Pazols Artigas, Francisca y JosŽ
Manuel Pedrosa. ÒSeres m’ticos y
m‡gicos en las leyendas tradicionales de ChileÓ. Culturas Populares.
Revista Electr—nica 3 (septiembre-diciembre
2006). http://www.culturaspopulares.org/textos3/articulos/pazols.htm ISSN: 1886-5623 |
Francisca
Pazols Artigas
JosŽ Manuel
Pedrosa
Universidad de Alcal‡
Era de noche, y como el camino es muy mon—tono, porque va cruzando
el desierto, el tipo nos fue contando historias. Porque, segœn Žl, as’ no se
quedaba dormido. Una historia que nos cont— fue la deÉ(Leyenda nœm. 7 de esta
colecci—n).
Resumen
Este
art’culo reœne una colecci—n extensa y original de leyendas tradicionales
chilenas, sobre seres fant‡sticos, fantasmas, apariciones y hechos
sobrenaturales.
Palabras
clave: Chile. Leyenda. Fantasmas.
Apariciones. Seres fant‡sticos. Hechos sobrenaturales.
Abstract
This
paper gathers an extensive and original collection of Chilean folk legends
about fantastic beings, ghosts, apparitions and supernatural phenomena.
Key
Words: Chile. Legend. Ghosts.
Apariciones. Fantastic beings. Supernatural Phenomena.
E |
ste art’culo tuvo su origen en un curso de doctorado (sobre
mitolog’a comparada) que (en el a–o 2005) sigui— Francisca Pazols Artigas y que
imparti— JosŽ Manuel Pedrosa en la Facultad de Filosof’a y Letras de la
Universidad de Alcal‡. Como fruto de aquel curso, Francisca Pazols reuni— una muy
nutrida y original colecci—n de relatos tradicionales chilenos, que obtuvo a
travŽs de la encuesta directa a personas chilenas que viven en Espa–a, o bien,
a travŽs del correo electr—nico, a compatriotas suyos de Chile. JosŽ Manuel
Pedrosa particip— en la labor de revisi—n, de edici—n, de ordenaci—n y de
an‡lisis comparativo de los relatos.
La
colecci—n no refleja ninguna tradici—n local espec’fica dentro de Chile, ni el
repertorio tradicional de ningœn grupo ni gremio concretos. Hombres y mujeres,
j—venes y mayores, del campo y de la ciudad, de clases sociales y niveles
educativos diferentes, han aportado sus recuerdos y han contribuido a reunir
una colecci—n de relatos muy variada, pero tambiŽn muy interesante, que
refleja, ante todo, la riqueza extraordinaria del imaginario colectivo chileno,
y que debe servir de est’mulo para seguir realizando este tipo de trabajos de
recuperaci—n de la literatura oral en el futuro.
Cada
uno de estos relatos podr’a, sin duda, dar lugar a un estudio monogr‡fico de
cierto alcance y densidad. Todos ellos, siendo espec’ficamente chilenos, son
tambiŽn universales, en el sentido en que inevitablemente se combinan lo local
y lo universal en el territorio de los relatos tradicionales: cada uno de ellos
es un eslab—n (local) de una colosal cadena (universal); cada uno puede tener
paralelos en otras Žpocas, en otras tradiciones, a veces insospechadamente
distantes. La energ’a de la palabra, que recorre sin esfuerzo las mayores
distancias, la capacidad de adaptaci—n y de resistencia de la cultura humana,
que echa ra’ces en los lugares m‡s diferentes, permiten explicar ese fen—meno,
que, si dispusiŽramos ahora del suficiente espacio y tiempo, podr’a llenar todo
un grueso volumen de paralelos y de comparaciones.
Tendremos
que conformarnos, en esta ocasi—n, con proponer algunos textos entresacados de
los repertorios orales de otros lugares y Žpocas, para que puedan empezar a
apreciarse las similitudes entre este corpus de relatos (tan t’picamente
chileno en su primera apariencia) y otras tradiciones diferentes.
Un
primer ejemplo es el de nuestra leyenda nœm. 2. (La mujer que se aparec’a en el puente), que est‡ protagonizada por una mujer fantasmal que tiene la costumbre de
hacerse visible en un puente. Este tipo de leyendas conoce muchos paralelos en
tradiciones muy diferentes de todo el mundo. ComparŽmosla con un relato de la
Louisiana, en los Estados Unidos:
ƒl
nunca crey— en todos aquellos fantasmas, ni en aquellos esp’ritus, ni en todas
aquellas cosas... Pero mi abuela muri— y Žl estaba volviendo a casa –ella
acababa de morir un rato antes– por el puente... Y justo cuando Žl estaba
pasando por el puente, algo le golpeo –todo esto es verdad, todo
sucedi—–, pero Žl era un hombre fuerte. As’ que algo le dio y le golpe—.
ƒl no pudo ver lo que era, no pudo empujarlo. Fuera lo que fuera, debi— de ser
el esp’ritu[1].
Muchos
m‡s relatos acerca de seres sobrenaturales que se aparecen en los puentes o en
torno a ellos podr’amos traer a colaci—n. Pero m‡s pr‡ctico que eso puede ser
conocer la interpretaci—n que a este tipo de creencias dio Mircea Eliade, y
algunos de los antecedentes y paralelos m’ticos con que cuenta.
El
simbolismo del puente funerario est‡ universalmente extendido y rebasa la
ideolog’a y la mitolog’a cham‡nicas. Este simbolismo es solidario, por una
parte, del mito de un puente (o de un ‡rbol, o de un bejuco), que en otro
tiempo enlazaba la Tierra con el Cielo, y merced al cual los hombres se
comunicaban f‡cilmente con los dioses; por otra parte, est‡ relacionado con el
simbolismo inici‡tico de la "puerta estrecha", o con un "paso
parad—jico" que ilustraremos con algunos ejemplos.
Nos
hallamos ante un conjunto mitol—gico cuyos principales elementos son los
siguientes: a) in illo tempore, en la Žpoca
paradis’aca de la humanidad, un puente un’a la Tierra con el Cielo, y se pasaba
de la una al otro sin tropezar con obst‡culos, porque no exist’a la muerte; b) una vez interrumpidas las comunciaciones f‡ciles entre Tierra y Cielo, ya no se pasa por el puente sino "en
esp’ritu", esto es, como muerto, o en Žxtasis; c) este paso es dif’cil, en
otras palabras, est‡ lleno de obst‡culos y no todas las almas consiguen
atraversarlo: es preciso vŽrselas con los demonios y los monstruos que querr’an
apoderarse del alma y devorarla, o el puente se hace de pronto tan sutil como
el filo de una navaja de afeitar cuando caminan por Žl los imp’os, etc.; s—lo
los "buenos", y especialmente los "iniciados", cruzan con
facilidad el puente (estos œltimos conocen, en cierto modo, el camino, puesto
que han sufrido la muerte y la resurrecci—n rituales); d) algunos privilegiados
consiguen, no obstante, atravesarlo en vida, ya en Žxtasis, como los chamanes,
ya "por la fuerza", como ciertos hŽroes, o ya, por œltimo,
"parad—jicamente" por la "sabidur’a" o por la iniciaci—n.
[...] En ciertas
iniciaciones japonesas, los candidatos est‡n obligados a construir un
"puente" sobre siete flechas y con siete l‡minas. Este rito debe
relacionarse con las escalas de cuchillos que suben los candiatos durante su
iniciaci—n cham‡nica y, en general, con los ritos inici‡ticos de ascensi—n. El
sentido de todos estos ritos de "paso peligroso" es el siguiente: se
establece una comunicaci—n entre la Tierra y el Cielo y se trata de restaurar
el camino f‡cil que era el existente in illo tempore[2].
La
encrucijada es otro espacio m’tico y cr’tico del que hablan (con temor y
reverencia) los relatos tradicionales chilenos, segœn se aprecia, por ejemplo,
en el texto nœm. 3 (El fantasma de
la guagua que lloraba en la encrucijada) de nuestra colecci—n.
A
nadie debe extra–arle. En todo el mundo, y desde muy antiguo, los cruces de
caminos han sido considerados escenarios privilegiados de apariciones
sobrenaturales (sobre todo diab—licas), de sucesos inexplicables, de peligros
turbadores y amenazantes.
ComprobŽmoslo,
por ejemplo, a partir de este fragmento de uno de los exempla piadosos que, hacia 1223 o 1224, incluy— el monje
cisterciense alem‡n Ces‡reo de Heisterbach en la monumental recopilaci—n de
relatos en lat’n que lleva el t’tulo de Dialogus miraculorum:
Cierto d’a,
a eso del mediod’a, que es cuando m‡s poder tiene el diablo meridiano, Felipe
lo llev— a un cruce de caminos, hizo a su alrededor un c’rculo con su espada y
pronunciando sobre Žl la ley del c’rculo, le dijo: si sacas alguno de tus miembros
fuera de este c’rculo antes de que yo vuelva, morir‡s, pues los demonios
r‡pidamente te sacar‡n de Žl y te matar‡n[3].
Conozcamos
a continuaci—n un texto que refleja una creencia espa–ola viva y recordada
todav’a a finales del siglo XX:
Una creencia
leonesa consist’a en quemar unos pantalones de hombre en las encrucijadas o
cruces de caminos, sitios peligroso desde siempre, y lugares donde se cre’a que
se reun’an las brujas[4].
Y
conozcamos, a continuaci—n, el cuento de La muchacha y la vieja impostora, tradicional entre los fang de Guinea Ecuatorial,
uno de cuyos nœcleos ideol—gicos gira en torno a los peligros m‡gicos de las
encrucijadas:
ƒrase
una vez una jovencita que se cas— con un se–or del poblado vecino. El poblado
de la muchacha distaba mucho del de su marido, unos cuarenta kil—metros
aproximadamente. El gran camino que exist’a entre los dos poblados era
largu’simo, y ten’a numerosos peligros y una prohibici—n; nadie deb’a cruzar
solo dicha distancia. En la mitad del camino hab’a un gran cruce, lugar de
residencia de los grandes peligros.
Hac’a
muchos a–os que no visitaba la jovencita a sus padres, cuando un d’a le lleg—
la mala noticia de que hab’a muerto su padre. Una vez enterada la muchacha de
la desgracia, pidi— a su esposo que se fueran, pero su esposo le dijo que no
estaba preparado, que se fueran al d’a siguiente, y cogi— su machete y se fue
al bosque.
