Su‡rez çvila, Luis. ŇConsecuencias y secuelas de los buenos principios: el neopopularismo en Rafael AlbertiÓ. Culturas Populares. Revista Electr—nica 4 (enero-junio 2007).

http://www.culturaspopulares.org/textos4/articulos/suarez2.htm

 

ISSN: 1886-5623

 

 

 

Consecuencias y secuelas de los buenos principios:

el neopopularismo en Rafael Alberti[1]

 

Luis Su‡rez çvila

Instituto Universitario Seminario Ram—n MenŽndez Pidal

Universidad Complutense (Madrid)

 

Resumen

El autor, nacido, como Rafael Alberti, en El Puerto de Santa Mar’a (C‡diz), recuerda personajes, juegos, canciones, anŽcdotas de su infancia. Una infancia paralela, en cierta medida, a la del gran poeta de la Generaci—n del 27, de quien fue amigo.

Palabras clave: Rafael Alberti, El Puerto de Santa Mar’a, C‡diz, infancia, folclore, juego, canci—n, anŽcdota, cuento.

 

Abstract

The author of this text, born in El Puerto de Santa Mar’a (C‡diz), the village of the poet Rafael Alberti, remembers people, games, folk songs and anecdotes of his childhood; a childhood parallel to that of his friend, the great poet of the Generation of 1927.

Keywords: Rafael Alberti, El Puerto de Santa Mar’a, C‡diz, Childhood, Folklore, Game, Folk song, Anecdote, Tale.

 

 

C

uando JosŽ Luis Tejada, esa especie de hermano mayor que tuvimos mis amigos y yo, hace m‡s a–os de los que conviniera, nos descubri— a Rafael Alberti, Cuco era un primo d’scolo de los Merello que viv’a en un lejano pa’s y por cuya conversi—n se rezaba en algunas casas portuenses.

            Se rumoreaba entonces que el P‡rroco de la Prioral hab’a conseguido del Cardenal Segura un permiso especial para que JosŽ Luis Tejada pudiera leer los libros que estaban en el "ęndice", entre los cuales, como es l—gico, figuraban todos los de Rafael Alberti.

            Pero es lo cierto que, contra viento y marea, JosŽ Luis mantuvo viva la memoria de Alberti en El Puerto durante su ausencia y dedic— muchas horas de trabajo a estudiar su poes’a primera, lo que cuaj— en un magn’fico volumen, "Rafael Alberti, entre la tradici—n y la vanguardia", que todos los que estamos aqu’ conocemos.

            JosŽ Luis nos ense–— a leer los primeros libros de Alberti y aquello nos pareci— la poes’a que todos hubiŽramos querido escribir. Nuestros elementales conocimientos, en aquel momento, nos permit’an comprenderla y desentra–arla; acertar sus simbolismos y sus fuentes. Y est‡bamos  contentos.

            La clave eran los versos primeros de la despedida de "La amante":

 

                                   ÁAl sur,

                                   de donde soy yo,

                                   donde nac’ yo...

 

            El determinismo en la forma de vivirse en esta autonom’a de la Andaluc’a del Sur, Andaluc’a la Baja, es evidente. Eso que yo llamo "concepto geogr‡fico indeterminado", que ni es Tartessos, ni la BŽtica, ni Al-Andalus, es lo que Fernando Villal—n dijo en un exabrupto: "El mundo se divide en dos partes: C‡diz y Sevilla". Ciertamente eran los horizontes de su espacio vital. La finca que Fernando acab— vendiendo a su amigo Fernando de la C‡mara, cuando las cosas vinieron a menos, Gibalb’n, coge los tŽrminos de las provincias de C‡diz y de Sevilla. Esta es la Andaluc’a menos islamizada y m‡s real;  es la Andaluc’a donde se forjan las manifestaciones que pasan por ser las arquet’picas espa–olas; la que presta, con raz—n o sin ella, la car‡tula t—pica a la espa–olidad.

            Y es que quienes nacimos en tiempos que terminan –m‡s o menos– en la primera mitad del siglo XX, en Andaluc’a la Baja, y tuvimos infancias felices, nos sentimos estŽticamente interconectados a unos mismos principios, bullimos y reaccionamos a unos mismos impulsos y respondemos a unos mismos resortes.

            Por eso, mis amigos y yo, desde muy pronto, nos sentimos natural e ingenuamente legitimados para ser intŽrpretes fidedignos de la poes’a primera de Rafael Alberti.

            Cuando hace poco, rele’a yo, por no sŽ cuantos cientos de tropecientas veces, los "Recuerdos de Fernando Villal—n", de Manuel Halc—n, me quedŽ reinando en un p‡rrafo en que relataba c—mo   Ňbajo  ManrubiaÓ, mozo de cuadra de su t’o el Conde de Miraflores de los çngeles, mont— por primera vez a caballoÓ.

