparición del color etiópico como
debida al poderoso influjo de la imaginación de las madres, originariamente
blancas, sobre los fetos, lo cual facilitaba la comprensión de que las
distintas razas de la tierra pudieran proceder, a pesar de sus diferencias de
color, de unos primeros padres comunes (Adán y Eva), lo que había provocado que
hubiera quien acudiera, en su empecinamiento por sostener dicho aserto, a
explicaciones tan peregrinas como la de sostener que el color negro surgió en
nuestro planeta como consecuencia de una maldición divina que recayó sobre los
hijos de Caín por su infame crimen.
Y
es que lo cierto es que, a pesar del varapalo que supuso la publicación en 1729
del libro del prestigioso médico londinense Augustus Blondel sobre el poder de
la imaginación para las tesis imaginacionistas, o partidarias de la explicación
de este tipo de fenómenos a través de lo que la medicina antigua denominaba
teoría de la impresión materna, el pueblo llano, e incluso algunos científicos
de la época, seguían mostrando una enorme fe en la misma, como se puede
comprobar al consultar el libro Histoire des anomalies de Geoffroy Saint-Hilaire, donde se recoge la
anécdota de que tres años después de la Revolución Francesa nació un niño con
una mancha en el pecho que se asemejaba a un gorro frigio, por lo que a su
madre se le asignó por parte del gobierno una pensión de 400 francos al año en
gratitud por el patriotismo de su pensamiento.
Y
lo mismo seguía pasando a principios del siglo XIX, como se comprueba con una
historia publicada en un pliego de cordel, de gran difusión en Inglaterra,
según el cual un hombre desalmado negaba ser el padre de un niño que estaba a
punto de nacer, a pesar de que tal hecho era afirmado tajantemente por la
inminente y menesterosa madre, cosa que se demostró al ser alumbrada la
criatura con el nombre del padre que lo repudiaba grabado en los ojos, e
incluso ya sobrepasado el ecuador de esta centuria, contamos con el testimonio
de Joseph Carey Merrick, el famoso hombre elefante, que explicaba sus
monstruosas deformaciones como consecuencia de un susto que dio a su madre un
enorme paquidermo durante su embarazo.
Evidentemente,
la difusión de los estudios embriológicos del fisiólogo alemán Johannes Müller
relegaron la teoría de la impresión materna, prácticamente, al mundo del
esoterismo, aunque la gente seguía creyendo en la veracidad de los antojos, e
incluso había hasta médicos que
defendían la telegonía, una nueva versión de la antigua teoría de la impresión
materna, todavía sostenida por científicos enrolados en el nazismo, que en
apoyo de sus tesis esgrimían historias como la de la yegua de raza árabe que se
cruzó con un asno salvaje, parecido a una cebra, y a partir de entonces ya
siempre tuvo hijos rayados, a pesar de que se cruzara con otros caballos árabes
de pura raza, o, a la inversa, como la de la vaca que había sido cubierta por
un toro de excepcional calidad, y, a partir de entonces, paría becerros dotados
de esta envidiable genética, aunque se cruzara con otros toros de calidad
notablemente inferior.
Pues
bien, lo cierto es que estas antiguas convicciones son enormemente difíciles de
desterrar, así como las historias que se relataban para sustentarlas, lo que
quizás explique que todavía hoy la especie de que un matrimonio de raza blanca
ha tenido sorpresivamente un infante de raza negra sea una leyenda recurrente
en nuestros días, por lo que aparece en diferentes libros en donde se recopila
este tipo de narraciones.
Así,
la antropóloga Laura Bonato señala que en la ciudad de Torino se tenía por
cierto que una pareja de recién casados había ido de luna de miel a África, y
que la mujer, que se quedó sola una tarde en el hotel, porque su marido se
había empeñado en ir a una excursión que a ella no le apetecía, había cometido
una infidelidad con un sirviente negro, a consecuencia de la cual a los nueve
meses dio a luz en Italia un par de criaturas: una blanca y otra negra.
