Pedrosa, JosŽ Manuel. ŇDe re etiologica: mitos de or’genes y literatura de la modernidadÓ. Culturas Populares. Revista Electr—nica 2 (mayo-agosto 2006).

http://www.culturaspopulares.org/textos2/articulos/pedrosa1.htm

ISSN: 1886-5623

 

 

 

 

De re etiologica: mitos de or’genes y literatura de la modernidad

 

JosŽ Manuel Pedrosa

Universidad de Alcal‡

 

Hay como una huella de nieve en el recuerdo primitivo de esta tierra, un rastro de humo que mana de las hornas en los amaneceres del pasado

-Luis Mateo D’ez, Relato de Babia, 1981.

 

Resumen

Por lo general, se piensa que los mitos de or’genes y los relatos etiol—gicos son propios de las culturas y de las literaturas m‡s antiguas y tradicionales. Este art’culo demuestra c—mo los grandes precursores y art’fices de la literatura de la modernidad (desde Boccaccio, Rabelais y Cervantes hasta Lagerlšf, Orwell o Luis Mateo D’ez) tambiŽn han escrito relatos etiol—gicos. Se hace adem‡s una reflexi—n antropol—gica sobre la cuesti—n.

Palabras clave

Mito. Leyenda. Cuento. Etiolog’a. Antropolog’a. Giovanni Boccaccio. FranŤois Rabelais. Miguel de Cervantes. Selma Lagerlšf. George Orwell. Luis Mateo D’ez.

 

Abstract

It is commonly assumed that myths of origins and ethiological narratives correspond to ancient and traditional cultures and literatures. This article demonstrates that some of the key-names of modern literature (from Boccaccio, Rabelais and Cervantes until Lagerlšf, Orwell or Luis Mateo D’ez) are authors of ethiological fictions. The article offers some anthropological interpretations on the subject.

Key Words

Myth. Legend. Folktale. Ethiology. Anthropology. Giovanni Boccaccio. FranŤois Rabelais. Miguel de Cervantes. Selma Lagerlšf. George Orwell. Luis Mateo D’ez.

 

 

 

Afirm— Friedrich Nietzsche, en El caminante y su sombra:

 

            "Al principio era...". Exaltar los or’genes es una especie de reto–o metaf’sico que renace constantemente en la concepci—n de la historia y que nos convence de que en el conocimiento de todas las cosas se encuentra lo m‡s valioso y esencial en ellas[1].

 

            No era uno de los habituales delirios del pensador alem‡n. Ni han dejado otros autores de dar vueltas sobre el mismo tema ni de desarrollar argumentos parecidos, aunque desde perspectivas diferentes. La nostalgia de los or’genes que Nietzsche consideraba un apremio, en abstracto, de la filosof’a de la historia, tiene, por ejemplo, para el novelista espa–ol Luis Mateo D’ez, un sentido mucho m‡s concreto, incluso individual, que nace de la fascinaci—n por los propios or’genes que hunde sus ra’ces en la conciencia (y en la edad infantil o de or’genes) de cada persona:

 

            Siempre me gust— aquella interpretaci—n pavesiana de la infancia como tiempo m’tico del hombre, la idea de que cada uno de nosotros es due–o en su propia experiencia de un tiempo primordial equivalente al que en la humanidad forj— su memoria m’tica. Es el tiempo de cada infancia, como pudo serlo el de aquella infancia de la humanidad, y esa huella de lo primigenio marca nuestra existencia y es posible contarla, rememorarla, imaginarla, con las correspondentes equivalencias de lo que fueron los relatos m’ticos.

            Yo hago un regreso literario a la infancia con el af‡n de contar aquellas historias y emociones primeras, y establezco esa dimensi—n mitificadora del recuerdo que gana intensidad con la naturalidad de las met‡foras, que reconquista desde la imaginaci—n sucesos y sue–os de una memoria primitiva

            [...] Es muy intensa la relaci—n de mito e infancia, a la vez que resulta muy sugestiva la conexi—n de leyenda y adolescencia. No sŽ si a la juventud le vendr’a bien la f‡bula, pero estoy convencido de que la madurez se compadece mejor que nada con un gŽnero complejo como el novelesco, lejano ya a las llamadas literaturas populares, y en la vejez no estar’a mal, con el impulso del eterno retorno, recobrar el tributo del cuento en la pureza de su identidad: sin tiempo ni espacio y sustituyendo la experiencia real por el poder de las palabras, que es como lo caracterizan los m‡s conspicuos folkloristas[2].

 

            Los seres humanos en concreto, y la cultura humana en abstracto, andan muchas veces mirando hacia el pasado con tanta pasi—n y tanta ansiedad, al menos, como miran hacia el futuro. Se inquietan si no sienten terreno firme a sus espaldas. Piden, y si no inventan, explicaciones o justificaciones del camino ya recorrido, como plataforma indispensable para acometer la aventura de lo que queda por recorrer. Sin un pasado s—lidamente fundado, las conquistas y los hallazgos del futuro se sienten como en el aire, a la intemperie, seriamente comprometidos, gravemente puestos en cuesti—n.

            Uno de los interrogantes b‡sicos que se plantea la cultura humana es, por eso, el de los or’genes: de d—nde hemos salido nosotros y todo lo que nos rodea, quŽ voz y quŽ forma tuvieron los balbuceos de nuestra especie y de nuestra cultura, cu‡l es el modo m‡s convincente y hermoseado, a falta de registros y de evidencias hist—ricos, de invent‡rnoslos. Si el mito de or’genes del mundo sem’tico y del occidental se sitśa en el Para’so original de Ad‡n y Eva, y si diversas tradiciones religiosas localizan en Žl su fundaci—n, si el sue–o absoluto de los paleont—logos es recuperar la imagen del hombre en el momento mismo en que qued— constituido como tal, si el objetivo que gu’a a los arque—logos es arrancar todo lo que sea o parezca fundacional de las garras del olvido o de las brumas del mito, si uno de los objetivos supremos de la astronom’a de hoy es conocer –incluso visualizar– c—mo era el universo en el estallido originario de lo que se ha dado en llamar big bang, tambiŽn cada ser humano corriente pero pensante pasa la vida pregunt‡ndose por sus or’genes y por los or’genes de lo que contempla a su alrededor.

            Con una amplitud de miras que alcanza, justamente, a todo lo que nos rodea. As’ es como se ha hecho eco Alberto Manguel de la curiosidad por los or’genes que late en lo m‡s profundo del posmoderno hombre de hoy –incluso del lector de novelas polic’acas–:

 

            ŔCu‡ndo se puso de moda la mśsica en los restaurantes? ŔY las etiquetas que marcan en los libros su precio? Las preguntas acerca de la primera vez est‡n llenas de misterio. De ah’ tal vez que muchas respuestas se hallen en las novelas polic’acas. As’, en las p‡ginas de Dorothy L. Sayers podemos encontrar la primera alusi—n a la moderna man’a del ejercicio f’sico y en las de John Dickson Carr, la costumbre de colgar carteles en las puertas de las habitaciones de hotel.

            La otra tarde, en el cafŽ del C’rculo de Bellas Artes de Madrid, observŽ con asombro que, casi sin darme cuenta, yo, para quien las mesas de cafŽ son domicilios secundarios, me hab’a acostumbrado a un cambio de escenario a la vez brusco y sutil. No es que todo fuera distinto. A mi alrededor, como en los muchos cafŽs que jalonaron buena parte de mi vida, apacibles lectores de libros y diarios esperaban tranquilos no sŽ quŽ demorado encuentro; otros escrib’an en minśsculas libretas signos cabal’sticos o cuentas bancarias; algunos debat’an con amigos las grandes cuestiones metaf’sicas de siempre, mientras melanc—licos camareros (o camareras) se mov’an entre las mesas con esa sonambul’stica indiferencia propia a su profesi—n. Sin embargo, entre estos personajes tradicionales, hab’a ahora otros cuya presencia se hab’a hecho imperceptiblemente cotidiana desde hace muy poco: los tecleadores de ordenadores port‡tiles, los utilizadores de telŽfonos m—viles, los lectores de agendas electr—nicas. Sus gestos (los dedos que tamborilean en lugar de sostener un l‡piz, la lengua que mantiene un ’ntimo di‡logo con un interlocutor invisible, los ojos recorriendo una pantalla que tiene algo de espejo) ya no eran nuevos, Ŕpero cu‡ndo hab’an comenzado a invadir este territorio que yo cre’a familiar?

            Los inicios (como los finales) son misteriosos, sobre todo si son banales. La curiosidad por saber cu‡ndo se compuso el primer soneto o cu‡ndo fue disparado el primer tiro en una batalla tiene cierta justificaci—n intelectual; menos la tiene querer averiguar cu‡ndo se puso de moda la mśsica en los restaurantes o las acŽrrimas etiquetas autocolantes que proclaman para siempre el precio de un libro. Y sin embargo, hay en tales descubrimientos una suerte de inocente satisfacci—n, un modesto placer como el que puede procurarnos encontrar en la acera una moneda o hallar en la forma de una nube el perfil de un amigo olvidado.

            Curiosamente, yo suelo hallar tales momentos inaugurales en la literatura policial. Adem‡s del deleite de la intriga, del sosiego de un mundo deliciosamente ordenado, de la satisfacci—n de poder confiar en concisas convenciones sociales, la novela policial (sobre todo la de la edad de oro, de la primera mitad del siglo XX) me brinda, en algunas de sus mejores p‡ginas, la revelaci—n de "una primera vez". Doy algunos ejemplos:

            ŔCu‡ndo empez— esa man’a por el ejercicio f’sico publico que hace que, cualquier ma–ana en casi cualquier ciudad del mundo, veamos a hombres y mujeres normalmente discretos salir tiritando de sus hoteles en ropa de playa para lanzarse a la carrera por la calle? Yo hubiese pensado que la costumbre se remonta a fines de los a–os sesenta, cuando fitness y jogging entraron definitivamente en el vocabulario burguŽs internacional. Sin embargo, en The Documents in the Case [Los documentos del caso] de Dorothy L. Sayers, escrito en colaboraci—n con Robert Eustace y publicado en 1930, uno de los j—venes personajes es sorprendido por una vieja solterona, bajando las escaleras "en s—lo su remera y sus shorts". "Estaba por salir para dar mis seis vueltas a la cuadra", explica el joven m‡s tarde a su prometida.