            En poder de Manrubia, Ňbajo ManrubiaÓ. Mis tatas Lola Paloma y Milagros Guerrero, dec’an que yo hab’a nacido y me hab’a criado en su poder. En poder de Manrubia, o bajo el poder de mis tatas, el caso es que esa relaci—n del ni–o con la servidumbre domŽstica bajoandaluza crea un evidente e imperecedero v’nculo de dependencia estŽtica. Una tata ten’a poder. Ten’a m‡s poder que la se–ora de la casa, que el cabeza de familia, que los abuelos y los t’os. Una tata era el escudo y el parapeto de la disciplina paterna. Una tata, como Dios mandaba, te ense–aba a respirar mŽtricamente, con el tris’labo, primero (ÁAj—!) para seguir con el pentas’labo y el hexas’labo:

 

                                               Cinco lobitos

                                               ten’a la loba;

                                               cinco lobitos,

                                               detr‡s de la cola

 

y terminar con el octos’labo en escabrosas historias que te cantaban de mujeres seductoras, de incestos e incluso adulterios unidos a sacrilegios, que ni repel’an a tus tiernos o’dos infantiles, ni a ellas mismas. As’ te cantaban y te aprend’as las historias de los amores de Gerineldo y de la princesa Enilda sorprendidos por el rey durmiendo juntos, como mujer y marido; los requerimientos de amor del perro moro a su heroica hija Delgadina; los de los hermanos Amn—n y Tamar; los de la princesa bastarda y el segador, o los de la mujer del molinero y el cura. Pero tambiŽn Don Bueso y la hermana cautiva, el marinero fragata, la Virgen y el ciego, el milagro del trigo, el maldito cardelero, la Jeringosa...

            Y a los m‡s chicos, dos, con las manos entrelazadas por las cuatro mu–ecas, los paseaban en la Ňsillita cacaÓ:

 

                                               La sillita caca,

                                               el sill—n de oro,

                                               donde caga el moro.

 

                                               La sillita caca,

                                               el  sill—n de plata,

                                               donde cag— la gata.

 

            Permitidme que hoy traiga aqu’ aquellas infancias paralelas y felices, pobladas de t’as que, al menor amago de tormenta, atormentaban la casa con el

 

                                               Santa B‡rbara bendita,

                                               que en el cielo estas escrita

                                               con papel y agua bendita;

                                               en el ‡rbol de la cruz,

                                               Paternoster, amŽn, Jesśs,

 

y trasgred’an la paz domŽstica empu–ando, como sola arma contra los fen—menos metereol—gicos, la vela encendida del d’a de Santa B‡rbara que todos los a–os tra’a la mandadera del convento de Sancti Sp’ritus, y entonando:

 

                                               El trisagio que Isa’as

                                               compuso con grande celo,     

                                               lo oy— cantar en el cielo

                                               a angŽlicas jerarqu’as;

 

o con el rezo, al toque de çnimas , en la Prioral; o con el juego de la loter’a de las çnimas Benditas, tambiŽn en la Prioral, que, segśn el nśmero que saliera, sacabas del Purgatorio el ‡nima de un obispo, de una meretriz, de un ajusticiado, de un marinero ahogado, o de...; o infancias frecuentadas por las prestigiosas beatas locales que visitaban, sin motivo alguno, las casas, como Candelaria Leal que se sab’a de corrido un romance de Bernardo del Carpio contrahecho a lo divino por el Maestro JosŽ de Valdivieso:

 

                                               Ba–ando est‡ las prisiones

                                               con l‡grimas que derrama

                                               ese Se–or Soberano,

                                               el Redentor de las almas...;

 

o  de sirvientas como Isabel la Pimpina que, cuando la mandaban a comprar a la plaza, sisaba de la cuenta para comprarse pliegos multicolores con romances que cantaba un ciego y vend’a su mujer, al pie de la casa "de los leones", en la Placilla, que luego tarareaba con Bonilla, el cocinero:

 

                                               Un matrimonio cristiano

                                               que en Santander habitaba

                                               de todo el mundo envidiado

                                               por lo bien que se llevaban.

                                               Vinieron los a–os malos,

                                               con las penas que originan

                                               y Žl tuvo que marcharse

                                               agobiado a la Argentina...

 

            Entonces se dec’a como timbre de distinci—n: "Yo entro en casa de Don Fulano y de Don Mengano". Y, entre quienes entraban y sal’an, hab’a infinidad de personajes, personas y personillas que iban desde la demandadera de un convento con los cordones de San Blas, los brevetines, reliquias varias, deliciosos amuletos y colgantes, hasta el t’o de la alhucema; desde el mendigo que ped’a igual que en el siglo XVII (" Una limosnita, por el amor de Dios, para este pobre tullido que no puede ganarlo") y que, obtenida la d‡diva, sal’a como una exhalaci—n, igual que un p’caro del Siglo de Oro, hasta Toribio, el del carro de la basura; Guarigua, el que vend’a las acemitas pan ‡cimo-, o el del agua de Fuentebrav’a...