La
muchacha no pudo esperar, y cogi— una cesta y un machete, dirigiŽndose
r‡pidamente a cortar unos pl‡tanos en su finca para llev‡rselos a su madre. El
lugar por donde cultivaban todos los habitantes del pueblo se llamaba Mang.
R‡pidamente, despuŽs de traer los pl‡tanos, la jovencita at— a su hijo en el
pecho y, con la cesta en la espalda, tom— el camino peligroso, en las espaldas
del esposo.
Llegada
en el cruce, se puso a
descansar; despuŽs de la parada, y a pocos minutos de la salida, oy— una voz
que le dec’a:
–ÁEh, eh!
Y,
al mirar hacia atr‡s, vio a una vieja que se ofrec’a a ayudarla con la carga
que llevaba. La jovencita, cansada, lo acept—. La vieja cogi— la cesta y el
ni–o, y se puso a caminar en compa–’a de la madre del bebŽ. Cuando vio la vieja
que ya faltaban quince kil—metros, le dio unos golpecitos a la muchacha, e
inmediatamente la jovencita se volvi— vieja, y la vieja hechicera se hizo
joven. Al verlo, la huŽrfana se puso a llorar de este modo:
Fui
a Mang para cortar pl‡tanos para mi madre, Selene.
Fui
a Mang para cortar pl‡tanos para mi madre, Selene.
Para
ir donde est‡ mi madre, y al llegar en el cruce,
o’
una voz que me llamaba, y ahora es esa persona
la
que ya se ha hecho con todas mis cosas, Selene. (Contesta el coro).
La
verdadera madre del hijo no dej— marchar sola a la hechicera, y la sigui—
llorando hasta el poblado, entrando tambiŽn la huŽrfana, acompa–ada de la
disfrazada, en la casa de su madre. Al llegar las dos se–oras, los familiares
las saludaron, aunque en el fondo, la viuda no reconoc’a a la hechicera, por no
parecer Žsta a su verdadera hija, pero se qued— callada.
DespuŽs
de un rato, volvi— la huŽrfana a repetir su llanto, mientras que los familiares
iban murmurando, queriendo sospechar de la hechicera disfrazada. La viuda, mam‡
de la v’ctima, se acerc— a la vieja para o’r lo que dec’a mientras repet’a la
vieja su llanto; entonces la viuda se aclar— de sus dudas y, llamando a los dem‡s familiares, oblig— a la
hechicera [a] que deshiciera su hechizo amenaz‡ndole con matarle si no lo
hac’a. El t’o de la huŽrfana cogi— su escopeta y amenaz— a la bruja de matarla
si no restablec’a a su sobrina.
Temblando
de miedo, la bruja deshizo su hechizo, pero el t’o, evitando que la bruja
volviera a da–ar a otro, la mat—[5].
Nuestro
relato nœm. 7 (La amante fantasma)
conoce tambiŽn paralelos en tradiciones orales de todo el mundo[6].
Decenas, incluso centenares de paralelos, documentados en los cinco
continentes, podr’amos enfrentar a nuestra versi—n chilena. Pero, por ahora,
deberemos conformarnos con algunas de las muestras m‡s ex—ticas, que den idea
del arraigo cultural del mito. Las siguientes son versiones de El Cairo
(Egipto), Guinea-Conakry y (Antananarivo) Madagascar:
Esta
historia es muy conocida en El Cairo. Una noche se paseaban dos amigos en un
coche por una carretera, y a los dos lados hab’a tumbas. Y ven a una mujer
haciendo auto-stop, con un vestido muy transparente y con el pelo muy largo. La
recogen y se ofrecen para llevarla a su casa. Elle les dice que tiene fr’o, y
los chicos la dejan la chaqueta de uno de ellos. Van hasta su casa, y ella les
dice que la esperen un momento, porque va a subir a ponerse algo encima y luego
bajar‡ a devolverles la chaqueta. Pero tarda mucho, no sŽ si una hora, dos,
tres... Al final se encuentran por all’ con una persona y le preguntan. Le
dicen:
–Hemos venido a acompa–ar a una chica y est‡
tardando mucho.
Entonces,
el hombre les dice:
–ÁAh! ÁOs lo ha hecho otra vez! Es un
fantasma. Es el alma de una mujer que viv’a aqu’ antes, y si os vais ahora otra
vez al cementerio, vais a encontrarla.
Se
van los dos al cementerio y encuentra la chaqueta del chico que ella le hab’a pedido.
Estaba puesta sobre la l‡pida de una de las tumbas[7].
Hubo
una historia cerca de nosotros; se trataba de una ni–a que hab’a muerto mucho
tiempo atr‡s, y una tarde un joven que estaba en una sala de baile la encontr—
y se hicieron amigos; al partir, la mujer le dej— al muchacho su direcci—n.
Como Žl quiso reencontrarla un d’a m‡s tarde, se dirigi— a casa de la familia
de su nueva amiga; una vez all’, se present— a la familia, y vio entonces a
algunos de ellos que lloraban; entonces le explicaron que su hija hab’a muerto
hac’a mucho tiempo; el joven no pod’a creer, y mirando la foto de la mujer en
el sal—n, les dijo:
–Fue ayer s‡bado. Yo encontrŽ aquella de la
foto en la discoteca...[8].
Sobre
todo, son los taxistas los que cuentan esta historia. Se dice que, una vez, dos
chicas pararon a un taxi, y le pidieron que les llevase hasta un barrio de las
afueras de Tananarivo; eran chicas muy guapas, e iban charlando en el taxi. Una
de ellas se puso a fumar un cigarrillo, y ofreci— otro al taxista, que not— que
se trataba de un cigarrillo muy perfumado y suave. Pero no se lo fum— entonces,
sino que lo meti— en su bolsillo. ƒl estaba encantado, porque ve’a que la mujer
y Žl se gustaban.
Cuando
llegaron al lugar adonde ellas iban, aquella chica y el taxista se dieron una
cita para el d’a siguiente, y Žl vio c—mo las dos se bajaban, se dirig’an hasta
una casa, y entraban dentro despuŽs de que alguien les abriese la puerta. Al
d’a siguiente, a la hora de la cita, el taxista regres— al mismo lugar para
recoger a la chica, y se dio cuenta de que en aquel sitio s—lo hab’a una casa
en ruinas, y, cerca de la casa, una tumba. Se dirigi— entonces hacia una casa
que hab’a en las cercan’as. Estaba bastante asustado. Llam— y pidi— hablar con
la chica del d’a anterior o con su compa–era. La persona que le abri— la puerta
se ech— a llorar, y dijo que las dos chicas hab’an muerto hac’a algœn tiempo en
un accidente de coche, y que la tumba que estaba all’ era la suya. Entonces, el
taxista ech— mano a su bolsillo para buscar el cigarrillo que la chica le hab’a
dado el d’a antes, y se dio cuenta de que se trataba en realidad de un dedo
humano[9].
Nuestras
leyendas nœms. 10 (El muerto que regresaba a cuidar de sus ni–os), 11 (El ‡nima en pena que ven’a a cuidar
de los ni–os) y 12 (La aparici—n
del abuelo a su nieta) hablan de muertos
que regresan del m‡s all‡ para hacerse presentes a sus familiares y para, de
algœn modo, recordarles que siguen cerca de ellos, como esp’ritus vigilantes,
solidarios o protectores. La nœm. 12 se refiere, espec’ficamente, a la
aparici—n del abuelo muerto. ComparŽmosla con la siguiente leyenda
urbana catalana, con la que no deja de
mostrar similitudes:
Cuando
hac’a una visita a sus hijos y no estaban, el abuelo ten’a por costumbre
cambiar de lugar un tiesto para manifestar que hab’a ido. El abuelo se muri—.
Como cada a–o, los hijos pusieron el ‡rbol de Navidad. Cuando pasaron las
fiestas, cogieron el ‡rbol y lo pusieron al pie de la escalera antes de
tirarlo. Misteriosamente, cada d’a el ‡rbol cambiba de lugar[10].
La
creencia en sobrenaturales, perros negros, encarnaciones de almas de muertos o
de esp’ritus (por lo general del mal, aunque a veces tambiŽn del bien) informa
nuestra leyenda nœm 37 (El perro diab—lico).
Y muchos paralelos que han sido registrados en tradiciones muy diversas.
Volv‡monos ahora hacia el continente americano, y analicemos los dos siguientes
relatos, tradicionales en La Paz (Bolivia):
Se
dice que en los pueblos del Beni hace muchos, muchos a–os, exist’an una familia
y se dice que viv’an en una casa que antes hab’a pertenecido a unos brujos.
Esta familia ten’a un perro negro, y se dice que cada vez que hab’a luna llena,
este perro se convert’a en un hombre y sal’a a conversar con las personas que
encontraba.
Una
noche, cuando la hija menor de esta familia sali— al campo, se perdi— y dice
que unos hombres la atacaron, y el perro que estaba pasando la encontr— y fue
contra los atacantes, y los atacantes lo mataron o lo hirieron. Cuando este
perro mal herido se convirti— en un hombre y la llev— a la chica a su casa,
vieron que el hombre estaba mal herido, y cuando quisieron salvarlo, Žste se
convirti— en perro y muri—.
Y
se dice que ahora cada mes en que se recuerda la fecha en que muri— el perro,
muere un perro negro y se escuchan muchos ladridos.
Me
lo cont— un amigo.
Se
dice que cuando uno ve a uno de esos perros sin pelaje (perro cala), en ellos
se ven’a al diablo. Uno de mis familaires una vez vio en un campesinario a uno
de esos perros cuando Žl era ni–o y le mostr— a su mam‡ los ojos rojos de ese
perro, y su mam‡ le dijo que no mirara a mi familiar, que cuando uno mira a
esos perros, despuŽs se muere[11].
TambiŽn
en la tradici—n de Nicaragua han sido documentadas interesant’simas leyendas
acerca de perros fantasmag—ricos:
El
Cadejo es un perro blanco. O sea, hay un Cadejo Blanco y un Cadejo Negro. El
Blanco es el bueno, y el Negro es el de los malos esp’ritus, el que te lleva el
mal.