            Me intrigan ciertos detalles comunes y corrientes, como por ejemplo los carteles que debemos colgar en el picaporte de nuestra puerta en el hotel, exigiendo que nos dejen tranquilos o, por el contrario, que arreglen nuestra habitaci—n. ŔCu‡ndo fueron inventados? En To Wake the Dead [Despertar a los muertos], de John Dickson Carr, se nos dice que en 1938 (fecha de publicaci—n de la novela) eran cosa muy nueva. "ŔPuedo averiguar de d—nde proviene ese cartel que dice no molestar en la puerta?", pregunta uno de los detectives. "Hay uno en cada habitaci—n", responde el sargento de polic’a. "Se lo guarda en el caj—n del escritorio, por si el huŽsped lo require. Aparentemente, un invento moderno".

            Y finalmente, un ejemplo que me concierne personalmente. Como todo escritor culpable de publicar un libro en el mundo anglosaj—n, casa semana me llegan pedidos de editores para que dŽ mi opini—n (elogiosa, por supuesto) sobre algśn t’tulo nuevo, opini—n que ser‡ luego impresa en la sobrecubierta como obsequiosa carta de presentaci—n, suerte de nihil obstat extraoficial y zalamero. Tan asiduos son estos pedidos, que hoy d’a no aparece libro alguno en un pa’s de habla inglesa sin varios nombres m‡s o menos famosos encomend‡ndolo al lector. Esta variaci—n de aquella costumbre de la que ya se burlaba Cervantes en el pr—logo al Quijote ("la innumerabilidad y cat‡logo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse"), nace, al parecer, hace poco m‡s de sesenta a–os. En 1939, Nicholas Blake publica The Smiler with the Knife, novela en la cual un cierto personaje es descubierto revisando galeradas. "Se las envi— un editor", explica su hija. "Para pedirle su opini—n. La querr‡n para promocionar el libro. Le suelen mandar libros de tanto en tanto por el mismo motivo". Hoy la impertinencia es idŽntica, s—lo ha cambiado la frecuencia[3].

 

            Es imposible resumir en un breve art’culo una cuesti—n tan densa, tan compleja, tan intrincada, como es la de la explicaci—n o justificaci—n, m’tica o leyend’stica, de las causas y or’genes de algśn lugar, de algśn ser, de alguna comunidad, de algśn suceso, incluso si limitamos –como vamos a intentar hacer en esta ocasi—n– el fen—meno a la Žpoca moderna. Un grueso libro, o, mejor aśn, toda una biblioteca  –y n o peque–a–, ser’an precisos para acoger una historiograf’a y una poŽtica suficientes de los relatos de or’genes  –incluso de los relatos modernos de or’genes–. Y no ser’a f‡cil –ni siquiera bajo esa importante restricci—n– llegar a una explicaci—n general, por la sencilla raz—n de que los mitos etiol—gicos, las leyendas de fundaci—n, los cultos y las creencias nacidos en recuerdo y en conmemoraci—n de lo que se considera una persona o un hecho fundadores, de fama imperecedera y a menudo ejemplar, siguen no s—lo operativos, sino tambiŽn exuberantemente fecundos, continuamente renovados, en permanente proceso de eclosi—n y desarrollo, en nuestro agitado mundo actual y en nuestra literatura m‡s vigente. De modo parecido a como han estado vivos siempre, desde que tenemos registros de cultura escrita y, seguramente, desde mucho antes: desde los tiempos oscuros y borrosos de la prehistoria y de la preliteratura. Es decir, desde los mismos albores de la cultura humana.

            ŔQuŽ mitos siguen eclosionando hoy, quŽ cultos se generan en torno a ellos, que espacios adquieren la etiqueta de sagrados por el simple hecho de que alberguen alguna huella de algśn sujeto famoso –hist—rico o fabuloso– que los haya fundado, o de algśn acontecimiento notable –real o ficticio– que se hubiera producido en Žl y le hubiera conferido una nueva identidad? Muchos. Las explicaciones m’ticas, las adherencias fant‡sticas, las fabulaciones que pretenden justificar los rasgos que se asocian a determinado personaje carism‡tico y al lugar en que estuvo siguen gener‡ndose hoy con la misma vitalidad con que en determinados montes o islas de Grecia se evocaban o se veneraban huellas del paso de Apolo, de Teseo o de HŽrcules, con que en ciertos recintos sagrados de Roma se recordaban las acciones que R—mulo y Remo hab’an protagonizado all’ mismo, con que en innumerables santuarios cristianos que se convirtieron en centro y nścleo de la vida de un pueblo o de una ciudad se veneraban y se veneran ecos, huellas, restos supuestos de alguna divinidad o de algśn santo.

            Recordemos por un momento, y sin entrar demasiado en tan (espinosa) materia, la copios’sima bibliograf’a generada en el śltimo siglo en Espa–a, con la firma de autores como Unamuno, Azor’n, Ortega y Gasset, AmŽrico Castro, S‡nchez Albornoz, La’n Entralgo, Juli‡n Mar’as, Camilo JosŽ Cela y tantos otros, acerca del origen, del ser, del car‡cter de los espa–oles. O los ensayos recientes de Jon Juaristi acerca de los mitos de or’genes del nacionalismo vasco. O las encendidas y complejas polŽmicas actuales acerca de los or’genes, la justificaci—n, la definici—n, de Espa–a y de sus comunidades. O t’tulos como La invenci—n de Espa–a de Inman Fox, o como el reciente y ejemplar libro de Rosa Sala Rose que penetra en los abismos de donde surgieron los Mitos y s’mbolos del nazismo...

            O, en un plano menos abstracto, m‡s pr—ximo e incluso m‡s cotidiano, constatemos c—mo nos recuerda la prensa que el cŽlebre best-seller El c—digo Da Vinci (The Da Vinci Code, 2003), de Dan Brown, ha dado lugar a toda una ruta extendida por ciudades, campos, iglesias y museos a los que acuden millares de fan‡ticos que han instituido de facto un culto sobre unos escenarios que antes de la cŽlebre novela no ten’an las resonancias m’ticas ni m’sticas que se les acaban de adherir. La misma prensa nos asalta a veces con noticias rabiosamente contempor‡neas acerca de la inaguraci—n o de la ampliacion de una ruta de los Beatles en el Liverpool que vio las andanzas infantiles y juveniles del cŽlebre grupo de pop inglŽs, y que miles de devotos seguidores llegados de todos los rincones del mundo recorren ahora con la misma unci—n con que los fieles de diversas religiones visitan sus m‡s emblem‡ticos lugares sagrados.

            Otro ejemplo m‡s, y bien revelador: en la ciudad norteamericana de Memphis, en la que vivi—, muri— y est‡ enterrado Elvis Presley, en torno a la casa (bautizada como Graceland), a los jardines, a la tumba del cŽlebre cantante norteamericano, ha nacido un autŽntico culto seudoreligioso centrado en el recuerdo de Elvis (o de San Elvis, como muchos invocan), bajo cuyos auspicios se celebran rezos, misas y hasta bodas, segśn informa un significativo reportaje period’stico:

 

            Elvis Presley es un santo para numerosos estadounidenses, pero algunos ya le han convertido en dios. Se ha puesto en marcha la Presleytarian Church of Elvis The Divine, cuyos ritos incluyen el rezo diario con la mirada puesta en direcci—n de Las Vegas y un peregrinaje anual a Graceland, la mansi—n de Elvis en Memphis, donde vivi— y muri—[4].

 

            TambiŽn sobre el recuerdo del Che Guevara, el legendario guerrillero de origen argentino, ha nacido toda una ruta m’tico-m’stica, un autŽntico culto cuasireligioso que ha dado nueva identidad, refundado sobre unos cimientos culturales nuevos, los escenarios en que se desarrollaron determinados hechos cruciales de su vida (y de su muerte):

 

            La llamada ruta del Che, un circuito tur’stico que el Gobierno de Bolivia inaugurar‡ este a–o, busca organizar y coordinar una espont‡nea y creciente romer’a internacional a Vallegrande y La Higuera, donde existe la convicci—n de que ronda el ‡nima o esp’ritu del guerrillero para hacer el bien a quienes creen ya en San Ernesto de la Higuera, para unos, o Santo Che, para otros.

            Casi treinta a–os despuŽs de la ejecuci—n, en la escuela de La Higuera, del argentino-cubano Ernesto Che Guevara, comandante de la guerrilla en Bolivia en 1967, la Secretar’a de Turismo prepara este circuito hist—rico y de aventuras en la regi—n que fue el campo de operaciones del foco insurgente.

            "Hay mucha gente que anualmente hace una romer’a por estos lugares y hay mucho interŽs de chilenos, peruanos y argentinos, que recorren el lugar sin mayor orientaci—n, tanto por la ruta que sigui— el Che como en busca de atracciones... El circuito terminar‡ en un lugar de interŽs arqueol—gico prehisp‡nico donde est‡ el fuerte incaico de Samaipata, destinado a cultos religiosos y adonde tambiŽn lleg— el Che...

            Desde que se suspendieron las excavaciones, a mediados del a–o pasado, se reśnen datos con la cooperaci—n de historiadores latinoamericanos, con numerosos testimonios obtenidos, para determinar d—nde puede estar lo que quede del cad‡ver. San Mart’n reitera que el Gobierno no se ha resignado al fracaso y quiere devolver los restos a sus familiares, pero tambien establecer un hecho hist—rico no totalmente aclarado.

            En Vallegrande y otros pueblos visitados por el Che, que siguen en su situaci—n de abandono y pobreza como hace treinta a–os, hay una secreta alegr’a ante la infructuosa bśsqueda. Parece que es m‡s reconfortante tener cerca a San Ernesto de la Higuera, un santo popular que, dicen, ha hecho milagros a favor de sus devotos.