            Entraba Rafael Brea, el cartero, que cercana la Navidad, ayudaba a mi padre a poner el Nacimiento y cantaba villancicos en que volcaba todos los evangelios ap—crifos. Entraba Pedro, el del Juzgado, alguacil en El Puerto y barbero en su pueblo de Cabra con el que le hac’amos bromas, instigados por las criadas. Entraba Do–a Concha Romero GutiŽrrez, maestra de primeras letras, viej’sima, como que hab’a nacido en 1872. Viv’a en una casa de la calle Palacios, 61, con su ayudanta, casi tan vieja, Do–a Mar’a Can—nica, donde ten’an un colegio. Por las tardes, Do–a Concha, iba a mi casa a tratar de ense–arnos a leer, en un silabario precioso, tra’do de La Habana. Do–a Concha Romero era poetisa. Se preciaba de haber publicado las paridas de su estro en la Revista Portuense. De ella recuerdo sus u–as partidas en dos, como dos pezu–itas, y el dedo ’ndice sobre el silabario, diciendo. "Ni–o: e–e, e–e, e–e", para quedarse beat’ficamente dormida a rengl—n seguido.

            Entraba y permanec’a Lola Blandino, costurera, que hab’a sido se–orita de compa–’a de mis primas, cuando mi t’a Aurora estuvo en La Habana, y contaba la preciosa historia de la mulata Corina ("que orina", dec’amos nosotros) y cantaba con sones guajiros aquello de:

 

                                               La mujer que quiere a un chino

                                               es que no tiene amor propio

                                               porque el chino fuma opio    

                                               y alborota a los vecinos.

 

            Entraba Chano, el cochero de mi abuelo Juan.

            Cuando Chano me puso, con siete a–os, encima del caballo ZacatŽ, del hierro de Garc’a Mier, me dijo la palabra m‡s sonora, m‡s atrayente, m‡s poŽtica de las que hasta entonces yo hab’a o’do: cuatralbo. ZacatŽ era espa–ol, casta–o encendido, lucero, cord—n corrido y cuatralbo. Aquella m‡gica palabra la volv’ a o’r en 1961, en verano, en el patio de mi casa, donde estaban reunidos D‡maso Alonso, Eulalia Galvarriato, JosŽ Luis Tejada y mi padre. Cuatralbo. Don Luis Carrillo Sotomayor, cuatralbo de las galeras del Puerto. Fue la primera vez que o’ hablar de ese limpio poeta y la segunda que o’ cuatralbo. Pero una y otra vez, la misma palabra, significaron dos cosas distintas.

            Entraba, JosŽ El Negro, gitano, hijo de La Bilili, que tra’a carb—n, higos de tuna, caracoles o cualquier res nullius que encontrara a mano, y aprovechaba para cantar la historia de Bernardo del Carpio, de la Reina y la hermana cautiva, de Gaiferos, del Conde Claros.

            Entraba Diego El Gurrino, gitano con fragua abierta, que arreglaba los pezones de las asas de las planchas, cuando se les romp’a el mango, las badilas de las copas, los maceteros, los nudos capuchinos de las puertas... y cantaba por martinetes aquello de:

 

                                               Las marecitas de toitos los gitanos

                                               toitas iban al tren,

                                               y yo como no la tengo,

                                               naide me ven’a a ve.

                                              

            Entraban ni–os y ni–as, hijos de amigos de nuestros padres, a los que entreten’amos con los juegos: "De La Habana ha llegado un barco cargado de..." y hab’a que adivinarlo; o Žramos paseados en la bamba, colgada en una palanca del albŽrchigo centenario, al son de los cantos de columpio de las tatas:

 

                                               Entre s‡banas de holanda

                                               y colchas de carmes’,

                                               est‡ mi amante en la cama

                                               que parece un seraf’n.

 

                                               Limpia, limpia, Magdalena,

                                               y no dejes de limpiar;

                                               a los ni–os dales teta

                                               y a los grandes dales pan.

                                              

            Entraban mis amigos, los ni–os de mi edad, a los que mi padre somet’a, los domingos por la tarde, despuŽs de una merienda, de chocolate y pan con manteca colorada, a unos impresionantes comentarios de texto que casi siempre acababan como la comedia de Ubrique. O, todos los veranos, en el jard’n, cuando ven’a Don Diego Angulo ę–iguez, amigo de mi padre y asiduo visitante de mi casa, nos comentaba las filminas y diapositivas del Disc—bolo de Mir—n, del Pates’ Gudea hecho en basalto, de la capilla del Condestable de la catedral de Burgos, de las vidrieras de la catedral de Le—n, o de  las Meninas, o de la Asunci—n de Murillo, en el Museo del Ermitage...

            Entraban los Merello, a recogernos a mi padre y a nosotros para ir de excursi—n a la playa, por el Camino de los Enamorados, entre tunas, pitas, espinos aromos, vinagreras, tomatitos del diablo... para acabar pintando acuarelas o haciendo apuntes a l‡piz del Castillo de la P—lvora o de los arrieros  que, con sus recuas, cargaban arena para la f‡brica de botellas.

            Cuando JosŽ Luis Tejada me prest— La Arboleda Perdida descubr’ la infancia de Rafael Alberti. EmpecŽ a leer en letra impresa los nombres de personas que me eran conocidas, de personas con las que hab’a hablado o de las que hab’a o’do hablar, y me sorprend’ de c—mo se crean los mismos horizontes estŽticos en los ni–os bajoandaluces.