Y
en esta misma línea, el folclorista sueco Bengt af Klintberg también recoge un
caso de preñez verdaderamente portentosa: un hombre tiene relaciones sexuales
con una prostituta negra, y, a las pocas horas, yace con su propia esposa, que
a los consabidos nueve meses pare un niño de color, sin haber mantenido trato
sexual alguno con ninguna persona de esta raza. Tras arduas investigaciones del
ginecólogo, se resuelve el enigma: la hetaira en cuestión se había acostado
poco antes de prestar sus servicios al marido adúltero con un cliente negro, y,
como no se había lavado después de haber realizado el acto sexual, traspasó el
esperma del hombre negro a la mujer a través del órgano genital de su propio
marido, que tampoco debía de ser muy partidario de la higiene íntima[23].
Últimamente estas historias se
asocian con las despedidas de solteras, de tal forma que el inesperado retoño
de raza negra es el resultado de un desliz que la futura esposa ha cometido con
un bailarín de color que había sido contratado para animar la fiesta celebrada
para dar fin a su soltería. Así, Ortí y Sampere en su libro Leyendas urbanas
en España trascriben un
informe del egabrense David Moreno en que se ofrece una versión de esta
leyenda:
Una joven a punto
de casarse celebró la despedida de soltera con unas amigas en un local nocturno
de la capital donde los chicos (“camareros”) se desnudaban y después se
prostituían. La joven que estaba a punto de casarse se “lió” con uno de ellos
que era de piel negra. A la semana se casó la chica con su fiel novio, pero
pronto quedó embarazada (lógicamente por la relación que había mantenido con el
chico de color), aunque todos estaban convencidos de que el padre era su
marido. Llegó el día del parto y los médicos se sorprendieron al ver un bebé
negro, por lo que antes de cortar el cordón umbilical llamaron al padre, para
que estuviera seguro de lo que su mujer traía. El hombre dejó a la mujer y ella
se quedó sola con su hijito moreno[24].
Y, además, en muchas ocasiones, estos bulos se
cuentan poniendo nombres y apellidos a los protagonistas de la historia, que, a
veces son famosos, como sucede con una de estas leyendas que se contaba hace
unos años en Cáceres, según los citados Ortí y Sampere, sobre una jovencita
que, después de la consabida despedida de soltera, se encamó con un jugador de
baloncesto de color del equipo de la capital extremeña, y como consecuencia
parió a los nueve meses una criatura de piel negra, o con otra más antigua que
se relataba unos cuantos años antes relativa a un futbolista del Real Madrid de
raza blanca, de la generación que ganó la sexta Copa de Europa contra el
Partizan de Belgrado, que había maridado con una entonces famosa actriz también
de raza blanca.
Y
es que, como señala el filósofo Jordi Barrera, este tipo de relatos, aparte de
tener las funciones que acabamos de comentar anteriormente, también pueden
servir para que gente con una existencia grisácea dé color a la misma
destrozando las reputaciones ajenas, quizás porque en el fondo no están muy
orgullosas de las propias.
Así
pues, tales historias contemporáneas, de raíces tan antiguas, quizás han podido
pervivir cambiando su función, y han pasado, de ser ilustraciones de una
vetusta convicción en el poder de la imaginativa, a traslucir, entre otras
cosas, aparte del miedo de los padres a que sus hijos puedan no ser legítimos,
que tiene su correlato en el de los hijos que dudan de la atribución de sus
padres (recuérdese el cuento El traje nuevo del emperador), la manifestación por parte de las mujeres
blancas de un deseo libidinoso oculto, basado en la concepción del negro como
un portento sexual, que se resuelven a satisfacer antes de someterse al yugo
del matrimonio; a la vez que conllevan un carácter admonitorio destinado a
desterrar este tipo de conductas desinhibidas por las nefastas consecuencias
que trae consigo una prueba tan palpable de su infidelidad.