            Muchos conservan recortes de peri—dicos o viejos carteles con la imagen del Che Guevara, enmarcados y con velas enceandidas. En la iglesia de Vallegrande se celebran misas pagadas por devotos, an—nimos o no, por el alma del Che, al menos una o dos veces a la semana a lo largo de todo el a–o, segśn el sacerdote francŽs RenŽ Heims.

            No hay que descartar que este circuito de turismo-aventura se convierta con el tiempo en una ruta de peregrinaje de gente que quiere creer y dar devoci—n a algo o a alguien, aunque no compartan necesariamente la ideolog’a del m’tico guerrillero[5].

 

            No faltan, como es bien sabido, las agencias de viajes que proponen rutas tur’sticas por la Viena en que vivi— y sufri— Mozart, por el Londres de Virginia Woolf, o por la Jamaica en que dej— su impronta y sus recuerdos Bob Marley: espacios simb—licamente refundados, dotados de una nueva y diferente identidad, por los personajes –o, m‡s bien, por la fama y el recuerdo de los personajes– que transitaron por ellos.

            Otro sujeto cŽlebre de nuestro tiempo que acab— convirtiŽndose tambiŽn en hŽroe fundador: el cosmonauta soviŽtico Gagarin:

 

            Gagarin sigue siendo un hŽroe para los rusos y su figura est‡ envuelta en leyendas, algunas de las cuales se convirtieron en tradici—n de los cosmonautas. Cuentan que, cuando aquel miŽrcoles primaveral el autobśs le llevaba hacia la rampa de lanzamiento, Gagarin orden— al ch—fer que se detuviera. Le hab’an entrado ganas de orinar y lo hizo all’ mismo, en una de las ruedas del autobśs. Desde entonces se considera que seguir el ejemplo de Gagarin trae suerte, y por eso ahora los astronautas a mitad de camino de la rampa, se bajan para orinar en las ruedas del autobśs. Gagarin acababa de cumplir 27 a–os cuando fue lanzado por la Vostok a la inmortalidad y la fama, las cuales s—lo pudo gozar siete a–os: el ’dolo de millones de j—venes pereci— el 27 de marzo de 1968 en misteriosas circunstancias, cuando regresaba a la base de un vuelo de entrenamiento[6].

 

            Los personajes ficticios de El c—digo Da Vinci y las fabulaciones que el tiempo y la inventiva –o los intereses comerciales– han adherido a seres hist—ricos y de carne y hueso como Mozart, Virginia Woolf, los Beatles, Elvis Presley, el Che Guevara, Gagarin o Bob Marley han dado lugar no s—lo a corpus m‡s o menos organizados –a veces altamente formalizados– de creencias, sino tambiŽn, como acabamos de ver, a la acotaci—n de recintos tenidos por sagrados, a la eclosi—n de espacios marcados por el recuerdo y destinados a la conmemoraci—n de determinados sujetos y sucesos, a –en definitiva–, la institucionalizaci—n de centros de culto, de sedes de mitos de or’genes, de leyendas topogr‡ficas, de relatos etiol—gicos, o de simples y algo m‡s modestos puntos conmemorativos que proclaman en el presente la memoria de personajes y de sucesos que fundaron o refundaron –simb—licamente– o que dejaron all’ sus huellas memorables.

            A los ejemplos modernos y contempor‡neos que acabamos de aducir podr’amos a–adir muchos m‡s: desde las tumbas del cementerio parisino del PŹre Lachaise al que cada a–o acuden decenas de miles de visitantes, m‡s o menos necr—filos, guiados por los planos de las gu’as tur’sticas, hasta el monumento que en la calle Mayor de Madrid conmemora el lugar exacto en que se produjo el atentado anarquista contra Alfonso XIII en el d’a de su boda. Desde los barcos, museos u hospitales que en Espa–a llevan el nombre de la Reina Sof’a o del Pr’ncipe de Asturias hasta las calles y plazas que etiquetamos con los nombres de personas o sucesos de los que creemos que debe quedar memoria no s—lo en nuestro recuerdo personal, sino tambiŽn en la geograf’a espacial en la que transcurren nuestras vidas. Pasando por las placas y l‡pidas que salpican muchas paredes y calles de nuestras ciudades para recordar que all’ vivi— o muri— tal ilustre personaje, y que funcionan como autŽnticos palimpsestos que refundan, renuevan, reciclan continumante las se–as de identidad, los hitos referenciales de los espacios en que vivimos.

            El ser humano necesita fundar y refundar de manera continua, en el plano de lo f’sico o material, y en el plano de lo espiritual, cultural o simb—lico, los lugares en los que habita. El mundo, la naturaleza, el entorno, han de plegarse a su impronta, mostrar su sello, exhibir muchas veces el nombre, la marca, el recuerdo del fundador o del transeśnte carism‡tico que dej— all’ –alterando para siempre el lugar– huellas o recuerdos de su paso. Para que un espacio previo, neutro, innominado –o nombrado de modo menos intenso y significativo– sea objeto de refundaci—n material, cultural, nominal, de nueva y m‡s intensa valoraci—n y reconocimiento de sus cualidades, basta muchas veces con que le asociemos a un nombre o a un suceso excepcionales. O con que, si lo creamos de nueva planta, lo vinculemos desde su mismo nacimiento a un nombre o a un suceso carism‡ticos.

            TambiŽn la literatura es, como cabr’a esperar, recept‡culo privilegiado de relatos de or’genes, de textos que asocian espacios a justificaciones etiol—gicas, o que asocian espacios a nombres y memorias tard’amente adheridas, advenedizas, postizas, que tienen la funci—n de refundar culturalmente esos espacios. Quien haya le’do la entretenid’sima Descripci—n de Grecia de Pausanias, recordar‡ un sinnśmero de descripciones –de caminos, de fuentes, de monta–as, de santuarios, de poblaciones– que pasaron de ser espacios neutros, innominados, irrelevantes desde el punto de vista simb—lico-cultural, a constituirse en escenarios notables, sagrados, memorables y memorados cuando se acepta que fueron fundados, erigidos, hollados o visitados por determinado dios o por determinado hŽroe, cuyo nombre y recuerdo cambia a partir de entonces la identidad simb—lica del lugar.

            Es impresionante constatar que no es s—lo la literatura antigua, que por lo general se considera m‡s proclive al mito y m‡s permeable a la leyenda, la que atesora este tipo de relatos de tipo etiol—gico. Llama la atenci—n, por ejemplo, el modo en que este tipo de relatos est‡ presente en la literatura hispanoamericana, sin duda porque, hasta el mismo siglo XX, Žsta se ha investido a s’ misma de un cierto carisma fundacional.

            El primer gran libro de Jorge Luis Borges, Fervor en Buenos Aires, contiene versos cŽlebres que glosan, con excepcional inspiraci—n, la fundaci—n m’tica de la capital argentina. La obra maestra de Pablo Neruda, el Canto general, ofrece un apretado muestrario de mitos etiol—gicos, de versos que cantan en tono solemne los or’genes y los primeros asientos de cultura y de s’mbolos en AmŽrica. Entre los bell’simos y original’simos Cuentos negros de Cuba de Lydia Cabrera no son pocos los que tienen pretensiones etiol—gicas, como aquel que justifica el que haya personas mudas asoci‡ndolo al miedo a los tigres:

 

            S—lo que el Tigre no le dio tiempo a huir. Salt— precipitado, de la roja oscuridad y se lo trag—.

            En el vientre del Tigre, el cazador hall— vivos a sus siete hijos. Se dio cuenta de que ten’a un cuchillo. Rasg— las entra–as de la fiera y todos salieron, uno a uno, por la brecha de su flanco.

            El hombre, temblando, se apoder— del fuego y se marcharon enmudecidos bajo el cielo negro, negro, por la noche profunda y cerrada que aśn no ten’a estrellas...

            Y nunca m‡s recobraron el uso de la palabra.

            Y por eso hay mudos en el mundo[7].

 

            La fundaci—n y el declive m’ticos de Macondo son las claves de todo el armaz—n novel’stico de Cien a–os de soledad de Gabriel Garc’a M‡rquez. La Memoria del fuego de Eduardo Galeano recrea en tres imponentes volśmenes un nśmero colosal de relatos justificativos de un sinnśmero de realidades, de sucesos y caracter’sticas del Nuevo Mundo. En otra de las obras de Galeano, Las palabras andantes, encontramos este otro inspirado relato de or’genes:

 

            Historia del tiempo que fue.

            All‡ en el tiempo que se ha perdido en el tiempo, cuenta la abuela, el venado era m‡s veloz que las flechas que lo buscaban.

            Por toda la tierra paseaba la serpiente, cascabeleando fiestas de la cabeza a la cola, y sus cascabeles sonaban hoy y se escuchaban ayer y ma–ana.

            Y el pavo era se–or del reino de las alturas, y su grito llegaba a los śltimos rincones.

            Cuando el tiempo de la desventura lleg— al Yucat‡n, el venado ya no pudo correr como viento y fue lastimado y llor—. Sus ojos de agua, que dieron de beber a los dem‡s lastimados, quedaron por siempre hśmedos y grandes.

            La serpiente perdi— los cascabeles de la alegr’a. Desde entonces s—lo suenan, en su cuerpo desnudo, los cascabeles del miedo.

            Y el pavo cay— a los montes bajos, donde nadie lo escucha, y nunca m‡s pudo remontar vuelo desde la tierra donde sufren exilio los desterrados del cielo[8].

 

            El cŽlebre y medi‡tico Subcomandante Insurgente Marcos, pol’tico y escritor mexicano, es autor de evocadores relatos etiol—gicos que aspiran a fundar sobre un inventado pasado ideal un futuro no menos ideal:

 

            Cuando el mundo dorm’a y no se quer’a despertar, los grandes dioses hicieron su asamblea para tomar los acuerdos de los trabajos y entonces tomaron acuerdo de hacer el mundo y hacer los hombres y mujeres. Y lleg— en la mayor’a del pensamiento de los dioses de hacer el mundo y las personas. Y entonces pensaron de hacer las gentes y pensaron de hacerlas que fueran muy bonitas y duraran mucho y entonces hicieron a las primeras gentes de oro y quedaron contentos los dioses porque las gentes que hicieron eran brillantes y fuertes. Pero entonces los dioses se dieron cuenta de que las gentes de oro no se mov’an, estaba siempre sin caminar ni trabajar, porque estaban muy pesadas.