            En La Arboleda estaban todos los Merello, primos de Rafael, los amigos de mi padre, gente de buen saque y enmara–ademente endog‡mica, ligada por matrimonios, con los Alberti y los Brunetti o Brunet, de los que en El Puerto se salmodiaba, en tono gregoriano: "De Merello, Alberti y Brunet, liberanos, dominŽ, a la hora de comŽ", por su gran voracidad.

            All’, en La Arboleda vi impreso el nombre del primo mayeto, Agust’n Alberti Brunet, a quien por unas pocas pesetas un Luca de Tena le compr—, ante Notario, los derechos de sucesi—n del Marquesado de Brunet. El propio Agust’n Alberti Brunet, a quien nosotros, de chicos, llam‡bamos con el mote de "AmŽn peo". Y es que este Agust’n se pasaba horas y horas en la Prioral, de capilla en capilla, relat‡ndole a todos los santos retah’las petitorias bisbeadas, en voz baja, que terminaban con una respetuosa inclinaci—n del cuerpo y un "amŽn" pronunciado en alto, seguido de un cuesco, que no se sabe, ni pude averiguar, si se le iba el punto por la inclinaci—n, o por la intensidad del "amŽn".

            Tarabillas, las de Agust’n, como la de:

 

                                               Virgen Santa del Carmelo,

                                               por tu escapulario santo,

                                               ac—geme bajo tu manto

                                               y llŽvame hasta el cielo,

                                                                      (Inclinaci—n, amŽn y cuesco)

 

que estoy seguro que Rafael la sab’a, por los rastros que han quedado en su Marinero en tierra.

            O aquella, que parece sacada de un cancionero del XVI y que Agust’n y todos los Merello rezaban, con un padrenuestro, al Cristo de la capilla de Benavides:

 

                                               Si lo m‡s hice por ti,

                                               que fue morir por salvarte,

                                               Ŕc—mo no he de perdonarte?

 

            O la de Santo Tom‡s de Villanueva, que tambiŽn rezaba la madre de Alberti al Santo limosnero de la Prioral, cuando la ruina de su casa, y que mi abuela Aurora rezaba con la mano extendida, cuando los negocios de mi abuelo Juan iban de capa ca’da. La misma, con alguna variante, que Rafael recuerda en La Arboleda:

 

                                               Santo Tom‡s de Villanueva,

                                               Obispo de Casasanta,

                                               una limosna te pido

                                               que me hace mucha falta.

                                               Por tu padre,

                                               por tu madre,

                                               por las olitas del mar

                                               que van y vienen,

                                               que se me llene la casa

                                               de salud y bienes.

                                               Por la Sant’sima Trinidad,

                                               que en mi casa no falte pan.

                                               Y de una limosna que das todos los d’as

                                               que la śltima no sea la m’a.

                                               Y, tś, que eres tan bueno

                                               y tan querido de Dios,

                                               s‡came de esta aflicci—n.

 

            All’, en La Arboleda y en casa de los Alberti y de los Merello, los Santos cercanos y elementales: San Agust’n, San Rafael Arc‡ngel, San Vicente Ferrer, San Luis Rey de Francia –terciario franciscano, como la madre de Rafael–, San JosŽ, devoci—n familiar con sus dolores y sus gozos de los siete domingos; San Ignacio de Loyola –ÁFundador sois, / Ignacio, y General / de la Compa–’a Real /, que Jesśs con / su nombre distingui—...!–; la Virgen de los Milagros, la Patrona, la imagen mariana que dec’a Rafael que fue m‡s cantada por los poetas, desde Alfonso X hasta Žl mismo, que, adem‡s, la pint— en la famosa puerta de su casa de Punta del Este;  la Virgen del Carmen –Virgen Santa del Carmelo–; La Virgen de BelŽn, en el trascoro de la Prioral, cuya advocaci—n llevaban todos los Alberti entre sus muchos nombres de pila; ÁMadre del Amor Hermoso!, exclamaci—n ante lo inveros’mil que se convierte en aparici—n de Nuestra Se–ora del Amor Hermoso, con cara recortada de una foto de Mar’a Teresa Le—n, a Rafael, con cara recortada de su propio retrato, en el dibujo de Žste Naufragio y salvaci—n de Rafael Alberti; Santa Casilda, de cuya leyenda, que se contaba en El Puerto, mezclada a la de la aparici—n de la Virgen de los Milagros, termin— Rafael por hacer una obrita de teatro impregnada en el romancero; Santa Catalina –Catalina de Alberti, italo-andaluza y la ermita de la Santa en el Castillo que cita Juan Ram—n en la famosa carta a Rafael–; Santa Rosa de Lima –Rosa de Alberti que tocaba, pensativa, el arpa–; Santo Tom‡s de Villanueva, el santo limosnero de la Prioral; San Pedro, sentado, en El Puerto y en Roma; sus ‡ngeles, jer‡rquicos esp’ritus puros y, luego, materia poŽtica; la cinta milagrera, con la medida de la imagen de la Virgen de los Milagros y la medida de la Virgen de la Cinta, en Moguer de Juan Ram—n, que se impon’a a los enfermos.                                          

            Santos cercanos, elementales y, tambiŽn, demonios familiares: el t’o abuelo Tomaso, guapo garibaldino mutilado de guerra; Pepe Ignacio, hijo de Žste, pintor de afici—n en su primera juventud granadina, traductor teatral y escritor luego, que viv’a malcasado en Madrid y pasaba algunas temporadas en El Puerto, en donde se le motejaba como el republicanote, el ateo, la oveja negra de la familia, y por quienes Rafael muestra una particular simpat’a.