Se le aparece a las personas de noche, a los hombres, que son los
que andan de noche. Entonces, el Cadejo Blanco los va cuidando, va detr‡s del
hombre que viene de parrandear. Y el Cadejo Negro lo ataca al hombre. Es lo
contrario. Entonces, viene el Cadejo Blanco y lo defiende[12].
Bueno,
pues este [cuento] es [de] una se–ora [que], bueno, que nos cri—. Era amiga de
mis padres. Entonces nos cri— a m’ y a mis hermanos. Pero no viv’a en la
ciudad, sino que viv’a [a] quince o veinte kil—metros hacia los alrededores de
Managua. Suced’a que, a veces, se quedaba en la casa, dorm’a con nosotros. Y
otras veces se iba para su casa.
Un
d’a de tantos se fue, pero ya se fue tarde Àno? Seis o siete de la noche. La
noche ya estaba entrada y, bueno, el sistema de transporte no era tan bueno que
todav’a le tocaba caminar de la œltima estaci—n del bus. Todav’a le tocaba caminar
un camino oscuro. Pero resulta que ya iba andando ah’ sobre las nueve, y ella
es bien religiosa. Siempre, Àsabe?, con los temas de la religi—n.
Entonces,
dice que iba caminando, y sent’a como que la observaban, o alguna presi—n o
alguna cosa as’. Entonces, ya era una se–ora avanzada, y andaba con su
crucifijo, y se puso a rezar y todo el cuento Àno? La bolita y todo eso.
La
cuesti—n es que o’a ruido y comenzaba a caminar m‡s r‡pido, y comienza la
presi—n, hasta que lleg— a una zona que hab’an unos andamios y unos residuos de combusti—n,
y comenz— a ver sombras. Entonces, bueno, segu’a rezando m‡s, y cada vez m‡s
nerviosa. Resulta que mir— un perro delgado, bastante grande para ser un perro,
pero que miraba que era la forma igualita a un perro. Pero, obviamente, m‡s
grande quiz‡.
Entonces
ella hab’a escuchado de su abuelo, y del abuelo y del abuelo y del abuelo, que
exist’a siempre el Cadejo Blanco y el Cadejo Negro. El Cadejo Negro era el
malo, y el Cadejo Blanco era el bueno. Entonces, que miraba c—mo se mov’a de
forma muy r‡pida, excesivamente r‡pida, como para ser un perro, como decimos
nosotros, como cuando hay cualquiera en la calle. Entonces se qued—
petrificada. No sabe cu‡nto tiempo, pero se fue una eternidad para ella. Y el perro, pues ni
siquiera ladraba. Se le miraban los ojos brillantes y movimientos r‡pidos sobre
los andamios.
Pues,
de tanto rezar o no sŽ quŽ, ÀquŽ le pas—? Pues que logr—, agarr— valor, sigui—
caminando y, al doblar una esquina, se encontr— con otro perro, de
caracter’sticas mucho, mucho menores que el anterior, pero Blanco. Entonces,
ella se sorprendi— Àno? Y quiso volver hacia atr‡s. Y no pudo, pues intentando
darse vuelta, en lo que ella quiere darse vuelta, el perro que estaba echado
ah’, el Blanco, se levanta, y se le pone en la espalda, y no se despega hasta
que llega a su casa. Y, bueno, ya se sent’a m‡s segura, hasta que lleg— a su
casa, entr—, quiso buscar al perro el d’a siguiente. Y nada, no lo encontr—[13].
El
mito de El hombre del saco, que informa
nuestras leyendas chilenas nœms. 24, 25 y 26 (El hombre del saco) ha sido documentado en otras ocasiones en Chile:
Aparece
en Peine en el medio de los remolinos de viento, y se lleva a los ni–os en una
bolsa que tiene en su vientre[14].
Pero
se trata, en realidad, de una creencia comœn en muchos otros sitios. En Espa–a,
concretamente en Almer’a y en el pueblo de Cilleruelo de Abajo (Burgos), han
sido recogidos los siguientes testimonios:
Mi
madre me contaba de peque–a que, por las calles, hab’a un hombre con un saco a
cuestas que le dec’an el hombre del saco, porque lo que hac’a este hombre era
que a los ni–os malos los met’a en su saco y se los llevaba[15].
El
trapero es uno que dice que va con el saco en Madrid, que viv’a en Madrid. Iba
por las calles pregonando:
–ÁEl
trapero! –Hace muchos a–os ya, claro– ÁVendo trapos! ÁEl trapero! ÁCompro trapos!
Y
claro, se asoma una se–ora del quinto piso o el sexto, y dice:
–ÁEh,
buen hombre! –Dice– ÁHaga el favor de subir!
Y
va el pobre, con el saco a medio llenar de trapos, y dice:
–Bah, esta mujer le termina aqu’ de llenar.
Sube
las escaleras andando, porque no hab’a ascensor. Era en aquellos tiempos que no
hab’a ascensor... Cuando llega arriba, ya, llama a la puerta, sale la se–ora
con el ni–o, que era un chico de seis o siete a–os, dando guerra... Dice:
–Mire,
mire este chico la guerra que da. ÀVerd‡ que si
no se calla, le mete ustŽ al saco[16]?
El
mito de El hombre del saco o de
la bolsa tiene tanto arraigo en la
tradici—n panhisp‡nica que no han faltado sugerentes recreaciones literarias,
como la siguiente, salida de la pluma del escritor peruano-espa–ol Fernando
Iwasaki:
No
hay que hablar con extra–os
As’
me dec’a siempre mam‡, pero Agust’n no era un extra–o porque todos los d’as me
ofrec’a caramelos a la salida del colegio. Adem‡s, cada vez que me llevaba a su
taller me regalaba mu–ecas. Muy bueno era Agust’n, me hac’a cari–itos.
Mam‡
me contaba historias bien feas de ni–as que se perd’an porque se las robaban
las gitanas o el hombre de la bolsa. Yo sab’a que las gitanas se llevaban a las
ni–as para obligarlas a vender flores, pero nunca supe quŽ te hac’a el hombre
de la bolsa. Con Agust’n yo juego a que me toca y yo lo toco, y siempre gano
pues al final no se puede aguantar. Mam‡ es una miedosa porque dice que si
hablo con extra–os seguro que no me vuelve a ver.
En
el taller de Agust’n hay muchas cosas que cortan y queman y pinchan. TambiŽn
tiene un avi—n desarmado que un d’a servir‡ para volar e irnos de viaje. Por
eso me puso el pa–uelo m‡gico en la nariz, porque los aviones marean y tengo
que acostumbrarme. DespuŽs ya no me acuerdo de nada: una colonia bien fuerte,
un sue–o como regresando de la playa y muchas cosas que cortan y queman y
pinchan.
A
veces salgo del taller de Agust’n y vuelvo al colegio porque ahora nadie me
llama la atenci—n. Me gusta hacer lo que quiero y caminar de noche, pero me da
pena mam‡, siempre mirando triste por la ventana. Le hablo y no me hace caso y
entonces vuelvo al taller con mis juguetes de niebla. Seguro que si Agust’n no
fuera un extra–o mam‡ me volver’a a ver[17].
Pese
a su escasa extensi—n y aparente trivialidad, el relato chileno nœm. es
extraordinariamente interesante, y cuenta con muchos paralelos en otros
lugares. Miremos ahora hacia el solar hispano peninsular, y conozcamos una versi—n
del pueblo de Torralba del R’o (Navarra):
Dicen
que hab’a [un tesoro]: una clueca encontraron una vez, ah’ en el campo; pero
hab’a un camino que iba de Ba–ano, que hab’a muchos pueblos aqu’. Hab’a Ba–ano,
San Mart’n, y de Ba–ano hab’a un pueblo que iba a Mues. Hab’a un caminito, y en
el camino pues la escondieron la clueca, con cinco pollos de oro. Pero el
pueblo, ya han estao mirando, pero no. Lo de la
gallina no es viejo. [Hace poco] estaba [uno] labrando y le sali— la gallina
con cinco pollos de oro.
Dicen
que antes, cuando pon’an un escudo en una casa, los hijos de esa casa no iban a
la guerra. Entonces ellos compraron el escudo para que no fueran los hijos a la
guerra con el dinero de la clueca. Yo tengo o’do eso. Yo tengo o’do a mi padre
que esos huevos se marcharon hasta Francia[18].
Relatos
acerca de gallinas de oro o con pollos de oro han sido registrados en muchos
otros lugares de la geograf’a peninsular. El siguiente documento es de la
provincia de Le—n:
En
IgŸe–a ten’an enterrados varios tesoros, y cierto d’a, al cavar una vi–a, un
se–or encontr— una gallina con pollos de oro, y en su af‡n de ponerla a buen
recaudo la llev— para su casa, escondiŽndola en un rec—ndito lugar del desv‡n,
y como tuviese tan mala suerte de quem‡rsele la vivienda, al no poder
rescatarla debido a la voracidad de las llamas, las paredes del edificio
aparecieron a la ma–ana siguiente enfoscadas de oro[19].
La
creencia acerca de gallinas de oro que prometen y simbolizan la riqueza cuenta
con antecedentes venerables en el imaginario colectivo espa–ol, segœn prueban
las siguientes informaciones referidas al ‡mbito gallego:
A
principios del siglo XVII aparecen los primeros datos, al menos por el momento,
conocidos acerca de lo que es una constante en la cultura popular gallega
actual: los tesoros encantados. En concreto, se trata de los documentos
referentes a un pleito que mantuvo el clŽrigo V‡zquez de Orxas con los
campesinos, sobre la pertenencia de unas m‡moas en las que supuestamente hab’a
oro enterrado. El pleiteante habla de las m‡moas de los Çgentiles galigrecosÈ,
que supuestamente tienen oro y que los campesinos abren para llev‡rselo. Estos
tesoros est‡n encantados, y si no son desencantados, se van. Como se puede ver,
coincide exactamente con la creencia actual. TambiŽn aparecen otros detalles
que resultan familiares. Por ejemplo, una de las se–ales del tesoro es una
gallina con pollitos: ÇQue era fama pœblica que dicha m‡moa do Amenido ten’a tesoro, y dec’an que todas las ma–anas
de San Juan de cada un a–o ve’an en ellas se–ales de haber tesoro, que eran un
hato de gallinas y pollos, los cuales luego desaparec’an despuŽs que se
mostrabanÈ[20].