Sin
embargo, a pesar del cambio de función en las leyendas urbanas contemporáneas
de esta antiquísima historia que ilustraba la creencia en el influjo de la
madre sobre el feto, y de los estudios médicos modernos que explican las
manchas en los recién nacidos como tumores benignos o fruto de problemas
circulatorios en el nasciturus, lo cierto es que se sigue creyendo en la actualidad en los antojos,
aunque se descarten como verídicas historias de la aparatosidad de las
anteriormente referidas, si bien en un relato de Álvaro Cunqueiro todavía he
encontrado ecos de esas vetustas narraciones, así como de los antiguos consejos
que se daban para practicar la eugenesia a través de la imaginación,
consistentes en sugerir a la madre que contemplara obras de arte en donde
estuvieran representadas las figuras a las que deseaba que se pareciera su
hijo.
En
efecto, en un breve relato titulado Padín de Carracedo[25] el insigne escritor antes citado, tan
familiarizado con las creencias de su Galicia natal, cuenta la historia de un
hombre humilde que tiene la mala suerte de quedarse tuerto en el vareo de las
castañas, y decide ponerse un ojo de cristal. Pero, ante la sorpresa de su
oftalmólogo, elige uno de color violeta intenso, aunque difiere mucho del
color, castaño claro, de su ojo natural. Pasados unos meses, se casa con la
sobrina del cura, y a esta se le mete en la cabeza la obsesión de que sus hijos
tengan los ojos color violeta, lo mismo que el ojo artificial de Padín, lo cual
consigue, por consejo de una meiga, poniéndose por la noche en el vientre el
ojo artificial del esposo y confiando en el poder de la imaginativa. Corre la
voz por la aldea y es repetido el experimento por algunas vecinas, lo que,
además de generar pingües ganancias al bueno de Padín por prestar su ojo de
cristal, provoca que el vecindario se llene de rapaciños con ojos de un intenso color violeta. ¡Cosas
veredes!
1Véase Fernando de Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, edición de Inoria Pepe Sarno y Reyes Cano (Madrid: Cátedra, 2001).
2 Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, edición de Esteban Torre (Madrid: Editora Nacional, 1977) p. 164.
[1]Véanse el artículo de José María Pozuelo Yvancos, “Los conceptos de ‘fantasía’ e ‘imaginación’ en Cervantes” (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007), y el libro de Juan Bautista Avalle-Arce, Don Quijote como forma de vida (Valencia: Fundación Juan March-Castalia, 1976).
[2] Feijoo, “Sobre los duendes”, incluido en Cartas eruditas y curiosas, t. I, 41. Sigo la edición electrónica de la Fundación Gustavo Bueno.
[3] Consúltese el imprescindible libro del maestro Julio Caro Baroja Las brujas y su mundo (Madrid: Alianza Editorial, 1993), p. 252: “Pedro de Valencia conocía varios casos de brujas a las que, a modo de experiencia, se les hizo caer en aquel sopor imaginativo, entre ellos el narrado por el doctor Laguna, de suerte que incluso llega a pensar que parte de las visiones pueden ser debidas a la eficacia natural de las unciones sin que el Demonio se las componga y haga”.
[4] Pedro Ciruelo, Reprobación de supersticiones y hechicerías (Valladolid: Editorial Maxtor, 2005), p. 52.
[5] Antonio de Torquemada, Jardín de flores curiosas (Madrid: Castalia, 1982), edición de Giovanni Allegra, p.122.
[6] Estos últimos casos los recoge nada menos que Montaigne en “De la fuerza de la imaginación”, incluido en Ensayos, traducción de Juan G. de Luaces (Barcelona: Orbis, 1985), t. I, p. 68. Recuérdese el pasaje antes citado de Pedro Ciruelo sobre la gran actividad que desarrolla la imaginativa durante el sueño.
[7] Pedro Mexía, Silva de varia lección, edición de Antonio Castro (Madrid: Cátedra, 1989), II, 8, p. 588. De este suceso también se hace eco el propio Montaigne, op. cit., p. 62: “Aun cuando no sea cosa nueva que crezcan en una noche cuernos a quien antes no los tenía, memorable es el caso de Cipo, rey de Italia, quien, tras asistir de día con gran entusiasmo a un juego de toros, soñó por la noche que tenía cuernos, y éstos le salieron en la frente en fuerza de su imaginación”.