            En La Arboleda pululan gentes de las que yo hab’a o’do hablar o hab’a conocido: Paca Moy, la ni–era de Rafael, a la que Cuco hizo blanco de su fechor’as y c—mplice de sus travesuras, y ten’a m‡s mando y poder que la propia madre de Rafael; la gitana Milagros Maya, costurera de la casa, que le ense–aba canciones populares, romances y oraciones; Pepilla la lavandera "que jugaba con Žl en la azotea, olorosa de espumas y lej’a"; Paquillo, el hijo del cochero de su t’o, de su misma edad  y compa–ero de aventuras y de juegos, que, a la vuelta de Rafael, el a–o 77, lo recrimin—, en presencia de la prensa: "Mira, Cuco, ahora me vas da decir cu‡ndo nos hemos hecho nosotros pajas en las Dunas. ÁHombre, no seas embustero!...". Y Rafael, engoladamente, con superioridad manifiesta, le contest—: ŇPaco, nunca llegar‡s a conocer los entresijos de la literatura de memorias". Y Paco, convencido, se amilan—, encogido de hombros, con un condescendiente y entregado "Bueno..."

            En La Arboleda, Federico, antiguo arrumbador de la bodega familiar, que pon’a el Nacimiento cada Navidad, sab’a historias inveros’miles  y cantaba villancicos incomprensibles  como el de:

 

                                               AcuŽstate en el pozo

                                               que vendr‡s cansado...

 

que no era otra cosa que:

 

                                               AcuŽstate, esposo,

                                               que vendr‡s cansado...,

 

lo mismo que hace muy poco vi, en la Biblioteca Nacional, en un pliego de ciego del XIX, de la colecci—n de don Luis Usoz, titulado Villancicos de la Nochebuena que se cantan en C‡diz; lo mismo que se cantaba en mi casa.

            O "Capirucho", otro arrumbador de la bodega, al que Rafael dedic— una nana en Marinero en tierra, y del que en la casa de los primos Merello yo he o’do cantar la retah’la  dialogada entre dos arrumbadores –Capirucho y Trabajila– de:

 

                                               –ŔAdonde vas, Capirucho,

                                               con sotana y con mochila?

                                               Voy a casa de Merello,

                                               a llevar estas vasijas.

                                               –Adi—s, adi—s, Capirucho.

                                               –Si me llamas Capirucho,

                                               te llamarŽ Trabajila.

                                               –ÁCapirucho!

                                               –ÁTrabajila!

 

            All’, en La Arboleda, Carreja, el pescadero, con su pulgarcillo a–adido, como un percebe minśsculo; all’, la t’a Josefa, protectora de los gitanos de la calle de la Rosa, a los que ense–aba a leer y doctrina cristiana; all’, Do–a Concha Romero, la misma, pero con cuarenta a–os y su bata "verde pit‡rriga", d‡ndole clases de catecismo a Rafael; all’, las Hermanas Carmelitas, las que le ense–aron a leer las primeras letras y a las que los alumnos cantaban:

 

                                               Las Hermanas Carmelitas

                                               con delantales azules

                                               se parecen a los cielos

                                               cuando se quitan las nubes.

 

            Y el Colegio de San Luis Gonzaga, el colegio grande de El Puerto, el de los jesuitas, el de los poetas, el de Juan Ram—n, el de Fernando Villal—n, el de Pedro Mu–oz Seca, el de Rafael de Le—n, el de Rafael Alberti. Por La Arboleda deambulan redivivos el padre Zamarripa, vasco larguirucho; el padre Pedro Ayala , prefecto, director de la Congregaci—n Mariana y del Apostolado de la Oraci—n en donde milit— Rafael; el padre Lirola; el padre Lambertini, italiano que se encargaba del confesionario; las soberbias de su primo JosŽ Ignacio que tanto hirieron a Rafael; las rabonas para ir a las Dunas, a la playa, a la finca del t’o JosŽ Luis de la Cuesta a torear vacas de media casta; el corte de la coleta torera en plena clase, con un cortaplumas; sus amigos colegiales, Mu–oz Pacheco, los Bootello, los Benvenuty, Juan Modesto Guilloto Le—n, compa–ero de correr’as taurinas y luego camarada, conocido en la guerra civil como el "General Modesto".