Tales
creencias han querido ser explicadas de este modo:
Dentro
del mundo campesino gallego, la gallina posee ciertas caracter’sticas
peculiares. En primer lugar, es un animal que podr’a denominarse
hiperdomŽstico, tanto por su presencia en la casa como por su cr’a, que
constituye una tarea femenina. Asimismo, tambiŽn su venta, cuando se realiza,
es encargada a las mujeres, tarea que Žstas realizan en los mercados peri—dios
de las villas o ciudades m‡s pr—ximas.
Cuando
se reservan para el consumo domŽstico, generalmente se consumen en una comida
de fiesta,a o cuando menos de ÇdomingoÈ. Asimismo, tambiŽn son el alimento
indicado para alimentar a la mujer reciŽn parida. Vemos entonces que la gallina
es un animal que est‡ fuertemente relacionado con la mujer.
A
pesar de su papel como alimento en cierta medida de fiesta y de la importancia
que el aporte econ—mico de su venta supone para la econom’a de la casa, la
gallina aparece considerada como animal de poco valor, como se pone de
manifiesto en el refr‡n A ave de pico nunca ao home fixo rico.
Otro
aspecto negativo de la gallina se manifiesta especialmente cuando se trata de
una clueca: puede producir el aire. Este aspecto lo comparte con todas las hembras cuando se encuentra o
bien embarazadas o bien menstruando.
Una
gallina con pollitos, en un relato de la zona de La Guardia, resulta ser el trasno (en la zona se denomina tardo): cuando la persona a la que se aparece ha
conseguido reunir todos los pollitos, desaparecen sin dejar rastro. Esta
aparici—n cabe perfectamente dentro de la acci—n burladora del trasno por s’ mismo, pero tambiŽn puede pensarse
que el astuto ser aprovecha una forma conocida de presentasrse los tesoros
encantados para burlar una vez m‡s al incauto que intente atraparlo.
Solamente
en dos menciones nos encontramos con la gallina de los huevos de oro, que
podr’a suponer otra forma de ligarzon entre la gallina y el oro. Se trata en
ambos casos de una gallina que pone huevos de oro y que es guardada por una moura encantada en forma de serpiente. Finalmente,
se podr’a tener en cuenta tambiŽn el hecho de que los pollitos son de color
dorado, aunque parece que lo determinante es el conjunto de gallina y pollitos[21].
Damos
ya paso a nuestro repertorio de leyendas chilenas, a sabiendas de que su
comentario podr’a ser mucho m‡s extenso y profundo. Esperamos que estas r‡pidas
pinceladas comparatistas hayan servido, al menos, para demostrar que todos
estos relatos, sin dejar de ser t’pica y leg’timamente chilenos, son tambiŽn
eslabones de una viej’sima y pr‡cticamente universal cadena de leyendas que los
chilenos comparten con muchos otros pueblos, y que en cada lugar adquieren
tonos y acentos diferentes pero tambiŽn familiares y solidarios con los dem‡s.
1.
La Virgen vestida de blanco que se aparece en los caminos
De
gente antigua he escuchado muchas veces de las ‡nimas. Mi pap‡ contaba muchas
cosas que dice que eran reales antes. Aparec’an cosas como una Virgen de blanco
en la noche, por el bosque y por el camino. La gente que la ve’a dec’a que le
daba miedo.
Lucila Romero Fuentes, 52 a–os, Valle de San Manuel, VIII
Regi—n
2.
La mujer que se aparec’a en el puente
Mi
suegra me cont— que, una vez, iba por la calle a tomar la micro, y ve a una
se–ora parada en un puente que llamamos Canterilla. Y dice que esta se–ora no
se mov’a. Estaba ah’ no m‡s. Y ella pens— que era una vecina de por ah’.
Y
dice que sigui— acerc‡ndose, acerc‡ndose donde ella, pero que, cuando ya lleg—
a la calle, pas— un cami—n. Y se desapareci—, y el cami—n no par—. Ella no
subi— al cami—n. Y dice que era una se–ora flaca, alta, que andaba toda de
blanco.
Yo
pienso que ser’a la Virgen, porque ella no tuvo miedo ni nada.
Elena Fuentes Quiroz, 42 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
3.
El fantasma de la guagua que lloraba en la encrucijada
Una
vez llevaba ma’z junto con otro caballero, de noche. Iba pasando cerca de un
cruce, y sent’ un quejido. Era como un animal degollado. Yo soltŽ las bolsas
que andaba trayendo, y empecŽ a buscar de d—nde ven’a ese ruido. Yo escuchaba
que estaba detr‡s de un litre [lithraea caustica,
‡rbol que puede producir dermatitis y reacciones alŽrgicas a quienes lo tocan]
que hab’a ah’, pero el se–or con que estaba me empez— a llamar, y me tuve que
volver.
Dos
d’as despuŽs, volv’ a ese mismo lugar, y no hab’a ningœn litre. Le contŽ esto
mismo a unos ni–os, y ellos me dijeron que ah’ siempre pasaba eso, que ellos
escuchaban una guagua [una criatura peque–a] llorar.
Guillermo Villarroel, 85 a–os, Manquehua, IV Regi—n
4.
El fantasma del degollado que se aparece en las quebradas
En
las quebradas siempre aparecen cosas, hombres degollados. Aqu’ mismo, en esta
quebrada. La otra vez, a mi hermano, le apareci— un degollado en la quebrada.
Estaba lleno de sangre. Le corr’a as’ la sangre. Y mi hermano se fue corriendo,
y le tir— unos garabatos.
Pero
el hombre le sali— all‡, y, despuŽs, le vino a salir aqu’, de ah’. Le tir—
piedras y se perdi—.
Guillermo Villarroel, 85 a–os, Manquehua, IV Regi—n
5.
El fantasma de la novia a caballo
En
mi pueblo se aparec’a una ni–a montada a caballo, vestida de novia. Ella muri—
embarazada. O sea, al tener la guaguita, muri—. Y se muri— la guaguita tambiŽn.
Siempre
ocult— su embarazo. Nunca lo dijo a su familia. Mam‡ soltera. Dice la gente
que, cuando uno se muere, tiene cuarenta y ocho horas para recorrer todas las
partes donde haya vivido. Y, en esas cuarenta y ocho horas, la ni–a empez— a
salir vestida de novia y a caballo. Ella siempre quer’a casarse. Ella ya ten’a
su vestido de novia.
El
novio se muri— antes que ella. Lo atropellaron. Entonces, no se pod’a casar.
La
gente muchos a–os la vio. Yo una pura vez la vi. Le dec’an la novia de la
noche all‡.
Mar’a Zamorano Valenzuela, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n
6.
La mujer fantasma que regres— a visitar
su casa y olvid— un guante
Est‡bamos
una tarde con mi mam‡, Ester Gana Larra’n, en nuestra casa en la calle
Catedral. Era una casa con un living muy
elegante, con una escala. Tocan el timbre. Salgo yo a abrir, y estaba una
se–ora de unos cuarenta a–os, toda de negro, con sombrero. Y me dice si puede
pasar, porque ella hace muchos a–os vivi— en esa casa.
Yo
no vi ningœn inconveniente en que entrara. La invitŽ a sentarse en el living de la entrada de la casa, y pasŽ sola al segundo living, a avisarle a mi mam‡ que hab’a una se–ora de visita, y que porquŽ
no la atend’amos las dos.
Entonces
con mi mam‡ fuimos, y la se–ora se present— con un nombre que no recuerdo
ahora. Esto fue hace cincuenta y ocho a–os, a mediados del a–o 1947. La se–ora
dijo que ella hab’a vivido en esta casa, y que quer’a ver la pieza que daba al living primero, porque en esa sala hab’a muerto una persona a quien ella
quer’a mucho. TambiŽn dijo que ella hab’a estado fuera mucho tiempo, y hab’a
vuelto despuŽs de haber recorrido todos los alrededores de la casa, todas las
calles del barrio. Dijo:
–ÀMe permiten entrar a esta pieza?
Mi
mam‡ le contest—:
–Por
supuesto, se–ora, pase. No hay ningœn inconveniente.
Y
nos cont— que, cuando ella hab’a vivido en esa casa, ese living tan bonito era el primer patio de la casa. Y que esa pieza daba al
patio, y que ah’ ella hab’a dormido. Y en esa pieza ten’a muy buenos recuerdos,
y tambiŽn muy malos.
DespuŽs
de recorrer el living y la pieza, se qued— con
nosotras una media hora, conversando, y nos dijo:
–Les
agradezco su buena voluntad por haberme permitido recordar tiempos muy felices
y muy tristesÉ
Se
despidi— y se fue. En ese momento encontramos un guante negro que se le hab’a
quedado. Esto fue al instante que sali— de la casa. Y pedimos a una de las
empleadas, la Mar’a, que saliera a entregarle el guante, porque deb’a estar
saliendo. Y la se–ora hab’a desaparecido. Ya no estaba por ningœn lado.
Entonces,
al d’a siguiente, mi mam‡ ten’a que ir a pagar la œltima parte que nos faltaba
para pagar la casa, a un se–or de apellido Campino, que era el anterior due–o
de la casa. Y le cont— que hab’a ido a la casa esta se–ora, y que se llamaba
Fulana de Tal. El Se–or Campino le dice:
–ÁSe–ora
Ester, no puede ser! ÁSi esa se–ora muri— hace por lo menos unos treinta a–os!
ÁY fue asesinada en la pieza que daba al living
primero, que en ese tiempo era el primer patio!
Elcira Jarpa Gana, 85 a–os, Quillota
Una
vez, en un viaje al norte, hace unos trece a–os, nos llev— un camionero a m’ y
a unos amigos en el trayecto que va entre Cha–aral y Antofagasta.
Era
de noche, y como el camino es muy mon—tono, porque va cruzando el desierto, el
tipo nos fue contando historias. Porque, segœn Žl, as’ no se quedaba dormido.
Una
historia que nos cont— fue la de una mujer que conoci— en uno de sus viajes a
Bolivia. Nos cont— que, una vez, tambiŽn de noche, una mujer le hizo dedo en la carretera, y Žl la llev—.
La
cosa es que iban al mismo pueblo, y, al llegar, se fueron juntos a comer y a
bailar. Y, al final, se volvieron al cami—n. Se acostaron juntos.