            Y entonces se reuni— la comunidad de los dioses para sacar acuerdo de c—mo van a resolver ese problema y entonces sacaron acuerdo de hacer otras gentes y las hicieron de madera y esas gentes ten’an el color de la madera y trabajaban mucho y mucho caminaban y estaban otra vez contentos porque el hombre ya trabajaba y caminaba y ya se estaban de ir para echar alegr’a cuando se dieron cuenta que las gentes de oro estaban obligando a las gentes de madera a que las cargaran y les trabajaran.

            Y entonces los dioses vieron que estaba mal lo que hicieron y entonces buscaron un buen acuerdo para remediar la situaci—n y entonces tomaron acuerdo de hacer las gentes de ma’z, las gentes buenas, los hombres y mujeres verdaderos, y se fueron a dormir y quedaron las gentes de ma’z, los hombres y mujeres verdaderos, viendo de remediar las cosas porque los dioses se fueron a dormir. Y las gentes de ma’z hablaron la lengua verdadera para hacer acuerdo entre ellas y se fueron a la monta–a para ver de hacer un buen camino para todas las gentes.

            Me cont— el Viejo Antonio que las gentes de oro eran los ricos, los de piel blanca, y que las gentes de madera eran los pobres, los de piel morena, que trabajaban para los ricos y los cargaban siempre y que las gentes de oro y las gentes de madera esperan la llegada de las gentes de ma’z, las primeras con miedo y las segundas con esperanza. Le preguntŽ al Viejo Antonio de quŽ color era la piel de las gentes de ma’z y me ense–— varios tipos de ma’z, de colores diversos, y me dijo que eran de todas las pieles pero nadie sab’a bien, porque las gentes de ma’z, los hombres y mujeres verdaderos, no ten’an rostro...[9].

 

            No s—lo la joven y din‡mica literatura hispanoamericana aparece sembrada de mitos de or’genes. Tampoco faltan en la venerable literatura europea. Y menos aśn en algunas de sus obras de intenci—n y de estilo m‡s renovadores y modernos, incluso en algunas que fueron escritas antes –cronol—gicamente al menos– de la modernidad. El siempre original, inconformista, modern’simo –aunque medieval– Boccaccio ironiz— en su genial Decamer—n acerca del origen de los rasgos de car‡cter que se atribu’an a los naturales de alguna ciudad. Justific—, por ejemplo, el car‡cter supuestamente d—cil y sumiso de las mujeres de R‡vena a partir de la Novella de Nastagio degli Onesti (Decamer—n V:8), que describ’a c—mo una joven reacia al matrimonio acababa cediendo a los designios de su ingenioso pretendiente:

 

            Y Nastagio, despos‡ndola al domingo siguiente y celebrando sus bodas, vivi— felizmente con ella mucho tiempo. Y este miedo no fue solamente la causa de este bienestar, sino que todas las ravenesas se volvieron temerosas, por lo que siempre, en lo sucesivo, fueron mucho m‡s d—ciles a los deseos de los hombres de lo que hab’an sido antes[10].

 

            El genial FranŤois Rabelais, en sus irreverentes Gargantśa y Pantagruel, que marcan para muchos los inicios de la tradici—n literaria moderna, incluy—, con inimitables ingenio y desfachatez, todo tipo de relatos de or’genes acerca de costumbres, de sucesos, de lugares:

 

            Para el jub—n [de Gargantśa] se utilizaron ochocientas trece anas de raso blanco, y para las ligas mil quinientas nueve pieles y media de perro de la mejor calidad. Y desde entonces comenz— la gente a sujetar las calzas en el jub—n y no el jub—n en las calzas, lo que es cosa contra natura, como ampliamente ha sostenido Ockam comentando las Exponibles de M. Haulte-chaussade[11].

 

            Por lo cual, temiendo Gargantśa que al fin se hiciese da–o, mand— forjar cuatro grandes cadenas de hierro para atarlo, coloc‡ndole unos arbotantes bien apuntalados para varar la cuna. De estas cadenas aśn tenemos una en La Rochelle, iz‡ndose por la noche entre las dos torretas cuando cierran la rada. Otra de ellas se conserva en Lyon, otra m‡s en Angiers, y la cuarta se la llevaron los diablos para atar a Lucifer, que andaba desencadenado por entonces a causa de un c—lico que extraordinariamente le atormentaba, porque se hab’a zampado en la comida el alma de un ujier en pepitoria[12].

 

            [Pantagruel] tomando un d’a del roquedal de Paselourdin, un gran pedrusco de unas doce toesas cuadradas y catorce pa–os de espesor, lo coloc— sobre cuatro pilares en mitad de un campo, todo con mucha amplitud y comodidad, para que dichos estudiantes, cuando no supieran quŽ hacer, pasasen el rato subiŽndose a la piedra y celebrando all’ sus comilonas, dando buena cuenta de las frascas, jamones y patŽs, y grabando sus nombres a cuchillo sobre la piedra que ahora llaman Pierre LevŽe. En memoria de lo cual no pasa hoy ninguno su matr’cula en la indicada universidad de Poictiers sin beber en la fuente caballina[13] de Croistelles, yendo luego a Passelourdin para subirse en la Pierre levŽe, como decimos[14].

 

            Viendo lo cual Pantagruel comenz— a darles caza arrincon‡ndolos en la ribera del Rosne, y quer’a ahogarlos a todos sin dejar uno solo; pero ellos se escondieron bajo tierra, hozando como topos, penetrando media legua bajo el r’o, y pudiendo aśn hoy verse el agujero que entonces excavaron[15].

 

            Pero fue lo mejor la procesi—n, pues en ella se vieron m‡s de seiscientos mil catorce perros de los alrededores, que le hac’an otras tantas perrer’as. Y por donde pasaba, perros reciŽn llegados se ven’an siguiŽndole la pista, meando en el camino rozado por sus ropas.

            Ya todos se paraban a ver el espect‡culo al advertir las actitudes de los perros, que le sub’an al cuello y le arruinaban sus bellos atav’os sin que hallara la dama otro remedio que irse hacia su casa; mas los canes corr’an detr‡s de ella, y ella quer’a ocultarse, y las mozas re’an y re’an. Al fin cerr— la puerta tras de s’, pero todos los perros acudieron de m‡s de media legua a la redonda y tanto se orinaron junto al portal de su casa que hicieron un arroyo con la orina por el cual bien pod’an las patas ir nadando. Este arroyo que digo es el que pasa ahora por Sainct Victor, donde ti–e de escarlata Goubelin por la virtud espec’fica de aquellos meacanes, como anta–o pśblicamente predicara el famoso mestre D'Oribus. ÁY as’ Dios os asista, que aunque no el de Bazacle de Tholouse, all’ puede moler un buen molino[16]!

 

            Poco despuŽs cay— enfermo el buen Pantagruel, y ya no pod’a ni comer ni beber de tanto como le dol’a el est—mago; y como una desgracia no viene nunca sola, le sobrevino un fuerte ardor de orina que m‡s lo atormentaba de cuanto pudierais pensar, pero sus mŽdicos lo socorrieron muy bien, con muchas drogas lenitivas y diurŽticas, haciendo que meara su dolor.

            Y tan caliente estaba aquella orina que aśn no se ha enfriado desde entonces y abunda mucho en Francia, en varios sitios, de acuerdo con el curso que tom—; la llaman ba–os termales, y los hay

            en Coderetz,

            en Limons,

            en Dast,

            en Balleruc...[17]

 

            Luego, a tientas y a olientas, fueron acerc‡ndose a la materia fecal y a los humores corrompidos, topando finalmente con un moj—n de mierda.

            Entonces los peones comenzaron a dar en Žl para desmontarlo, y los dem‡s con sus palas fueron llenando las cestas; y cuando todo estuvo limpio se volvieron a sus globos. Hecho lo cual, se pone Pantagruel a vomitar devolviŽndolos fuera f‡cilmente que en su garganta no eran m‡s que un pedo por la vuestra, y all’ salieron alegres y contentos de aquellas pildorillas (mucho me acordŽ entonces de los Griegos, cuando salieron del caballo de Troya); de este modo qued— del todo sano, reducido a su convalecencia primigenia.

            En cuanto a aquellas p’ldoras de cobre, una de ellas la teneis en Orleans, en el campanario de la iglesia de la Saincte Croix[18].

 

            No pod’a faltar, es esta panor‡mica de la evoluci—n del mito etiol—gico por los senderos literarios de la modernidad, el Quijote cervantino, que incluye una acerad’sima cr’tica (en el cap’tulo II:22) acerca de la fr’vola costumbre de la Žpoca de inventar antiqu’simos linajes y de aplicarlos, tan disparatada como arbitrariamente, a casi todo:

 

            –Otro libro tengo tambiŽn, a quien he de llamar Metamorf—seos, o Ovidio espa–ol, de invenci—n nueva y rara, porque en Žl, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quiŽn fue la Giralda de Sevilla y el çngel de la Madalena, quiŽn el Ca–o de Vecinguerra de C—rdoba, quiŽnes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y LavapiŽs en Madrid, no olvid‡ndome de la del Piojo, de la del Ca–o Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegor’as, met‡foras y translaciones, de modo que alegran, suspenden y ense–an a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invenci—n de las cosas, que es de grande erudici—n y estudio, a causa que las cosas que se dej— de decir Polidoro de gran sustancia las averiguo yo y las declaro por gentil estilo. Olvid—sele a Virgilio de declararnos quiŽn fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tom— las unciones para curarse del morbo g‡lico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con m‡s de veinte y cinco autores, porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser śtil el tal libro a todo el mundo.

            Sancho, que hab’a estado muy atento a la narraci—n del primo, le dijo:

            D’game, se–or, as’ Dios le dŽ buena manderecha en la impresi—n de sus libros: Ŕsabr’ame decir, que s’ sabr‡, pues todo lo sabe, quiŽn fue el primero que se rasc— en la cabeza, que yo para m’ tengo que debi— de ser nuestro padre Ad‡n?