            All’, el amor imposible por su t’a Gloria y el no menos plat—nico por la ni–a Milagritos Sancho; rabonas cada vez m‡s seguidas; el descubrimiento de la pubertad; los primeros dibujos, el camello modelado en barro para el BelŽn del t’o Vicente; la emigraci—n, para no volver m‡s, de su abuela materna a la Argentina en el vapor "Balvanera", un buque que, de una l‡mina anuncio de la Compa–’a Trasantl‡ntica, copiar’a Rafael una y otra vez, en distintos tama–os, en variados colores; el regalo de la t’a abuela Lola de su vieja paleta de pintura y su paciencia ense–‡ndolo a conocer y manejar los pinceles y los colores. "Este ni–o ser‡ un Murillo", dictamin— la t’a Lola y asintieron todos los parientes. Rabonas, excursiones, durante las clases, a las salinas –en donde las vagonetas llevaban al muelle la sal hasta las "blancas casetas"–, a la playa, con sus castillos de la P—lvora y de Santa Catalina y, m‡s adentro, el de San Marcos –"Mi pueblo tiene castillos, / pero adem‡s una mar"–, a los pinares, pinares que plantara, en el XVII, Don Juan Camacho Jaina, portuense, gobernador en Nueva Espa–a y primer editor de Sor Juana InŽs de la Cruz. Dibujos y acuarelas.

            Y, entretanto, la ruina familiar. La vieja bodega tiene que venderse. Los Osborne la compran. Los Osborne, bisnietos de Don Juan Nicol‡s Bšhl de Faber y de Do–a Frasquita Larrea, sobrino-nietos de Fern‡n Caballero... La familia Alberti debe marchar a Madrid. Los propios compradores de la bodega  nombran a don Agust’n Alberti su representante general para Castilla, para que tenga un pasar. Eso era lo normal entre bodegueros, por otra parte, enmara–adamente entroncados. Dicen que la causa de la ruina  fue la vida desatenta. Los Alberti deben diluirse en la gran ciudad. De due–os a empleados, la situaci—n se present— terrible. La ruptura, la nostalgia y el reproche al padre mal administrador:

 

                                               ŔPor quŽ me trajiste, padre,

                                               a la ciudad?

                                               ŔPor quŽ me desenterraste

                                               del mar?

 

            Lo mismo que Fernando Villal—n, ganadero de reses bravas, garrochista, agricultor, poeta, te—sofo, espiritista, Conde de Miraflores de los çngeles, que, arruinado en Sevilla, es quitado de en medio por su hermano Jer—nimo, que le realiza todos los bienes y lo env’a a Madrid, donde nadie lo conozca, para lavar el crŽdito de la familia. La misma nostalgia en Fernando Villal—n, desenterrado del campo y hecho un urbanita:

 

                                               Que me entierren con espuelas

                                               y el barbuquejo en la barba,

                                               que siempre fue un mal nacido

                                               quien reneg— de su casta.

 

            Y Fernando se venga de su hermano, maldiciŽndolo en su testamento hasta la sexta generaci—n, por haberlo desenquistado, a la fuerza, de su medio natural.

            Ruinas bajoandaluzas, igualitas que las de mi abuelo Juan çvila, condisc’pulo, en los jesuitas de El Puerto, de Juan Ram—n, de Fernando Villal—n y de Dionisio PŽrez que lo hace –con nombre y apellidos–, personaje en su novela La Juncalera. Juanito çvila, propietario, garrochista, aprendiz de torero, amigo de don Luis Mazzantini, hombre de buen humor, mujeriego –ÁHay que ver, con lo guapa que era su abuela Do–a Aurora!, me dec’a un viejo capataz–; Juan çvila, con querida en Puerto Real, villa a la que sotto voce las burladas se–oras del Puerto llamaban, despectivamente, refugium peccatorum; Juan çvila, emprendedor de negocios ruinosos, al que mi bisabuela Magdalena Rodr’guez Madrazo y Calder—n de la Barca salv—, una y otra vez, de la hecatombe y pudo seguir viviendo en El Puerto.

            Los Alberti, los Merello, son unos grandes inventores de mundos fant‡sticos y fabulosos contadores; tienen una prosa gr‡fica, simb—lica, tanto oral como escrita envidiable; tienen el don de hacer amena cualquier historia. RecuŽrdese, por ejemplo, a Jesśs Merello y sus libros de cacer’as. ŔHabr‡ prosa con m‡s donosura? Remem—rense los escritos de Agust’n Merello y sus art’culos de cada d’a, en prosa necesariamente de urgencia, pero tan galana, almacenada ya en las hemerotecas para perpetua memoria. AcordŽmonos de los sucedidos contados, en cualquier tertulia, por Agust’n, JosŽ Ignacio, Luis, Seraf’n, Estanislao o Paco Merello, que adquir’an la categor’a de obra literaria.

            O el propio Rafael, cuando yo le tiraba de la lengua y le ped’a que me contara las juergas que, con la excusa de G—ngora, todos los del 27 oficiaban en Pino Montano, el cortijo sevillano de Ignacio S‡nchez Mej’as, con Manuel Torre, al cante, y Manolo de Huelva, a la guitarra... o imprevistos sucesos y ocurrencias de Fernando Villal—n.

            Los Alberti y los Merello tienen el garbo natural de saber contar cualquier cosa. Hablando normalmente, construyen una especie de maravillosa prosa poŽtica, tocada de unas pizcas de fant‡sticos ingredientes que la hacen sublime. Hasta cuando cuentan mentiras y trolas veniales.