El
tipo nos contaba que, aunque ten’a mujer en Chile, se qued— enamorado de esta
otra, y que incluso pensaba dejar a su familia por esta mujer.
DespuŽs
de esa noche, en la madrugada, la mujer, que se llamaba Mar’a, le pidi— que la
llevara a su casa. Y el camionero, antes de seguir su ruta, la fue a dejar, y
quedaron de verse cuando Žl volviera unos d’as despuŽs por el mismo camino.
Cuando
volvi—, nos contaba que iba con un ramo de flores, y que se baj— en la casa de
la Mar’a y, al tocar la puerta, sali— una vieja a recibirlo.
Cuando
el camionero le pregunt— por la Mar’a, la vieja se puso a gritarle y a zamarrearle
la chaqueta. Gritaba:
–ÁYa
la hizo de nuevo esta zorra!
Entonces
la vieja se meti— en la casa, y sali— con una foto antigua de una mujer, de
esas fotos como retocadas. Y le pregunt— al camionero si Žsta era la Mar’a que
estaba buscando. ƒl le dijo que s’, y la vieja le dijo:
–Esta
puta se muri— hace treinta a–os.
El
camionero nos contaba que no sab’a quŽ hacer, y que se quer’a mear de susto.
Jorge
Rojas, 28 a–os, Santiago
8.
El fantasma que dio aviso de su muerte a su familia
A
m’ me pas— un chasco una vez aqu’, en mi casa, cuando lleguŽ de Catillo. Andaba
haciendo aseo en mi pieza, y sent’ encenderse la luz en la cocina, y ven’a a
mirar, y nada. Y all‡ arriba, otra vez para adentro. Y volv’a lo mismo, y no
era nada. Y, al final, como al d’a siguiente, supe que hab’a fallecido un t’o
de mi pap‡.
Era
como que me hab’a venido a avisar que se hab’a muerto.
Lucila Romero Fuentes, 52 a–os, Valle de San Manuel
9.
La aparici—n nocturna
Anteanoche
me penaron a m’. Es que yo no tengo miedo. Yo estaba acostado ah’, y abr’ los
ojos, y ah’ estaba la persona. DespuŽs hablŽ y desapareci—. PensŽ que era el
V’ctor, mi hermano, la primera vez que lo vi. Cuando abr’ los ojos, me dio
miedo. Pero despuŽs se me quit— al tiro.
JosŽ Eduardo Romero Fuentes, 12 a–os, Lomas de San Alberto
10. El
muerto que regresaba a cuidar de sus ni–os
Mi
marido, Rafael Goldsack, que le dec’an Palelo, siempre tuvo una afici—n muy
grande a la madera, a tallar, a hacer muebles, dibujar. Era un artista.
DespuŽs
que llegaba de la oficina, se iba al taller, en el tercer patio de la casa, y
trabajaba con sus m‡quinas: una sierra elŽctrica, una caladora, una
cepilladora... Generalmente trabajaba de 17 a 22 horas. A esa hora, yo daba
papa a la guagua de turno y la hacia dormir. Y, cuando Žl volv’a del taller,
entraba muy despacito a la pieza, girando por fuera la manilla de bronce, muy
lentamente.
Pero
Žl muri—, y yo me quede con cuatro ni–os. En las noches, yo le daba la mamadera
al ni–o, m‡s o menos a la misma hora que Žl sol’a llegar.
Una
noche vi c—mo la manilla de bronce de la pieza, que estaba cerrada, giraba
lentamente, como lo hac’a mi marido cuando estaba vivo. Cuando la vi, pensŽ que
era mi hermano que habr’a ido a ver al ni–o, que le gustaba verlos antes a la
hora del sue–o.
Pero
la puerta no se abri—. Entonces yo me asustŽ y abr’ la puerta. Y no hab’a
nadie. Entonces pasŽ a ver a mi mam‡. Pero dorm’a. Y luego a la pieza de mi
hermano, pero no hab’a llegado.
RevisŽ
todo, y no hab’a nadie. Y los otros tres ni–os dorm’an. PensŽ entonces: Òdebe
ser Palelo, que viene a vernosÓ. Pero yo soy de las personas que no le tiene
miedo a los muertos, sino a los vivos. As’ que no tuve miedoÉ
Esto
se repiti— muchas veces despuŽs, y me sent’ acompa–ada. Y, cuando la guagua
lloraba, se mov’a s—lo el coche, meciendo al ni–o, como tambiŽn lo hac’a Palelo
cuando viv’a.
Elcira Jarpa Gana, 85 a–os, Quillota, V Regi—n
11. El
‡nima
en pena que ven’a a cuidar de los ni–os
En
la casa s’ que se han vivido cosas extra–as. Pero no hemos tenido miedo ni
nada, porque nosotros pens‡bamos que era el Cristian, el hijo de la se–ora
Lucy. Porque Žl era como hijo para nosotros. Y siempre nos dijo que, cuando los
chiquillos estuvieran destapados, cuando Žl se muriera, Žl los iba a venir a
tapar.
Y,
una vez, vino, y yo lo vi: subi— la escalera, subi— donde los ni–os, baj— para
abajo y se par— ah’. Me mir— a m’ y se fue para afuera. Abri— la puerta, la
cerr—, y se fue. Como tres meses de muerto ten’a. Y, una vez, se le apareci— al
Carlos en el auto.
Y
Carlos le dijo que le iba a mandar decir una misa y no ha vuelto a aparecer
m‡s.
Elena Fuentes Quiroz, 42 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
12. La
aparici—n del abuelo a su nieta
A
mi hija Mar’a, cuando falleci— mi pap‡, viv’amos all‡ en San Manuel, y la Mar’a
siempre lloraba, y dec’a que quer’a ver a su abuelito. Y un d’a sali— para
afuera. Estaba detr‡s de una mata. Y ah’ lo vio. No le vio la cara. Pero lleg—
a la cocina p‡lida, y me gritaba ÒÁMam‡, mam‡! ÁMi abuelito!Ó, me dec’a . Yo lo
fui a ver, y yo no lo vi.
Pero
la Mar’a lo vio.
Elena Fuentes Quiroz, 42 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
13. El
llanto de la Llorona trae muertes (I)
Cuando
se escucha llorar a la Llorona, es porque alguien de la familia va a morir.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
14. El
llanto de La Llorona trae muertes (II)
Mujer
que se siente llorar. Si se escucha fuerte, es porque est‡ lejos. Si se escucha
despacio, significa que est‡ cerca.
Se
cree que anuncia muertes.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
15. El
llanto que augura muertes
El
19 de septiembre de 1998, como a las cuatro de la ma–ana, sent’a que una mujer
lloraba y lloraba. Era un llanto como de un lamento terrible. Yo sent’a que se
iba acercando.
DespuŽs de eso hubieron como tres muertes en el pueblo.
JosŽ Domingo Alfaro, 67 a–os, Manquehua, IV Regi—n
Yo
creo que hay mal de ojo. Una guagua que uno la encuentra bonita y no le diga
ÒDios te guardeÓ, le echa mal de ojo. Que sea la persona de ojo de fuerte o de
sangre fuerte, los que dicen que ojean.
No
son brujas. Eso creo que son otra cosa. Hay que santiguarla, hay que buscar a
una persona que la santigŸe. Si es fuerte el ojo, se muere la guagua: le da
fiebre, diarrea y v—mitos.
Lucila Romero Fuentes, 52 a–os, Valle de San Manuel, VIII
Regi—n
17. Amuletos
y remedios contra el mal de ojo (I)
Para
santiguarla se hace as’ no m‡s, con oraciones que saben una se–ora que sabe, o
el padre.
Me
han ojeado a m’ y a mis dos nietos chicos. DespuŽs que me santiguan, como a los
diez minutos, me mejoro. Me tomo una agŸita de hierbas y me quedo tranquilita.
Transpiro y se me pasa.
Lucila Romero Fuentes, 52 a–os, Valle de San Manuel, VIII
Regi—n
18. Amuletos
y remedios contra el mal de ojo (II)
Contra
el mal de ojo se le coloca una cinta roja en el babero de la guaguita, que es
un San Benito, una cinta y una medalla, que es el que espanta al demonio. Otra
cosa para espantarlo es poner una cinta roja en un palo de canelo en forma de
cruz, y con tres ajos colgados, detr‡s de la puerta. Eso es para que el demonio
no te entre a la casa.
El
canelo es sagrado porque las viejitas antiguas siempre han dicho que, donde hay
una mata de canelo, el agua est‡ viva. Y el agua, como es sagrada, el canelo
est‡ sagrado.
Elena Fuentes Quiroz, 42 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
19. Amuletos
y remedios contra el mal de ojo (III)
All‡
en el campo, siempre se contaba que, cuando una guaguita ten’a mal de ojo,
estaba muy llorona, ten’a fiebre, hab’a que llevarla donde una se–ora que la
santiguaba. Con un aj’ Òcacho de cabraÓ y un crucifijo le soplaba la mollera,
le rezaba no sŽ quŽ oraciones, y las guaguas se sanaban al final.
Dicen
que el aj’ Òcacho de cabraÓ es contra el demonio.
A
mis hijas y nietas las ojearon. A mi nieta se le achic— el ojito. Andaba con
fiebre. Debe haber sido una vecina, porque ella dijo que, cada vez que le hac’a
cari–o a una guagua, siempre se enfermaba.
La
gente del campo. lo que hace cuando conoce a una guagua: la escupe o le echa un
garabato. Porque dicen que, as’, nunca m‡s la ojean.
Al
lado de mi casa hay una se–ora que santigua ni–os. Es bien cat—lica.
Mar’a Zamorano Valenzuela, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n
20. Amuletos
y remedios contra el mal de ojo (IV)
Para
evitar el mal de ojo en los animales domŽsticos y de pastoreo, se les pone una
cintita roja en el cuello o la oreja.
Para
el mal de ojo se debe ÒsantiguarÓ a la v’ctima. En el caso de guaguas, hay que
decir Òque Dios lo guardeÓ, porque Žstas estar’an m‡s indefensas.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
21. La
bruja Clotilde, la culebra y el tabaco
All‡
en el campo hab’a una se–ora que le llamaban Bruja Clotilde. El hermano de ella dicen que hac’a brujer’a
y sacaba Òda–osÓ, porque a la Ximena, a mi hermana, dicen que le hicieron un
da–o, una magia negra. Y que se la hicieron en un cigarro.