            S’ ser’a respondi— el primo, porque Ad‡n no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos, y siendo esto as’, y siendo el primer hombre del mundo, alguna vez se rascar’a.

            As’ lo creo yo respondi— Sancho; pero d’game ahora: ŔquiŽn fue el primer volteador del mundo?

            En verdad, hermano respondi— el primo, que no me sabrŽ determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiarŽ en volviendo adonde tengo mis libros y yo os sastisfarŽ cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser esta la postrera.

            Pues mire, se–or replic— Sancho, no tome trabajo en esto, que ahora he ca’do en la cuenta de lo que le he preguntado: sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos.

            Tienes raz—n, amigo dijo el primo.

            Y dijo don Quijote:

            Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has o’do decir.

            Calle, se–or replic— Sancho, que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no acabe de aqu’ a ma–ana. S’, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de vecinos.

            M‡s has dicho, Sancho, de lo que sabes dijo don Quijote, que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que despuŽs de sabidas y averiguadas no importan un ardite al entendimento ni a la memoria[19].

 

            En mi libro El cuento popular en los Siglos de Oro[20] comentŽ muy por extenso el modo en que los relatos etiol—gicos estuvieron presentes en la literatura espa–ola de los siglos XVI y XVII en que puede decirse que asienta sus bases la literatura moderna:

 

            El relato etiol—gico puede ser un subgŽnero del relato fant‡stico (cuando contiene motivos maravillosos), de la leyenda (cuando pretende ser hist—rico o pseudohist—rico y no contiene motivos maravillosos) o del cuento c—mico (cuando contiene motivos humor’sticos). Se trata de un discurso de ra’z a veces oral y de fuente otras veces escrita (a menudo se mezclan e interfieren ambas modalidades), que pretende dar una explicaci—n sobre los or’genes de un lugar, de un pueblo, de una familia, de una instituci—n social, de un objeto o de una palabra.

            Asunci—n Rallo Gruss ha dedicado un libro muy documentado a Los Libros de Antigźedades en el Siglo de Oro. En Žl se analiza "el af‡n despertado en el Renacimiento de encontrar la identidad particular de cada naci—n o estado [que] deriv— hacia la consecuci—n de estudios muy localistas, de provincias y ciudades; en ellos el motor principal es siempre la demostraci—n del valor, la importancia, la primac’a del lugar en confrontaci—n con la existencia de un pasado revalidado en antigźedades romanas o prerromanas"[21]. Cientos de libros con t’tulos como Muestra de la Historia de las Antigźedades de Espa–a (1499) de Elio Antonio de Nebrija, Las antigźedades de las ciudades de Espa–a, que van nombradas en su Cor—nica, con la averiguaci—n de los sitios y nombres antiguos (1575) de Ambrosio de Morales, o la Descripci—n de la imperial ciudad de Toledo, y Historia de sus antigźedades y grandeza, y cosas memorables que en ella han acontecido (1605) de Pedro de Pisa, contienen todo tipo de leyendas etiol—gicas, con m‡s carga muchas veces de invenci—n que de historia, acerca de pueblos y ciudades de toda Espa–a. Algunas de estas obras son especialmente ricas en relatos breves de todo tipo a veces reelaboraciones y actualizaciones de viejos mitos de fundaci—n, de cuentos maravillosos, novelescos o c—micos, etc. como sucede con la Historia de Sevilla, en la qual se contienen sus antigźedades, grandezas y cosas memorables en ella acontecidas desde su fundaci—n hasta nuestros tiempos (1587) de Alonso Morgado, o con el Resumen historial de las grandezas y antigźedades de la ciudad de Gerona; y cosas memorables suyas Eclesi‡sticas, y seculares, ass’ de nuestros tiempos, como de los passados (1678) de Juan Gaspar Roig y Ialpi. Todav’a en el siglo XVIII vieron la luz obras relevantes de esta tradici—n, como sucedi— con la Poblaci—n General de Espa–a: Historia chronol—gica, blasones y conquistas heroycas, descripciones agradables, grandezas notables, excelencias gloriosas y sucesos memorables (1748) de Juan Antonio de Estrada[22].

            La mayor’a de los relatos etiol—gicos que se reescriben en estas obras son de rancia fuente libresca, pues era muy comśn que este tipo de libros copiasen los unos de los otros. Pero algunos relatos tienen la gracia espont‡nea de lo tradicional y parecen beber directamente de la fuente oral. FijŽmonos, por ejemplo, en lo que dice Ambrosio de Morales acerca de La fuente de las siete hogazas del pueblo de Corpa, cerca de Alcal‡ de Henares:

 

                        Dizen que un pastor aquex‡ndole la hambre, sin mirar lo que haz’a, se comi— siete hogaŤas que para su semana ten’a. Acabada la comida se sinti— tan hinchado que le parec’a querer rebentar. Fuesse con grande fatiga a bever desta fuente que estava cerca, y comenŤ— a digerir su mala repleci—n, de tal manera que con m‡s y m‡s bever presto se vio libre de su peligro. Otros dizen que un pastor comenŤo a comer de su pan junto a esta fuente, y beviendo della, digeri— tanto y cobr— tal hambre, que no par— hasta comerse siete hogaŤas que ten’a. Sea alguna destas o otra la causa, la fuente tiene este nombre, y es muy estimada por lo mucho que ayuda a la digesti—n. Yo he bevido algunas vezes en ella sin mucha tassa, y con tener harto flaco el est—mago, no he sentido da–o en Žl, sino antes buena ayuda y esfuerŤo[23].

 

            Pese a sus grav’simas carencias de mŽtodo y a la parcialidad idealizadora de sus juicios, los libros de antigźedades fueron de los que con mayor seriedad abordaron las cuestiones hist—ricas y arqueol—gicas en los siglos XVI y XVII. Los llamados falsos cronicones, en cuya escritura destac— ese habil’simo manipulador que fue el Padre Jer—nimo Rom‡n de la Higuera, reinventaron el pasado de Espa–a aderez‡ndolo con todo tipo de invenciones disparatadas, que gozaron de crŽdito y predicamento hasta el siglo XVIII. Relatos acerca de la fundaci—n de Espa–a o de diversas ciudades por hŽroes cl‡sicos como HŽrcules y Jas—n, y otros aśn m‡s incre’bles, fueron cre’dos por muchos a pesar de los denodados esfuerzos de historiadores m‡s sensatos, como Juan Bautista PŽrez o Nicol‡s Antonio, por desmontar tales supercher’as.

            Las invenciones mitol—gicas llegaron, en cualquier caso, a causar m‡s de un problema de interpretaci—n de los or’genes y de denominaci—n de determinados lugares no s—lo a los lectores de los falsos cronicones, sino al pueblo en general. En la Historia de la muerte y exequias de Isabel de Valoys (1569) de Juan L—pez de Hoyos, se describe c—mo coronando la Puerta Cerrada de Madrid estaba la representaci—n pŽtrea de "un espantable y fiero Drag—n, el cual tra’an los griegos por armas". Tras extenderse el historiador sobre la tradici—n de las representaciones del drag—n entre los griegos, acaba recordando un detalle curioso sobre un falso nombre aplicado a un monumento madrile–o: "Y siendo yo de pocos a–os me acuerdo que el vulgo, no entendiendo esta antigźedad, llamaba a esta puerta la puerta de la culebra, por tener este Drag—n labrado bien hondo"[24].

            Otro repertorio interesant’simo de relatos pseudo-etiol—gicos es el asociado a los llamados Plomos del Sacromonte o al Pergamino de la Torre Turpiana de Granada, que fueron supuestamente "descubiertos" a partir de 1595 y que se dec’a que hab’an sido escritos en el siglo I. Pronto se vio que eran falsificaciones (sus autores fueron posiblemente sus "traductores" Alonso del Castillo y Miguel de Luna) hechas con el prop—sito de reconciliar diversos aspectos de las religiones y de las culturas hispanocristiana e hispano‡rabe[25]. El propio Miguel de Luna, mŽdico que hab’a sido intŽrprete de ‡rabe de Felipe II y Felipe III, hab’a publicado entre 1592 y 1600 una Verdadera historia del rey don Rodrigo, falsa de principio a fin, con los mismos prop—sitos[26]. En esta misma tradici—n, hubo adem‡s relatos que pretendieron legitimar, tambiŽn con poco Žxito, a la nobleza morisca como pariente de la vieja nobleza cristiana hisp‡nica[27].

            No muy alejados de este tipo de relatos de legitimaci—n etiol—gica fueron los intentos de construir patri—ticas leyendas de fundaci—n que acometieron autores como Quevedo, en obras como la Espa–a defendida (1609). Raimundo Lida analiz—, en un art’culo ya cl‡sico, c—mo Quevedo se empe–— en oponer los "t’tulos" de Espa–a a los "fabulosos chistes de que soberbias se precian las naciones", y c—mo Žl mismo defendi— toda una pseudo-historia capaz de oponerse a las que otros pa’ses de nuestro entorno estaban construyendo[28]. TambiŽn Lope abord— el relato geneal—gico en alguna de sus obras[29]. Igual que hizo Gonz‡lo CŽspedes y Meneses en sus Historias peregrinas y ejemplares (1623), que incluyen seis relatos acerca del Origen, fundamento y antigźedad de otras tantas ciudades.

            Otra fuente importante de relatos etiol—gicos con pretensiones historicistas son los numerosos nobiliarios y libros de linajes que vieron la luz a finales de la Edad Media y en los Siglos de Oro, firmados por Hern‡n PŽrez del Pulgar, Alonso de Cartagena, Antonio Agust’n, Gonzalo Argote de Molina y muchos m‡s. Y obras aśn m‡s ambiciosas, como las Batallas y quinquagenas (ca. 1552) de Gonzalo Fern‡ndez de Oviedo. La gran mayor’a de estos libros incluyen relatos explicativos del origen de diversas casas nobiliarias que son, en realidad, cuentos o leyendas apenas disfrazados con algśn nombre propio, alguna fecha de or’genes y algśn escenario concretado[30]. Un ejemplo representativo puede ser el de la leyenda de or’genes de la casa de Urrea, repetida en muchas fuentes, segśn la cual aquella familia descend’a nada menos que del compa–ero que desde Alemania trajo consigo San Jorge para participar en el cerco de Huesca[31].