[8] Op. cit., p. 62.
[9] Sobre la antigüedad de esta historia, sin duda la más citada por los partidarios del influjo de la imaginación materna sobre el nasciturus, así como su reflejo en la literatura de los Siglos de Oro, véanse el muy documentado artículo de Javier González Rovira “Imaginativa y nacimientos prodigiosos en algunos textos del Barroco”, Criticón, 69 (1997), pp. 21-31, y el excelente libro de José Manuel Pedrosa, El cuento popular en los Siglos de Oro (Madrid: Laberinto, 2004), p. 347.
[10] Op. cit, p. 351.
[11] Ambroise Paré, Monstruos y prodigios, edición de Ignacio Malaxecheverría (Madrid: Siruela, 1993), pp. 47-48. Sobre este tipo de cuestiones es obligada la consulta del excelente libro de Elena del Río Parra, Una era de monstruos: representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español (Madrid: Vuervuert, 2003).
[12] Confróntese Javier González Rovira, art. cit., pp. 27-30.
[13] Véase El ente dilucidado, especialmente los párrafos 253, 254, 255. Debo al profesor Pedrosa el conocimiento de la existencia de una reciente y muy esmerada edición del libro de Fuentelapeña por la que cito. Ha sido realizada por Arsenio Dacosta y revisada por Paul Silles Mclaney y Maite Eguiazábal con la colaboración de María Antonia Muriel Sastre. La obra, además, viene precedida por cuatro interesantísimos estudios de Dacosta, Fernando R. de la Flor Teófilo Estébanez y el propio Pedrosa.
[14] Relación del viaje de España, edición de Mercadal y prólogo de Lorenzo Díaz (Madrid: Akal, 1988), p. 251.
[15] Op. cit., p. 351.
[16] Op. cit., p. 350.
[17] Ramón de la Cruz, La embarazada ridícula (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000), vv. 514-530.
[18] Véase Jan Bondeson, Gabinete de curiosidades médicas, traducción de Nuria Parés (México: Siglo XXI, 1998), pp. 152-176. Bondeson recoge en este ameno libro muchas historias sobre el influjo de la imaginación de la madre sobre el feto que han circulado especialmente por Europa, sobre todo por Francia e Inglaterra. Sin embargo, no parece estar al corriente de las que circulaban por España.
[19] “Despotismo, o dominio tiránico de la imaginación”, incluido en Cartas eruditas y curiosas, edición citada, t. IV, 8.
[20] Con este comentario remata la carta citada en la nota anterior: “Despotismo o dominio tiránico de la imaginación”.
[21] “Color etiópico”, incluido en Teatro crítico universal, edición electrónica de la Fundación Gustavo Bueno, t. VII, 3. Véanse los párrafos 22-32. Ha estudiado con cierto detenimiento las ideas de Feijoo en torno a este asunto Alfredo O. Aldridge en su artículo “Feijoo y el problema del color etiópico”, incluido en Actas del Cuarto Congreso Internacional de Hispanistas, coordinado por Eugenio Bustos (Salamanca: 1982), v. I, pp. 105-118. La traducción del trabajo es de Lía Lerner.
[22] “Sobre el influjo de la imaginación materna respecto al feto”, incluido en Cartas eruditas y curiosas, edición citada, t. I, 4, párrafos 30,31,32.
[23] Sobre este tipo de embarazos portentosos, véase Luciano López Gutiérrez, “Del mito a la leyenda urbana: los hijos del agua y otros embarazos y engendros portentosos”, Culturas Populares. Revista Electrónica 4 (enero-junio 2007).
[24] Ortí y Sampere, Leyendas urbanas en España (Barcelona: Editorial Martínez Roca, 2000), p. 161.
[25] Incluido en Las historias gallegas, dentro de Semblanzas y narraciones breves, tomo II de Obras en castellano de Álvaro Cunqueiro, edición de Dobarro Paz (Madrid: Fundación José Antonio de Castro, 2006).