Y
la Ximena se estaba ahorcando con la culebra que ten’a en la guata. La estaba
estrangulando de la cintura. El cigarro como que se le convirti— en culebra, y
eso es lo que le estaba aprisionando la guata por dentro. Ten’a como un
latigazo en la cintura. Yo la vi.
La
se–ora que hac’a magia negra no pudo sac‡rsela, porque dijo que iba a quedar
ella muy cargada, porque esta gente, cuando sacan da–os, se enferman. La que
hace da–os no puede sacar da–os, porque se enferma. Les cae el da–o a ellos.
Unos
evangŽlicos la curaron. Pero no sali— la culebra, sino que vomit—: un v—mito
como oscuro, negro, cualquier cantidad. Dicen que el que le hizo el da–o fue un
tipo que estaba enamorado de ella, y que ella nunca lo quiso, porque era
casado. ƒl le pag— a la se–ora para que le hiciera el da–o en un cigarro.
De
ah’ empecŽ a creer yo. Dije: Òno creo en brujos, caray. ÁPero, de que los hay,
los hay!Ó.
Dicen
que esta gente que hace los da–os carga a la gente los martes y los viernes. Para protegerse, la gente se
tiene que poner una prenda al revŽs. Para, que si la gente tira la magia, no le
caiga.
Mar’a Zamorano Valenzuela, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n
Una
vez a m’ me sali— un brujo. Pero no le vi la cara. El puro cuerpo no m‡s.
Estefan’a Reyes, 95 a–os, Manqueua, IV Regi—n
23. El
brujo ahuyentado a pedradas
Una
vez, a m’ me pas— que andaba por la cordillera con mi pap‡, y Žl me dec’a que,
una noche, se apareci— un brujo. Y que Žl le tiraba piedras. Y trataba de
despertarme, pero yo no pod’a.
S—lo me despertaba cuando Žl me mov’a. Si no, no. Y, por mientras, le segu’a
tirando piedras al brujo, hasta que se fue.
Y
ah’ reciŽn yo me pude despertar.
Guillermo Villarroel, 85 a–os, Manquehua, IV Regi—n
Yo
me acuerdo, cuando chico, las personas me dec’an que, en la calle, generalmente
de noche, sal’a un hombre, que no se sab’a muy bien c—mo era, con un saco, a
llevarse a los ni–os que estaban "vagando por las calles" o que,
simplemente, se encontraban solos.
DespuŽs
de haber escuchado innumerables historias acerca de este misterioso hombre, un
d’a, en mi casa de la Gran Avenida, sal’ solo, de noche, a andar en bicicleta.
Siempre daba una vuelta a la manzana y me entraba nuevamente. De hecho, lo
hac’a a prop—sito, para ver si realmente era cierto todo lo que se contaba.
Cuando
di la primera vuelta, ya lejos de mi casa, pasŽ por un sitio vac’o, creyendo
que no ver’a nada, como siempre. Pero esta vez, despuŽs de haber pasado por
este lugar, doblŽ en la siguiente cuadra, ya de vuelta a mi casa, y me topŽ
cara a cara con un hombre vestido con ropa vieja, cara sucia y, detr‡s de la
espalda, un saco enorme de arpillera, lleno hasta la mitad con un bulto.
Nunca
supe si era el hombre del saco o no, porque por el susto que me llevŽ, creo que
nunca me hab’a demorado tan poco en dar esa vuelta de regreso a mi casa.
No
vi m‡s a este hombre, ni de d’a ni de noche. Pero tengo su cara marcada en mi
memoria hasta el d’a de hoy.
Alfredo de Castro, 27 a–os, Santiago
Era
una historia que le contaban los grandes a los ni–os chicos para que se
portaran bien y obedecieran. Si me portaba mal, no quer’a entrar a la casa a
comer, quer’a seguir jugando en la calle, no quer’a apagar el Atari [consola
para videojuegos], no queria dejar de ver los monitos, etc, etc. En el fondo,
si no le hac’a caso a mis pap‡s o a alguien que era mayor que yo, me amenazaban
con que iban a llamar al viejo del saco para que me llevara.
Obviamente,
nunca lo llamaron. Y, cuando caminaba por la calle con alguno de estos adultos
o semiadultos mentirosos, y ve’amos a un vagabundo, de los mas cochinos y
zaparrastrosos, me dec’an: Òmira, ah’ est‡ el viejo del saco. Tienes que
portarte bienÓ.
En
el fondo, hacer caso.
Fernanda Salinas, 28 a–os, Santiago
Cuando
la Francisca, mi hermana, y yo Žramos chicas, ten’amos una nana que se quedaba
cuid‡ndonos cuando sal’a el pap‡ y la mam‡.
El
problema es que no le hac’amos mucho caso, y lo peor era cuando nos ten’amos
que ir a acostar. As’ que ella, un poco desesperada, nos dec’a que iba a venir
el viejo del saco a buscarnos, si pasaba y no est‡bamos en la cama.
Era
un se–or bien viejo, grande, vestido medio harapiento, y con un gran saco lleno
de ni–os desobedientes que se los llevaba lejos, para siempre. Cada noche hac’a
un recorrido por todas las casas, una por una.
Nadie
le conoce la cara, siempre la ten’a tapada con un sombrero. Pero yo cre’a que
no era tan malo, sino que, al final, era amigo de los ni–os. Pero igual todos
nosotros le ten’amos miedo, y, cuando nos recordaban al viejo del saco o nos
dec’an Òle voy a decir al viejo del saco que te venga a buscarÓ, vol‡bamos a la
cama, bien tapadas hasta los ojos.
Teresa Mira, 28 a–os, Santiago
27. El
brujo que curaba con gatos y con una ramita de palqui
Mi
mami me llev— donde un brujo cuando chica, porque pasaba enferma. Ten’a puros
gatos negros. Y la casa estaba pasada a pich’ [or’n] de gato.
La
cosa es que te pon’an en una cama, con una s‡bana blanca, y te pon’an un gato
encima de ti. Y se quedaba tranquilito, encima de la guata. Y ah’ empezaba con
una ramita de palqui [cestrum parqui, ‡rbol].
Esto era en una ruca de paja [vivienda tradicional de los mapuches, de madera,
barro y paja] , por all‡ lejos, en el campo.
Yo
estaba ciega, y volvi— la visi—n como una nube. Y ve’a que el caballero me
chicoteaba [me azotaba] con esta rama de palqui. Y ah’ aprend’ yo lo que dec’a:
Que
salga el mal,
que
entre el bien,
como
Jesucristo entr—
en
JerusalŽn.
DespuŽs
te hincaba en la cama, empezaba a ungirlo a uno, y dec’a: ÒCorderito de Dios,
l’mpiale de la mollera hasta la misma planta de los piesÓ. Y rezaba y oraba.
Mar’a Zamorano Valenzuela, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n
28. Las
virtudes m‡gicas de la varilla de palqui
Se
busca agua con una varilla de palqui. Adem‡s, a la varilla se le puede
preguntar sobre enfermedades creadas o
naturales. Las enfermedades creadas se refiere
al mal de ojo.
TambiŽn
se pregunta por la producci—n agr’cola, o por cosas robadas. Poder preguntarle
a la varilla es un don que, en este caso, se recibe por un sue–o.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
29. El
conjuro contra el enroncharse
Yo
me sŽ varias supersticiones de la gente del norte de Chile:
Cuando
se est‡ cerca de un litre [‡rbol que puede producir reacciones alŽrgicas a
quienes lo tocan], se lo saluda de la siguiente manera, para no enroncharse:
Buenos
d’as , buenas tardes,
buenas
noches, se–or litre.
Si
tœ me cagas, yo te cago.
Y
se le escupe.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
30. El
demonio asusta a los jugadores de naipes
Por
experiencia propia sŽ lo del diablo, porque un a–o nos sali— en la casa donde
viv’amos al sur, all‡.
Estaba
ensenegado mi hermano con
el naipe. Estaba enviciado con el naipe. En la noche, una noche, pudiendo
oscurecer, pas— una persona y los enfoc— por la ventana con una linterna
chiquitita, as’, dice. Ellos lo vieron, los dem‡s.
Y,
m‡s tarde, mandaron a un hermano chico a buscar agua, y el pozo est‡ as’, para
arriba, y llev— una velita de esperma. ÁQue la velita de esperma se le apag—!
Y,
a la vuelta que baja, en la esquina de la casa, ve a una persona chiquitita,
as’, vestida de huaso [campesino]. Entonces dice que empez— a crecer, a crecer,
a crecer. Y pega el grito, y salimos todos para afuera. Y nosotros no vimos
nada. Pero [ten’amos] un miedo insoportable.
Cuando
se envicia la gente con el naipe, se aparece el diablo, dicen.
Entonces,
no han jugado m‡s al naipe en la casa.
Es
lo que m‡s trae al demonio, el naipe, por el vicio.
Lucila Romero Fuentes, 52 a–os, Valle de San Manuel, VIII
Regi—n
31. El
diablo de los ojos rojos que se aparec’a en el camino
A
m’ me han salido cuestiones en el camino. Lo de los ojos rojos es un p‡jaro que
anda ah’. Es que and‡bamos en unas fiestas de por aqu’, de Las Lomas, que nos
dieron permiso hasta las doce. Y nos ’bamos con los amigos y unos primos.
Y
hab’a un ranchito ah’. Y nos sali— un bulto negro, grande, con los ojos rojos.
Y corr’a en dos piernas, y despuŽs se agachaba en cuatro. Andaba por la punta
de los ‡rboles, por arriba, y bajaba. Y nos anduvo rodeando a nosotros. Y nos
llegaron casi las dos de la ma–ana.
Y
despuŽs fuimos a buscar a la hermana, que se nos anduvieron desmayando ah’, mi
prima y un amigo. Cuando hay fiesta, pasan esas cosas. A mi primo el Jonatan,
que se escondi— detr‡s de una mata, dice que, cuando apareci— el bulto negro,
se sent’a cuando le sonaban las cadenas.
Al
otro d’a vimos una huella al lado del auto, grande. Y lo que nos dijeron a
nosotros es que era el diablo.