            Obras hubo que sobrepasaron a cualquier otra en la frivolidad de sus enfoques y en lo disparatado de sus conclusiones. Los relatos insertos en la Parte primera de varias aplicaciones, y Transformaciones, las quales tractan, TŽrminos Cortesanos, Pr‡ctica Militar, Casos de Estado, en prosa y verso con nuevos Hierogl’ficos, y algunos puntos morales (1613) de Diego Rosel y Fuenllana entran de lleno dentro de la categor’a del cuento etiol—gico de car‡cter c—mico:

 

                        Su Parte primera de varias aplicaciones y Transformaciones se compone de dos tipos de relatos. El primero es la aplicaci—n y transformaci—n. Se explica all’ la derivaci—n de un nombre a travŽs de una f‡bula o historia que culmina con una metamorfosis que tiene un sentido moral. Por ejemplo, en la Aplicaci—n y transformaci—n del Escarabajo, se debe explicar el origen de este nombre, y esto se hace a travŽs de un relato que termina con la frase siguiente de Jśpiter, personaje de la f‡bula: "Es cara. Abajo" [...]

                        Otro tipo de relato es la aplicaci—n, es decir, aquŽl que no termina en metamorfosis. Son las aplicaciones mucho m‡s breves y se limitan a explicar el origen del nombre de una ciudad. Citemos, por ejemplo, el final de la Aplicaci—n del nombre de Barcelona. Estando el rey en el puerto de la ciudad que hoy se llama Barcelona y viendo llegar un nav’o, dijo que el lugar se llamar’a como "la primera palabra que deste nav’o, que por la mar viene, se entendiere". El bajel llegaba cargado de lonas y el guardia, que se llamaba Arce, le pregunt— desde el muelle al patr—n del barco: "ŔquŽ va en el bajel?". Y el patr—n del nav’o le respondi—: "Va Arce lona". Y concluye la aplicaci—n: "Y como estuvieran atentos, todos a un tiempo dijeron: ya nuestra Ciudad tiene nombre"[32].

 

            Tan abusiva lleg— a ser la man’a de los historiadores y pseudo-historiadores de inventar ancestros venerables (de ciudades, santuarios, pueblos, familias, etc.) en los Siglos de Oro, que se convirti— en objeto de mofa en muchos relatos c—micos. De hecho, el "motejar de linaje", es decir, la burla acerca de los ancestros nobiliarios que muchas personas sol’an atribuirse, lleg— a adquirir la categor’a de cap’tulo aparte en diversos libros de motes y chistes (por ejemplo, en la Floresta VII:3 de Santa Cruz), a convertirse en pr‡ctica absolutamente comśn durante mucho tiempo, y a ser criticada por Graci‡n a prop—sito de aquellos "otros altercando de linages, cu‡l sangre era la mejor de Espa–a" en El Critic—n II:5 (p. 384). Buenos ejemplos de ello son obras como el burlesco Memorial de un pleito, que pretend’a reconstruir la genealog’a burlesca del imaginario Juan de las Cadenetas, el Serm—n de Aljubarrota, con las glosas en que don Diego Hurtado de Mendoza se re’a de las fanfarronadas linajudas de los portugueses, o la Genealog’a de la necedad, que en alguna ocasi—n se titul— Descendencia de los modorros[33]. Menci—n aparte merece el furibundo episodio de Los sue–os de Quevedo que sitśa en el infierno a quienes se jactaban de linaje: "Pues si mi padre se dec’a tal cual, y yo soy nieto de Esteban cuales y tales, y ha habido en mi linaje trece capitanes valeros’simos y de parte de mi padre do–a Rodrigo deciendo de cinco catedr‡ticos, los m‡s doctos del mundo, Ŕc—mo me puedo haber condenado?"[34].

            Muy comśn en los siglos XVI y XVII fue tambiŽn la costumbre de intentar desentra–ar el sentido de una paremia contando algśn relato o anŽcdota explicativa acerca de sus or’genes. Muchas de las grandes compilaciones paremiol—gicas de los Siglos de Oro las de Nś–ez, Mal Lara, Horozco, Correas, Galindo, e incluso secciones enteras de colecciones de cuentos como El Sobremesa y Alivio de Caminantes de Timoneda, intentan llegar a los Žtimos de las proverbios y modismos de uso m‡s comśn en la Žpoca:

 

                        ste es el procedimiento empleado en la paremiolog’a para explicar los refranes y frases proverbiales, segśn modelo conceptual de tipo causativo: DICHO-MOTIVO-RELATO. Tal relato se dilata en figura etimol—gica de la expresi—n proverbial, cuya introducci—n causativa modŽlica puede ser la de serie por quŽ se dijo en El sobremesa de Timoneda (1563, 1576). He aqu’ un ejemplo: "Por quŽ se dijo Buenos d’as, Pero D’az, m‡s querr’a mis dineros. Era un zapatero de flaca memoria, llamado Pero D’az, el cual hab’a prestado un ducado, y no se acordaba a quiŽn, y d‡bale tanta pena esta imaginaci—n, que lo dijo a su mujer, y ella diole por consejo, que a cualquiera que le dijera buenos d’as, Pero D’az, la responda m‡s querr’a mis dineros; porque cuando lo dijese a quien no le deb’a nada, pasar’a adelante, y cuando encontr— con quien le deb’a el ducado, dijo: Yo os lo darŽ, sin que me lo pid‡is desa manera, y ans’ cobr— el ducado". Por supuesto, nada garantiza que tal motivaci—n ser‡ "hist—rica" [...] Mal Lara, oportunamente, recuerda que en estos relatos no se trata de la verdad hist—rica, sino de la verosimilitud que dimana de la calidad del relato: "Dir‡n algunos que los m‡s son inventaos de mi cabeŤa. Lo qual, dado que fuesse verdad quando falta el verdadero origen, tambiŽn el qźento no es tan malo, ni tan falso, que no tenga partes con que se haga veros’mil"[35].

 

            Si continu‡ramos explorando las huellas y los ecos que los relatos etiol—gicos han ido sembrando en la literatura espa–ola de la Edad Moderna, correr’amos el riesgo de enredarnos en un ovillo inextricable. Nos fijaremos ahora, pues, en un solo autor, Luis Mateo D’ez, felizmente vivo y en activo, que es quien con m‡s constancia y devoci—n ha asumido la empresa de trasladar a la escritura contempor‡nea espa–ola las etiolog’as m‡s venerables. Al inicio de este art’culo reprodujimos alguna de sus reflexiones acerca de la relaci—n entre infancia y mito. Atenderemos ahora a su modo de preguntarse por los or’genes de su regi—n natal, la casi m’tica Babia oculta en los repliegues de los montes de Le—n:

 

            ŔAd—nde llevar la mirada originaria de esta tierra, que desvele en el tiempo su rostro remoto, el nacimiento de sus arroyos, cuetos y colladas, por la distancia oculta de su pasado.

            Podr’as so–ar la luz primitiva en las amotinaciones del Secundario, cuando dicen que las albas crester’as del Font‡n y Ubi–a Grande alcanzaron la mayor altura y fortaleza, erigidas como proas sobre el diluvio del mar rompiente.

            O el rumor de las eclosiones en el Boquer—n de Ventana, la sierra enervada como el lomo de un rebeco desde la Pe–a Orniz a los Cuetos Albos, la infancia agreste del Formeir—n, el Fuexio y los Michos Blancos.

            So–ar la nieve cuaternaria en las cimas del Rab’n y Pe–a Larena, donde la luz alumbrar’a como una candela en los lentos amaneceres.

            E imaginarte el acontecer de las florestas. El verdor erizado de los altos, donde surgir‡n los puertos, el cuenco extendido de las llanadas que formar‡n los dep—sitos aluviales donde se estampar‡n las vegas.

            As’, como brotando de la simiente de ignoradas constelaciones, que estrecharon su abrazo en el paisaje informe, rompiendo desde la misma entra–a de sus ra’ces devonianas y carbon’feras, entre el fuego y el fr’o del m‡s antiguo clamor, comenzar’a esta tierra a perfilar los rasgos de su rostro[36].

 

            Las brumas de la prehistoria no son el śnico tiempo de or’genes de la Babia so–ada por Luis Mateo D’ez. El momento augural en que su nombre qued— por primera vez ahormado por la voz y luego fijado por la escritura, entre las paredes de algśn monasterio medieval, debi— de ser otro jal—n importante:

 

            Hubo un momento en que por primera vez una pluma de ave escribi— en los rodados pergaminos medievales esa voz: Badavia, que es el nombre antiguo que retiene, en su secreto, los ecos de una mayor lejan’a, el primigenio misterio de la palabra inaugural, que se posa sobre la frente de esta tierra para nombrarla.

            [...] Ruta, senda, camino, itinerario de los ancestrales moradores, calzada romana por el valle del Luna, r’o arriba, en la dominaci—n. V’a de paso por Ventana hacia las tierras llanas. Bade-avia, valle de la v’a: la voz que parece remitir a tantos tr‡nsitos, a tantas idas y regresos, expediciones repobladoras, mesnadas, cortejos de nobles y reyes[37].

 

            La expresi—n "estar en Babia", de tanta tradici—n en el espa–ol de muchos siglos, ha sido objeto tambiŽn de diversas interpretaciones etimol—gicas, que el gran narrador leonŽs ha sintetizado de esta manera:

 

            –Mira, del dicho ese de "estar en Babia" hay distintas interpretaciones –dice don Jesśs– [...] La m‡s corriente por ah’ es la que recogi— V’ctor de la Serna en su libro La Ruta de los Foramontanos donde, por cierto, a Babia la llama "la Tierra de los Perfumistas", porque babianos eran los que hac’an aquella colonia que fue tan famosa en Madrid, la de los çlvarez G—mez. Se dice que a los reyes de Le—n les gustaba venir a Babia para evadirse de los pleitos y de las intrigas de la corte. Babia era para ellos como un para’so, donde estar tranquilos y dedicarse a la caza, que no deb’a de ser mal deporte correr los osos y los corzos y los jabal’es. Claro que con el monarca ausente los nobles intrigaban a sus anchas, y los sśbditos leoneses dec’an: "El rey est‡ en Babia", con lo que daban a entender que el rey no quer’a saber nada de nada. "Estar en Babia" se dice desde entonces, segśn asegura V’ctor de la Serna en su libro, de un estado psicol—gico que se encuentra a medias entre el dolce far niente y el "no quiero saber nada".