            En La Arboleda, entran, salen y se adivinan beatos y ateos, borrachines, estrafalarios parientes, seres angelicales, divertidos e inocentes, mani‡ticos, tarumbas tarambanas, trasnochados, intransigentes, liberales, radicales, mon‡rquicos, republicanos, pintores, escritores, mujeriegos, malcasados, cŽlibes, curas, monjas, cazadores, papanatas, surrealistas... AquŽl que quer’a ser caballo, o avutarda; o el que vio en la sierra de San Crist—bal un ruise–or con cabeza de vaca; o el que se acostaba vestido, con las manos dentro de los calcetines...

            Sin embargo, no cita Rafael en La Arboleda –pero yo aqu’ la traigo, para salvarla del olvido–, a la prima Mila. Milagros Merello, pintora, monja jer—nima de Santa Paula, a la fuerza, por haberse ido de excursi—n con su novio a conocer el Mar Mediterr‡neo, y a la que los varones guardadores de la doncella buscaron, encontraron y rescataron cerca de Gibraltar. Sin mediar palabra, la metieron en el convento sevillano, adonde ’bamos, con Mari Lourdes Merello, a verla, ya envejecida, al locutorio, a la sombra de las puertas de Niculoso Pisano y bajo el b‡culo de Sor Cristina de Arteaga, abadesa y poetisa, hermana del Duque del Infantado y descendiente de Don ę–igo L—pez de Mendoza, MarquŽs de Santillana. Mila Merello, monja a la fuerza, como la del pliego de cordel:

 

                                               Esta es la monja traidora

                                               que a maitines se levanta

                                               y que dice cuando canta:

                                               ÁQuiŽn fuera casada agora!

 

            No la cita, pero en ŇDe un momento a otroÓ Ŕno es Ň... y a nuestra prima hermana en el convento...Ó?

            La Arboleda es el paradigma de c—mo cuentan los Alberti y los Merello cualquier cosa. All’, adem‡s, se me incit— al mimetismo del modelo: a leer los Cantos Populares Espa–oles de Rodr’guez Mar’n, el Cancionero de Pedrell y a Gil Vicente... En sus obras descubr’ unas trovas que Žste śltimo dedica a un Felipe GuillŽn, boticario p’caro de El Puerto de Santa Mar’a (nacido en 1492, muerto en no se sabe quŽ a–o del siglo siguiente) lo que me produjo una gran alegr’a.

            El encendido fervor por lo popular que cre— en m’ la lectura de La Arboleda y de la primera poes’a de Alberti me convirti— en recolector de romances y de canciones de la tradici—n oral, e hizo que yo confiscara a mi padre de su biblioteca todos aquellos libros y, adem‡s, el Cancionero de Barbieri, la Antolog’a de poetas l’ricos castellanos de MenŽndez Pelayo, las obras de Fern‡n Caballero, el Romancero de don Agust’n Dur‡n, los Cantares de Melchor de Palau, la Colecci—n de cantes flamencos de Dem—filo y alguna otra cosa m‡s. Todo aquello lo coloquŽ en mi cuarto, en una rudimentaria estanter’a, sobre la que puse el letrero de "Biblioteca Teubneriana de Leipzip", un nombre que se me qued— pegado al o’do y que me gust— sin saber por quŽ. Y lo devorŽ todo el verano de 1960, en que cog’ unas fiebres tifoideas por comer ostiones crudos que me tuvieron apartado de todos y postrado en cama.

            Sin digerir mis lecturas, aprendidas muchas cosas con alfileres, echando mano de nuestras infancias, mis amigos y yo est‡bamos sobresaltados por cu‡nto ’bamos descubriendo en la poes’a de Alberti.

            Hasta entonces, ver en letra impresa, en la obra de Rafael, volcado todo aquello, nos sorprend’a. Pero no tuvimos conciencia de su originalidad, porque la entra–a de sus poemas nos eran familiares.

            Sin embargo, Alberti no s—lo se recre— en la graciosa belleza de lo visto y aprendido de o’do en su ni–ez. En los Madriles descubri— la nostalgia de su mar y se le desencaden— la melanc—lica a–oranza del mar perdido que no le abandonar’a nunca. En Madrid hall— el ambiente oportuno y el caldo de cultivo que puso a tono su lira.

            La conferencia de Don Ram—n MenŽndez Pidal, en el Ateneo, el a–o 19, fue un revulsivo que llam— la atenci—n de los nuevos poetas: los invit— a recrear la primitiva poes’a castellana. El Centro de Estudios Hist—ricos, fundado por don Ram—n, donde impart’an su saber AmŽrico Castro, Juli‡n Ribera, Tom‡s Navarro Tom‡s, Federico de On’s...; la llegada de don Pedro Henr’quez Ure–a y la aparici—n, en el 20, de su Versificaci—n irregular en la poes’a castellana; los consejos que llevaban a la Residencia de Estudiantes los alumnos del Centro, D‡maso Alonso o Pedro Salinas; las insinuaciones de D‡maso a Rafael sobre la lectura de Gil Vicente y del Cancionero Musical de Palacio; todo eso y la tranquilidad que le dio la convalecencia de una enfermedad de pulm—n, de la que cur— en San Rafael de Guadarrama, lo hicieron sentirse umbilicalmente unido a sus or’genes y a los or’genes de la poes’a castellana. Y cambi— los pinceles por la pluma. Y se prend— de su ni–ez feliz y de sus horizontes lejanos. Por eso la obra de Rafael es tan original que original viene de origen; porque estŽticamente estaba conectada a sus principios. S—lo quien est‡ prendado de su estirpe y de su cuna, en suma, de sus or’genes, puede llegar a ese grado de perfecci—n y de virtud.