Cuando
aparece hay que rezar. Es lo que han dicho.
Juan Carlos Romero Fuentes, 15 a–os, Lomas de San Alberto,
VIII Regi—n
32. La
aparici—n del diablo en el campo
Mi
papi me ha contado varias veces que el diablo aparec’a antes. A Žl una vez le
apareci—. Iba a caballo, y sinti— unos pasos delante de Žl. Y no se ve’a nada.
Era de noche.
Hizo
una cruz con unas ramas, y ah’ desapareci— el diablo.
Iv‡n Parada, 21 a–os, Valle de San Manuel, VIII Regi—n
Mi
abuelita, yo me acuerdo, cuando estaba chica, me contaba que ah’ les aparec’a
el diablo, o una persona media rara, con sus orejas y su cola, en el Bajo del
Diablo.
Eva Romero Fuentes, 20 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
En
al Bajo del Diablo, donde yo trabajo, en las tardes, se ven personas que van
caminando y, en un pesta–ear, se desaparecen.
Y
lo que nos dijeron a nosotros es que era el diablo. Cuando aparece, hay que
rezar.
Mercedes Romero Fuentes, 43 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
35. El
diablo en forma de chivo que embisti— a un ciclista
A
mi marido, una vez se le present— el cuco, all‡
por Machal’. ƒl dice que ven’a en bicicleta, que hab’a ido a dejar a la
hermana. Y, a la vuelta, dicen que, por donde ellos pasaban, sal’a el diablo.
Y dice que le sali— una cabra, un
chivito. Pero que en vez de cuatro patas ten’a ocho patas.
Y
Žl dice que pedale— en la bicicleta, y el chivo creo que lo alcanz—, y le dio
un top—n con la cabeza, un carnerazo que le
llaman, con los cuernos. Y lo tir— adentro del canal, con bicicleta y todo.
ƒl
me dec’a que no ven’a curao. Que se acuerda
perfectamente de todo.
Mar’a Zamorano Valenzuela, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n
36. El
tesoro de la carreta, la laguna maldita y la noche de San Juan
Durante
los a–os de la conquista espa–ola en Chile, muchos fueron los intentos por
dominar a los ind’genas aut—ctonos chilenos, ya hubieran sido mapuches,
picunches, aymar‡s, etc. Cuenta una leyenda que, hacia el siglo XVI, una hueste
espa–ola lleg— a las actuales tierras de Paine, espec’ficamente a la Laguna de
Aculeo, para conquistar y dominar al pueblo ind’gena asentado ah’.
Los
ind’genas, al ver que ser’an atacados, tomaron todos sus tesoros y minerales
extra’dos de esa tierra, e intentaron arrancar con una carreta tirada por
bueyes, repleta de oro. Fue tal la desesperaci—n, que intentaron atravesar la
Laguna de Aculeo, creyendo que as’ se librar’an de los espa–oles.
Al
adentrarse con carreta y todo dentro de la Laguna, naturalmente se hundieron,
muriendo todos los indios, y perdiendo en el fondo del agua todo el oro llevado
en la carreta. Por supuesto, los espa–oles desistieron de la persecuci—n, y
nunca m‡s se supo de lo que qued— enterrado bajo la Laguna.
Hasta
el d’a de hoy, los lugare–os m‡s viejos cuentan que, cada a–o, durante la noche
de San Juan (24 de junio), justo a las 12 de la noche, si alguien se asoma en
la oscuridad y mira hacia la Laguna, podr‡ ver esa carreta flotando en el agua,
con todo el oro que se hundi— en esos a–os.
Pero
si el diablo (que anda suelto esa noche), se da cuenta que alguien est‡ mirando
la carreta, har‡ caer una maldici—n hacia esa persona, atentando incluso contra
su vida.
Por
esta raz—n, pocos se han atrevido a mirar el 24 de junio, a las 12 de la noche,
por la ventana.
Blanca Letelier, 24 a–os, Santiago
37. El
perro diab—lico
Una
noche yo ven’a para ac‡, y la noche estaba clarita. Yo me hab’a tomado dos
copitas de vino, y siento que empiezan a ladrar los perros. Veo que, de
repente, se ponen a llorar los perros.
Paso,
y, en el camino, veo un perrito as’, chiquitito pero muy amarillito. Por aqu’
nadie tiene de esos perros. Y nos llam— la atenci—n. De repente, mirŽ para el
lado, y lo vi m‡s cerca de m’, un poco m‡s grande.
Y,
cuando paso por el lado de Žl en bicicleta, era as’, tan grande como un
novillo, m‡s o menos del porte m’o, de un color muy brillante.
Mercedes Romero Fuentes, 43 a–os, Lomas de San Alberto, VIII
Regi—n
38. El
duende que arrojaba lagartijas a las muchachas
Cuando
yo estaba chica, a los catorce a–os, viv’a en San Vicente de Tagua Tagua, en la
VI Regi—n, en la comuna de Pencahue.
Y
a m’ me segu’a un duende. Un duende que era, pero horrible, horrible.
Siempre
me sal’a en las noches, cuando yo iba de regreso a la casa de misa. Sobre todo
cuando hab’a misiones.
Y
yo siempre pensŽ que era un ni–o chico. No le tomaba mucha importancia. Pero
cuando Žl me dijo que nos fuŽramos, y yo le dije que era feo, Žl me tir— algo al
cuerpo, y se me escurri— por entre medio del t—rax. Me buscaron, me buscaron en
la casa cosas, y no me encontraron.
As’
que, al otro d’a, aparec’ con una lagartija entre medio de la trenza. Yo no sŽ
si ser’a cosa, no sŽ, del destino, que se me cay— esta lagartija entre medio
del cuerpo. O ser’a el duende que me la tir—. Pero yo siempre le he tenido
miedo a esas cosas.
La
gente con vela me revisaba. Yo dec’a que me rasgu–aba por entre medio de las
pechugas pa bajo.
Mar’a Zamorano, 53 a–os, Vincahue, VII Regi—n, Chile
39. La
ni–a
secuestrada por los duendes
A
mi mam‡, Ver—nica Garc’a Mu–oz, se la llevaban de la puerta de la casa dos
duendes de la mano. Y mi mam‡ viv’a en San Vicente de Tagua Tagua.
Hab’a
que subir el cerro para ir a ver los animales al otro lado. Entonces, cuando se
vinieron a dar cuenta, ya iba arriba del cerro pa bajar donde la llevaban los dos hombrecitos de la mano. La
alcanzaron a llamar, y un perro la salv—, porque se les atraves—. Si no, se la
hab’an llevado. No hubiera tenido mam‡.
Los
duendes son malos, porque se la llevaban pa
donde ellos viven. Mi mam‡ ten’a nueve a–os cuando se la llevaban. Mi mam‡
naci— el 5 de agosto de 1905. Segœn ella, se la llevaban varias veces. Primero
iban a jugar. Ella no les ten’a miedo. Y, cuando la tomaron de la mano, parti—
con ellos. Uno de cada mano se la llevaron.
La
echaron de menos porque ella le dijo en mi casa a mi abuelita de que la segu’an
unos ni–itos chiquititos, y ella sab’a que eran duendes.
La
mandaron especialmente pal otro lado, que fuera
a ver los animales, como una trampa. Y que le avisara al t’o que viniera a
almorzar, porque mi abuelita ten’a ganado. Entonces fue mi mam‡, y ya sali—,
como quien dice, de aqu’.
Al
llegar a Apoquindo, la distancia de la casa. Distancia pa que los duendes la esperaran al otro lado. Y as’ se la empezaron a
llevar. Entonces soltaron los perros, y los mandaron que fueran a buscar a mi
mam‡. Y ah’ salieron los perros.
Entonces,
los duendes se desaparecieron. No se supo pa
donde se metieron. Parece que se llevan la gente pa comŽrselas, pa matarlas. Vaya a
saber usted quŽ hacen con ella. Nunca supieron d—nde estaba el escondite de
ellos.
Mi
mam‡ fue la œnica, porque era bonita y alegre de ni–a. Y la œnica de todas las
hermanas que se la llevaban.
Anita Figueroa,
71 a–os, San Vicente de Tagua Tagua, Chile
El
colo-colo: Es un animal que nace del huevo de un
gallo cada 100 a–os. Se anida en la casa y vive en los huecos de la misma. Le
chupa la saliva al due–o a los que va secando, caen en la cama y de ah’ no se
levantan m‡s.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
Mi
abuelo ten’a un colo-colo. Mi mam‡ siempre me
contaba esas historias. Pero mi abuelo
era malo y no se sec— nunca [porque el colo-colo no pudo nunca imponerse a Žl].
Mi
mam‡ siempre ve’a al colo-colo, y me contaba
c—mo era, porque se tiene como mascota.
Estefan’a Reyes, 95 a–os, Manqueua, IV Regi—n
Hace
un par de a–os, en el norte de Chile, entre montes, San Pedros [posible
referencia a San Pedro de Atacama, poblaci—n en que han sido registradas
versiones de la leyenda del chupacabras] y
gallinas, nace el famoso chupacabras. Adorn— las
p‡ginas de los diarios m‡s populares del pa’s, y se pase— por casi todo el
territorio nacional.
Esta
especie de animalejo monstruoso tiene la virtud de aparecer cuando menos se le
espera: entre gallos y medianoche [de madrugada]. Visita las casas de
campesinos, y salta encima de las gallinas y cabras, bebiendo toda su sangre.
No
s—lo bebe la sangre, sino que no deja rastro alguno, salvo un peque–o orificio
en la garganta de los animales que ataca.
Muchas
son las teor’as sobre su genealog’a. Que es extraterrestre (nunca antes se vio
cosa igual), que es una mutaci—n (aœn cuando no se tiene una imagen certera de
quŽ es, ser’a entre perro y ...), que es un mito.
Pero,
m‡s all‡ de toda imagen, este animalillo quit— el sue–o a bastantes campesinos,
porque no se conoc’a su origen, porque pensaban que los podr’a atacar a ellos,
porque les quitaba su fuente de comida y de ingresos.
Se
dice, adem‡s, que es feo. Que es tan feo que mat— de puro susto a los conejos.
Que pill— a unas gallinitas en Chimbarongo. Se han creado revistas. Se han
hecho estudios.