            –Esa interpretaci—n –opina Ramiro– es como la m‡s vistosa y extendida, pero no tiene traza de ser la verdadera. A m’ me parece mejor la que da Manolo Rabanal en un art’culo que creo recordar se public— en un peri—dico de Madrid. Y que, adem‡s, es una interpretaci—n que coincide con un romance que precisamente se titula, o as’ se lo conoce, como Romance del pastor que estaba en Babia.

            –S’, es el tema de la trashuamncia de los pastores babianos –aclara Floro.

            Sin duda es una interpretaci—n mucho m‡s realista –prosigue Ramiro–. Los pastores babianos aqu’ dejaban todo cuando se iban a Extremadura. Eran unos meses lejos de la familia, de los seres queridos, lejos de sus pueblos. Y el "estar en Babia" era el gesto ausente, ensimismado, de su nostalgia y de su recuerdo, tan vivo y tan l—gico[38].

 

            Muchas m‡s reescrituras y evocaciones de viejas leyendas etiol—gicas podr’amos entresacar –si cont‡ramos con el espacio suficiente– de las narraciones de Luis Mateo D’ez.

            Pero es el momento, ahora, de contemplar el panorama de fuera de nuestras fronteras. RemontŽmonos al a–o 1906 en que vio la luz El maravilloso viaje de Nils Holgersson, un libro escrito por la narradora sueca Selma Lagerlšf –que obtuvo, gracias a Žl, el Premio Nobel de Literatura de 1909– y que est‡ a mitad de camino entre el cuento maravilloso y el tratado de geograf’a para aprendizaje de los ni–os. Este gran cl‡sico de la literatura infantil contiene un buen nśmero de leyendas etiol—gicas tomadas de la tradici—n oral y h‡bilmente reescritas e insertadas por Lagerlšf dentro del tejido narrativo de su novela. Una de ellas sigue el patr—n t’pico de muchos cuentos tradicionales que presentan las andanzas de Cristo y de San Pedro:

 

            ŔHas o’do hablar, guardador de patos, de c—mo fueron fundados el Esmaland y la Escania? pregunt‡bale. Y si le contestaba negativamente, refer’ale al punto esta divertida historia:

            rase el tiempo en que el se–or creaba el Mundo. Cuando m‡s enfrascado se hallaba en su trabajo, acert— a pasar San Pedro por all’ y se detuvo para mirar y preguntar si era aquel un trabajo muy dif’cil...[39].

 

            La relativa extensi—n de este relato desaconseja su reproducci—n ’ntegra, igual que sucede con la hermosa leyenda acerca de la fundaci—n m’tica de la regi—n de Uppland:

 

            Eso tal vez no sea tan f‡cil aprenderlo en los libros dijo la anciana; pero yo voy a contaros lo que me ense–— mi madre acerca de este pa’s. Yo no he ido nunca a la escuela y no he tenido instrucci—n, por lo tanto; pero he recordado siempre lo que mi madre me ense–—.

            "Pues bien comenz— al viejecita, sent‡ndose sobre una piedra; dec’a mi madre que hace mucho tiempo era el Uppland el pa’s m‡s pobre y m‡s humilde de toda Suecia. Estaba formado solamente de unos pobres campos arcillosos y de unas peque–as colinas pedregosas y bajas..."[40].

 

            Demasiado extenso para ser reproducido en su integridad es el relato –inspirado una vez m‡s en la tradici—n oral– que hace Lagerlšf acerca de la fundaci—n de Estocolmo:

 

            –ŔNo has o’do referir nunca c—mo fue fundada la ciudad de Estocolmo? De ser as’, comprender‡s que tu nostalgia no es m‡s que una quimera. Vamos a sentarnos en aquel banco y te hablarŽ de Estocolmo...[41].

 

            S’ contamos con espacio para reproducir otro de los relatos etiol—gicos que alberga el precioso libro de Lagerlšf:

 

            –Hace muchos a–os, muchos, viv’a aqu’, en Esmalandia, una se–ora de familia de gigantes, que era propietaria de todos estos terrenos. Lo pasaba, claro est‡, perfectamente bien y por no saber c—mo podr’a repartir la herencia entre sus tres hijos de un modo equitativo, reparti— sus tierras en tres partes. La primera era de cultivo y abundante en cereales; la segunda, era propia para pastoreo, con sus llanuras, lagos y r’os que desembocaban en el mar despuŽs de formar grandes islotes.

            A los hermanos pareci—les bien esta divisi—n:

            He procurado dec’a la madre hacerla lo mejor posible; pero ahora llegamos a un punto que me preocupa, porque habiendo repartido la parte m‡s provechosa de la herencia, s—lo me restan para formar la tercera, bosques y monta–as, y temo que aquel a quien pueda corresponder esta śltima parte, pueda conocer la pobreza y mirar con disgusto a sus otros hermanos. SŽ continu— diciendo la madre que este tercer lote no puede compararse a los otros, y si yo no fuese tan vieja me esforzar’a en modificar este reparto; pero a mi edad esto es imposible, y ahora que mi vida se acaba me encuentro intranquila y malhumorada porque no sŽ a quiŽn dar esta parte tan inferior. Los tres habŽis sido buenos hijos para m’ y no quiero ser injusta con ninguno de vosotros.

            Viendo las grandes preocupaciones de la madre, el hijo menor, que era quien m‡s la quer’a, d’jole un d’a:

            No te apures, madre: yo me quedo con la peor parte. Yo me conformo con lo que sea, porque lo primero que deseo es verte contenta.

            Y como los otros dos lotes eran igualmente buenos, qued— la pobre vieja tranquila y dispuesta a morir, si bien pudo apreciar que el hijo menor era quien m‡s la quer’a, por lo que prometi— tener siempre presente la prueba de cari–o que le hab’a dado.

            Muerta la madre, tom— cada cual posesi—n de sus terrenos. El hijo menor se encontr— con tierras incultas, con monta–as rocosas, si bien no tard— en comprender que su madre no le hab’a olvidado, porque en aquellos montes desolados encontr— minerales de hierro y hasta de plata y cobre, con lo cual lleg—, despuŽs de ponerlo todo en explotaci—n, a ser m‡s rico que sus hermanos.

            Y como aquellos montes, con sus rincones abruptos y sus hondas ca–adas, eran tambiŽn muy hermosos, vivi— feliz bendiciendo a su madre[42].

 

            He aqu’ un śltimo relato etiol—gico –en este caso, acerca de los or’genes m’ticos de diveros r’os suecos– de Selma Lagerlšf:

 

            –Junto a nuestros l’mites con Noruega hab’a una lago entre unos montes, del que nac’a un riachuelo, que ya desde su origen corr’a de una manera impetuosa. Aunque peque–o, se le llamaba el R’o Grande, por cuanto pod’a esperarse que alcanzar’a gran importancia. Al formarse, y apenas salido del lago, descubri— que aquel terreno, lleno de colinas en que abundaban los ‡rboles y que despuŽs se transformaban en desnudas crestas, era poco propicio para su desarrollo. Al tropezar con tantos obst‡culos pens— que lo mejor tal vez fuese volverse a la laguna; y mir— a todos lados y viendo las dificultades insuperables que hab’a para ello, determin— lanzarse en busca del mar, abriŽndose un camino. Busc— en la primavera la ocasi—n, por cuanto en esta Žpoca del a–o sobrevienen los deshielos y el agua baja a torrentes desde las altas cumbres.

            Cierta vez en que este curso de agua dedic‡base, como de costumbre, a abrirse paso, oy— unos fuertes ruidos en la lejan’a del bosque, y como interrogara a Žste acerca de ellos, contest—le el bosque que aquel estrŽpito deb’ase a otro curso de agua que acababa de conseguir el libre acceso a travŽs de un hermoso valle y que, sin duda, llegar’a al mar antes que el que le interrogaba.

            No lo creo de ese peque–’n contest—le con cierto desdŽn. Pregśntale si quiere que le ayude.

            No atrev’ase el bosque a cumplir el encargo, dadas las ’nfulas con que se mostraba el curso de agua aludido, que se consideraba superior al otro; pero el caso fue que ambos riachuelos hab’an llegado al siguiente d’a a un punto en que conflu’an sus corrientes y hab’an unido sus fuerzas para continuar su marcha hacia el mar, formando a su paso remansos y lagunas en los sitios bajos, de donde sal’an con m‡s ’mpetu, a veces por las aguas que a ellos aflu’an y tambien porque a la corriente de ambos un’anse otras, no sin entablar previamentae largas polŽmicas acerca de la importancia de los unos y las otras y del nombre comśn que para designarles deb’a elegirse, polŽmicas en las que siempre mediaba el bosque, animado de un prop—sito conciliador.

            As’ llegaron estas corrientes hasta muy cerca del Mjalgen, con el nombre de r’o Storan.

            Bonito r’o exclam— Žste al contemplar la corriente del Fulu.

            En esto intervino el bosque para proponerles que se unieran, y ellos accedieron con agrado, a condici—n de que cada uno de los dos conservara el nombre que le era propio.

            Esto motiv— una vieja pelea, que estuvo a punto de malograr el trato convenido en principio, lo que hubiera sucedido de no intervenir el bosque, que, finalmente, les convenci— de que deb’an renunciar al nombre, como lo hicieron, en efecto, llam‡ndose desde entonces uno el del Valle del Oeste y el otro el del Este y juntos el r’o del Valle, bajo cuya designaci—n desembocaron en el mar[43].