            Juan Ram—n, en la carta reproducida en Marinero en tierra, ya lo dice:

            "La retama siempre verde de la virtud es suya. Con ella, en gr‡cil golpe, ha hecho usted saltar otra vez de la nada el chorro feliz y verdadero. Poes’a popular, pero sin acarreo f‡cil: personal’sima; de tradici—n espa–ola, pero sin retorno innecesario; nueva, fresca y acabada a la vez; rendida, ‡jil, graciosa, parpadeante: andaluc’sima".

            Y es que en la poes’a de Alberti se percibe la frescura casi bot‡nica de los cancioneros y los romanceros, que se llamaron Ramilletes, Florestas, Primaveras, Jardines, Rosas... y surge, madura, en un poeta de tan pocos a–os, arrolladoramente nueva, cautivadora, sin concesi—n al folklorismo, pero atenta a las tradiciones recibidas, cr’pticamente presentes.

            Tiene encastrados en sus o’dos los ritmos y los recursos. Y los vierte como una catarata de agua pura, siempre renovada. Reacciona contra la beater’a excesiva y fan‡tica que rodea su ni–ez, pero convierte el hecho religioso en un ingrediente estŽtico de gran ternura. Lo suyo es explayarse en los ecos de sus ecos, en los resortes inculcados; se refocila en un continuo metisaca de claves y cifras cr’pticas en que se adivinan sus principios; deslumbra con las f—rmulas y con el uso los mecanismos por los que se mueve y sobrevive la tradici—n oral y los regenera de ra’z. Recurre a las repeticiones, presentes en el romancero y en los cancioneros de los siglos XV y XVI; a los quiasmos, ese cruzado m‡gico de la poes’a popular; a los diminutivos, al vocativo tierno. Esconde los verbos, los deja el’pticos, a gusto del consumidor, y se maneja con el movimiento que le prestan los adverbios; usa la flora y la fauna cancioneriles y aun las aumenta d‡ndoles un tono temporalmente nuevo y vivido: las cochinillas de la humedad, las mariquitas de San Ant—n, las lombrices de tierra, los caracoles, las cigźe–as, el cabritillo, la tortuga, los cangrejos moros, la tar‡ntula..., el jard’n y los dondiegos, los miramelindos, las malvalocas, el perejil, el culantrillo, los vilanos, los geranios... Se remansa y se recrea en la ni–ez y en su paisaje y, aunque surque los campos de Castilla, no lo har‡ con la tristeza congŽnita de Antonio Machado, ni con la acritud presentida en Unamuno; que ser‡ "el alegre", como lo llama Bergam’n, los ojos del alegre los que transfiguren los p‡ramos de Castilla, trasunto hacia el mar del norte, el Cant‡brico, "el otro", su otro mar, como lo llam— Salinas.

            No serŽ yo quien ponga etiquetas a las tendencias y movimientos. Las tienen puestas por no se sabe quiŽn, imprecisas y acaso indefinidas.

            De Rafael Alberti se dice que es neopopularista, en sus primeros libros. JosŽ Luis Tejada se inclina por afirmar que es neotradicionalista y lo conecta con la tradici—n oral y escrita, que es cosa bien distinta. Porque el neopopularismo es s—lo el ŇmanierismoÓ del arte popular.  Para m’ que no es, ni siquiera, una etapa de la producci—n albertiana. Porque Rafael Alberti no es manierista del arte popular al modo de Augusto Ferr‡n, de Salvador Rueda o de Manuel Machado, por citar a alguno.

            Hasta la muerte de Rafael, en toda su obra y en su conversaci—n, se perciben  destellos de esos sugerentes condimentos que han adobado su infancia portuense. Pero hace no glosa, ni plagio, ni mimetiza.  Nada, en Rafael, suena a pastiche. Ni cuando construye soleares renovadas y rebeldes en sus Coplas de Juan Panadero. Retoza en lo vivido, en Ňlo vivo lejanoÓ. Tarabillas, conjuros, oraciones, ensalmos, canciones, pregones, villancicos, romances inculcados... tienen en Žl un raro poder regenerador y posibilitador de la materia poŽtica. Son sus poderes ocultos, y los saca de la chistera con la habilidad del ilusionista. Sus para’sos perdidos, sus paisajes, son la v‡lvula de escape; su re-evoluci—n es el rebusco entra–able en sus propias se–as. Y, como escribi— JosŽ Luis Tejada, Ňsu musa mayor es la nostalgiaÓ.

            Por eso, lo dije y lo vuelvo a repetir: todo ese bagaje hace a Rafael Alberti un poeta singular’simo, śnico, original. Porque s—lo el que est‡ prendado de sus or’genes puede llegar a ser original. Las consecuencias y las secuelas de sus buenos principios saltan a la vista.



[1] Conferencia le’da en los actos de conmemorativos del Centenario del Nacimiento de Rafael Alberti, en la Fundaci—n JosŽ Manuel Lara. Diciembre de 2002.