M—nica Gabler, 27 a–os, Santiago
El
chupacabras, ser de dudosa procedencia o
especie, parece ser intr’nsecamente animal, pero con tendencia a monstruo.
El
bicho se come los animales del campo, se cruza en el camino de los conductores
nocturnos, y se le adjudican un par de ataques a seres humanos. Estos œltimos
suelen estar en estado de intemperancia
[borrachera].
Amparo Caicedo, 27 a–os, La Serena
44. El
culebr—n (I)
Es
una culebra grande, que se come a los animales. Tiene muchos colores en la
cabeza. Se cree que hipnotiza a los animales y que les chupa el aire.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
45. El
culebr—n (II)
No
sŽ, nosotros no hemos visto al culebr—n. Pero
creo que es grande.
Se
come a los animales y los deja sin hueso.
Hilda Milchea, 72 a–os, Manquehua, IV Regi—n
46. El
p‡jaro
cabra
Es
un p‡jaro que habla como cabra. Hace que las
personas se pierdan en el tiempo y el espacio.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
Es
un animal que rebuzna como una mula, pero s—lo se siente, se escucha.
Se
cree que, despuŽs de ser escuchado, mueren personas.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
48. El
chon-ch—n (I)
P‡jaro
negro [no es una especie real, sino un ser m’tico, producto de la
transformaci—n de algœn brujo o bruja en ave] con cabeza y alas. Se piensa que
es un brujo. Se puede bajar, es decir, que se
convierta en hombre, diciendo una oraci—n. DespuŽs hay que subirlo diciendo la oraci—n al revŽs. Se baja [se le metamorfosea] para saber quiŽn te esta haciendo el mal de
ojo.
No
se ve. S—lo se escucha o se siente. Hay gente que sabe bajarlo y subirlo, y lo hacen para verle la
cara. No se sabe si es hombre o mujer. Se le tira sal con la mano izquierda
para que se vaya. TambiŽn se puede bajarlo
dejando sal en la mesa y diciendo:
–Vuelva
ma–ana por sal.
Se
dice que hay personas que lo han bajado y
despuŽs se han vuelto locas, o terminan con alguna enfermedad. Si uno no lo
sabe subir, uno se puede volver loco o
enfermarse.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
49. El
chon-ch—n (II)
Cuando
era chico, iba con mis amigos paÕ los cerros. Y
escuch‡bamos al chon-ch—n re’r. DespuŽs, yo me iba paÕ mi casa, y llegaba con el bicho siguiŽndome.
Mi
mam‡ se asustaba, y todos gritaban, porque lo escuchaban re’r arriba de la
casa. Yo era chico, y hac’a eso como travesura.
JosŽ Domingo Alfaro, 67 a–os, Manquehua, IV Regi—n
50. El
chon-ch—n (III)
Cuando
era chica, el chon-ch—n se sub’a arriba del
ca–—n de la cocina y se sentaba ah’. Cuando buscaba ovejas, sent’a cantar al chon-ch—n. DespuŽs, yo llegaba paÕ mi casa.
Y,
una vez, cuando volv’, me estaba peinando, y empecŽ a sentir al chon-ch—n. Le
empecŽ a decirle que se dejara de hacer eso, que no iba a ser reconocido en el
reino de Dios, y as’ de a poco lo dejŽ de escuchar.
Hilda Milchea, 72 a–os, Manquehua, IV Regi—n
Se
cuenta que, en el mar del Pac’fico, a la altura de Puerto Montt, hace mucho
tiempo iba un barco con soldados. Y, de pronto, escucharon la voz de una bella
mujer. Todos los tripulantes del barco trataban de verla. Y, cuando lo
hicieron, el barco desapareci—. Nadie sabe lo que pas— con ellos.
Se
cuenta ahora que todo aquel que escuche y vea a esta mujer, quedara encantado
por ella y se ir‡ con ella.
Fernanda Pazols, 24 a–os, Santiago
Una
vez, mi hermano fue a comprar un chancho a unos cerros como a dos horas de ac‡.
Sali— en la tarde, pero eran las dos de la ma–ana y todav’a no volv’a.
Lo
salimos a buscar. Pero nada que aparec’a. Lleg— como a las cuatro de la ma–ana,
y nos dijo que estuvo todo el tiempo caminando, y que nunca se desvi—. Y que lo
œnico que escuchaba era la risa de una cabra.
Yo
creo que es como que el tiempo se te congela.
Hilda Milchea, 72 a–os, Manquehua, IV Regi—n
En
Parinacota, I regi—n de Chile, una vez Cipriano Mamani, el cuidador de la
iglesia de Parinacota, me cont— la historia de la silla de la iglesia.
Hab’a
all’ una silla que, por las noches, sal’a a caminar por el pueblo. Nadie sab’a
por quŽ. Pero sal’a todas las noches. Y se escuchaban sus pasos durante toda la
noche. Algunos dec’an que la hab’an visto, incluso.
Un
d’a, la persona que estaba a cargo de la iglesia en ese momento, decidi—
amarrar la silla dentro, y desde entonces no volvi— a salir.
La
silla sigue ah’, bien amarrada, en la iglesia de Parinacota.
Jorge
Rojas, 28 a–os, Santiago, Chile.
54. Los
a–os
bisiestos son nefastos para las cosechas
No
se siembra en a–o bisiesto, porque sale mala la cosecha
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
55. El
agŸero
de la perdiz
Ver
cruzar una perdiz significa suerte.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
56. El
agŸero
de la gallina con sus pollitos
Ver
una gallina con sus pollitos significa plata.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
57. El
agŸero
de la culebra parada
Ver
una culebra parada cruzando significa pelea con alguien.
Constanza Tocornal, 27 a–os, Santiago
[1] Traducimos
de Flo Carlson, "A Collection of Cajun Superstitious and Supernatural
Tales", Louisiana Folklore Miscellany III (1970) pp. 28-35,
p. 33.
[2] Mircea
Eliade, El chamanismo y las tŽcnicas arcaicas del Žxtasis, trad. E. de
Champourcin (MŽxico: Fondo de Cultura Econ—mica, reed. 1996) pp. 370-373.
[3] Ces‡reo de Heisterbach, Di‡logo de milagros,
ed. Z.
Prieto Hern‡ndez, 2 vols. (Zamora: Ediciones Montecasino, 1998) I, p.390
[4] Francisco J.
Rua Aller y Manuel E. Rubio Gago, La piedra celeste: creencias populares
leonesas
(Le—n: Excma. Diputaci—n Provincial, 1986) p. 178.
[5] JosŽ
El‡, El joven que atrap— al puercoesp’n blanco y otros cuentos de los fang
de Guinea Ecuatorial, ed. A. E. Ruiz Palomar y J. M. Pedrosa (Vic:
Ceiba, 2003) nœm. 16.
[6] VŽase
al respecto JosŽ Manuel Pedrosa, "El conductor de la mujer fantasma: de la
China de la dinast’a Jin (siglos III-V) a la tradici—n oral moderna", La
autoestopista fantasma y otras leyendas urbanas espa–olas (Madrid:
P‡ginas de Espuma, 2004) pp. 34-79.
[7] Versi—n recogida por JosŽ Manuel Pedrosa en Madrid, en junio de 1999, a
Rasha Ahmed Ismail, de 28 a–os, de El Cairo.
[8] Marcelo Aguayo,
"Trabajo de investigaci—n etnogr‡fica", Literatura tradicional sin
fronteras: el repertorio multicultural de Montreal. Recueilli dans le cadre du SŽminaire "LittŽrature et
Folklore", ed. JosŽ Manuel Pedrosa
(Montreal: [edici—n propia], 1997) pp. 240-260, pp. 12-13.
[9] Versi—n recogida por
JosŽ Manuel Pedrosa, en Madrid, en febrero de 1999, a Harinirijahana
Ramarijaona, de 37 a–os, de la etnia merina.
[10] Traduzco de Grupo de
Recerca Folkl˜rica dÕOsona, Benvingut/da al club de la SIDA, i altres rumors
dÕactualitat,
coord. J. M. Pujol (Barcelona: Generalitat, 2002) p. 129.
[11] Yukihisa Mihara, Narrativas
tradicionales del Dpto. de La Paz, Bolivia (Hirakata, Osaka, Jap—n: Seminario de Y. Mihara de la
Universidad de Kansai Gaidai) pp. 159-160 y 280-281
[12] La informante Patricia Mart’nez Buitrago, de 30 a–os, de Le—n, Nicaragua,
fue entrevistada por JosŽ Manuel Pedrosa en Alcal‡ de Henares (Madrid) en 2004.
[13] El informante
Carmelo Lacayo, de 28 a–os, de Managua, Nicaragua, fue entrevistado por JosŽ
Manuel Pedrosa Alcal‡ de Henares (Madrid) en 2004.
[14] Oreste Plath, Geograf’a
del mito y la leyenda chilenos (Santiago: Nascimento, 1973) p. p. 33.
[15] La informante Carmen
Mar’a Contreras UdŽs, de 21 a–os, de Almer’a, fue entrevistada por JosŽ Manuel
Pedrosa en Alcal‡ de Henares (Madrid) el 2 de abril de 2003.
[16] El’as Rubio Marcos,
JosŽ Manuel Pedrosa y CŽsar Javier Palacios, Cuentos burgaleses de tradici—n
oral (teor’a, etnotextos y comparatismo) (Burgos: Colecci—n Tentenublo, 2002) nœm. 210.
[17] Fernando Iwasaki, Ajuar
funerario
(Madrid: P‡ginas de Espuma, 2004) pp. 44-45.
[18] Los informantes
Sim—n Ruiz de Gaona Mart’nez (nacido en 1903), Mar’a Carmen Carlos Oy—n (nacida
en 1939) y Mar’a CodŽs Ortigosa (nacida en 1937) fueron entrevistadas por JosŽ
Manuel Pedrosa en Torralba del R’o en 1995.
[19] Jovino Andina Yanes,
Leyendas bercianas (Le—n: Cajaespa–a, 1993) pp. 60.
[20] Mar’a del Mar
Llinares, Mouros, ‡nimas, demonios: el imaginario popular gallego (Madrid: AKAL, 1990) p. 47; vŽanse adem‡s pp. 87-88.
[21] Llinares, Mouros, pp. 92-93.