 

            Era hasta cierto punto l—gico y previsible que la narrativa popularista y costumbrista moderna –como la de Lagerlšf– recogiese y desarrollase viejos y tradicionales relatos etiol—gicos. M‡s sorprendente es que autores de la originalidad y del incorformismo de George Orwell, y dentro de obras tan radicalmente modernas como Rebeli—n en la granja, insertase relatos de or’genes –justificativo en este caso del origen de una fiesta– tan concentrados y precisos como el siguiente:

 

            La escopeta del se–or Jones fue hallada en el barro y se sab’a que en la casa hab’a proyectiles. Se decidi— colocar la escopeta al pie del m‡stil, como si fuera una pieza de artiller’a, y dispararla dos veces al a–o; una vez, el cuatro de octubre, aniversario de la Batalla del Establo de las Vacas, y la otra, el d’a de San Juan, aniversario de la Rebeli—n[44].

 

            Vamos a concluir ya nuestro recorrido tras los mitos etiol—gicos que asoman en la literatura de la modernidad atendiendo a un singular’simo poemario, el Bestiario del Circo, publicado en fecha muy reciente, en el a–o 2003, por el poeta, actor y payaso Pepe Viyuela. Es llamativo apreciar que muchos de los breves poemas en prosa que atesora este libro son autŽnticos relatos de or’genes sobre el espacio en que se desenvuelven las evocaciones personales y las fantas’as m’ticas del autor: el circo.

 

            La carpa de circo est‡ hecha de piel de Dios. Una noche de fiesta, fogata, danzas y vino, el ser supremo entr— en reyerta con los hombres, los cuales, tras dirigirle unas blasfemias envueltas en vapor de alcohol, lo adormecieron y le soltaron al oso del aro en la nariz que, de un zarpazo, le arrebat— la piel de un costado.

            Dios volvi— a las alturas, herido por lo terreno y ellos, de aquel pedazo de divino cuero, construyeron una tienda con la que protegerse del viento, la lluvia y las estrellas. El tiempo, el sol y el viento del fondo de la tierra la fue secando y estirando hasta hacerla tan grande como el mundo, y de ella se han recortado los pedazos que dan lugar a todas las carpas de circo. Por eso en su interior huele a eternidad y a riesgo; a ser todopoderoso que apuesta por el m‡s dif’cil todav’a; a hombres que juegan a ser ‡ngeles en el trapecio; a animales que se embarcan para escapar del diluvio; a otros hombres que, vestidos de colores, est‡n llenos de gracia; a volatineros que invierten el sentido del mundo y los conceptos quebrando la m‡s alta ley, la de la gravedad; a magos que crean universos de ilusi—n; a amor y a palomitas, a sonrisa y a traje de domingo.

 

            Los p‡jaros son animales con los que un d’a Dios hizo malabares y que, por efecto de su gran divinidad, se quedaron para siempre colgados del aire.

 

            Por otro lado, nuestro sistema solar y el universo todo, con sus estrellas, planetas y cometas, no es otra cosa que un inmenso juego de malabares, siempre suspendido y a punto de caer.

 

            El monociclo... es un pirata que perdi— un ojo y una pierna en la batalla interminable del hombre por complicar las cosas.

 

            La punta de su nariz [de las focas] es una minśscula provincia ultramarina, donde la mesura y el equilibrio se establecieron en el principio de los tiempos, un virreino minśsculo y profundo.

 

            El comefuego desciende directamente de un drag—n enamorado que se prend— de aquella dama que debi— engullir. Cambi— por ella, en trueque de hechizo, la escama por la piel; la llama, por saliva; pero ella, viŽndolo con aspecto humano, lo despreci— y abandon— para siempre. Desde entonces es un recuerdo de s’ mismo, busc‡ndose a travŽs de las hogueras y las llamas.

 

            Buscan los hombres su origen y se remontan r’o arriba hasta lo m‡s profundo de su selva inexplorada, y all’ encuentran perfumes de instinto y semilla sepultados en un lodo blanco; peque–os atisbos, chispazos breves de luciŽrnagas que escapan[45].

 



    [1] Friedrich Nietzsche, El caminante y su sombra, trad. A. Varela (Buenos Aires: Gradifco, 2004) p. 13.

    [2] Luis Mateo D’ez, "çmbitos de la leyenda", El pasado legendario (Madrid: Alfaguara, 2000) pp. 11-28, pp. 18 y 19.

    [3] Alberto Manguel, "Inicios secretos", Babelia, 5 de febrero de 2005, p. 32.

    [4] El Pa’s, 10 de julio de 1995, p. 41.

    [5] Mabel Azcui, "La ruta del Che Guevara", El Pa’s, s‡bado 25 de enero de 1997, p. [48].

    [6] Rodrigo Fern‡ndez, "La cara oculta de la gesta de Gagarin", El Pa’s, 13 de abril de 2001, p. 43.

    [7] Lydia Cabrera, Cuentos negros de Cuba (Barcelona: Icaria, 1997) p.

186.

    [8] Eduardo Galeano, con grabados de J. Borges, Las palabras andantes (Madrid: Siglo XXI, reed. 2001) p. 94.

    [9] Subcomandante Insurgente Marcos, Relatos de El Viejo Antonio (Bilbao: Virus Editorial-Puntos Subversivos Guarache-Col.lectiu de Solidaritat amb la rebel.lio zapatista, 1999) pp. 11-12.

    [10] Boccaccio, Decamer—n, ed. M. Hern‡ndez Esteban (Madrid: C‡tedra, 1994) pp. 660-661.

    [11] FranŤois Rabelais, Gargantśa, trad. J. Barja (Madrid: Akal, 1986) p.

74.

    [12] FranŤois Rabelais, Pantagruel, ed. J. Barja de Quiroga (Madrid: Akal, 1989) p. 45.

    [13] Nota del editor: "La compara con la fuente mitol—gica que el caballo Pegaso hizo brotar en el Parnaso con un golpe de su casco. Por eso se llama caballina".

    [14] Rabelais, Pantagruel, pp. 47-48.

    [15] Rabelais, Pantagruel, p. 51. Nota del editor: "Rabelais bromea aqu’ a prop—sito de un subterr‡neo que, partiendo de la iglesia St. Pierre de Valence, penetraba bajo el R—dano".

    [16] Rabelais, Pantagruel, p. 158.

    [17] Rabelais, Pantagruel, p. 216.

    [18] Rabelais, Pantagruel, p. 218.

    [19] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, dir. F. Rico (Barcelona: Cr’tica, 1998) pp. 812-814.

    [20] Reproduzco a continuaci—n el cap’tulo 3.9 "El relato etiol—gico (fant‡stico, legendario o c—mico)" de JosŽ Manuel Pedrosa, El cuento popular en los Siglos de Oro (Madrid: Laberinto, 2004).

    [21] Asunci—n Rallo Gruss, Los libros de Antigźedades en el Siglo de Oro (M‡laga: Universidad, 2002) p. 10.

    [22] VŽase al respecto çlvaro GalmŽs de Fuentes, Los top—nimos: sus blasones y trofeos (la toponimia m’tica) (Madrid: Real Academia de la Historia, 2000).

    [23] Ambrosio de Morales, Las antigźedades de las ciudades de Espa–a, que van nombradas en su Cor—nica, con la averiguaci—n de los sitios y nombres antiguos (Alcal‡ de Henares: en casa de Juan ę–iguez, 1575) f. 53.

    [24] JosŽ Sim—n D’az, "Los or’genes m’ticos de Madrid en la historia local y en la literatura", Ex Libris: Homenaje al profesor JosŽ Fradejas Lebrero, 2 vols. (Madrid: UNED, 1993) pp. 901-912, pp. 902-903.

    [25] VŽanse P. Carlos Alonso, O.S.A., Los ap—crifos del Sacromonte (Granada). Estudio hist—rico (Valladolid: Estudio Agustiniano, 1979); Manuel Barrios Aguilera, "El bucle metahist—rico: los libros plśmbeos del Sacromonte de Granada, realidad hist—rica y mito", Fundamentos de Antropolog’a 10-11 (2001) pp. 321-332; y Luce L—pez Baralt, "Las problem‡ticas profec’as de San Isidoro de Sevilla y de Ali Ibnu Yebir Alferesiyo en torno al Islam espa–ol del siglo XVI: tres aljofores del ms. aljamiado 774 de la Biblioteca Nacional de Par’s", Nueva Revista de Filolog’a Hisp‡nica 29 (1980) pp. 343-366.

    [26] Francisco M‡rquez Villanueva, "La voluntad de leyenda de Miguel de Luna", Nueva Revista de Filolog’a Hisp‡nica XXX (1981) pp. 359-395.

    [27] Enrique Soria Mesa, "Una versi—n geneal—gica del ansia integradora de la Žlite morisca: el Origen de la casa de Granada", Sharq al-Andalus 12 (1995) pp. 213-221.

    [28] Raimundo Lida, "Sobre Quevedo y su voluntad de leyenda", Filolog’a VIII (1962) pp. 273-306, p. 299. VŽase adem‡s F. Vivar, Quevedo y su Espa–a imaginada (Madrid: Visor, 2002).

    [29] Enrico di Pastena, "Paremiolog’a, genealog’a y comedia: el caso de La ocasi—n perdida", "Otro Lope no ha de haber". Atti del Convegno Internazionale su Lope de Vega, ed. M» G. Profeti (Florencia: Alinea, 2000) II, pp. 101-117.

    [30] VŽanse al respecto FranŤois Delpech, "Como puerca en cenagal: remarques sur quelques naissances insolites dans les lŽgendes gŽnŽalogiques ibŽriques", La condici—n de la mujer en la Edad Media (Madrid: Universidad Complutense, 1986) pp. 343-370; Augustin Redondo, "LŽgendes gŽnŽalogiques et parentŽs fictives en Espagne au SiŹcle d'Or", Les parentŽs fictivies en Espagne aux XVIe et XVIIe siŹcles, ed. A. Redondo (Par’s: Publications de la Sorbonne, 1988) pp. 15-35; y Delpech, "Cabrera, Cervera et Aguilera: mŽtamorphoses animales et traditions gŽnŽalogiques", Ollodagos XIII (1999-2000) pp. 169-244.

    [31] P. Moreno Meyerhoff, "La leyenda de origen de la casa de Urrea. Etilog’a de una tradici—n", Emblemata. Revista Aragonesa de Emblem‡tica V (1999) pp. 57-88.

    [32] Fernando Copello, "Las Aplicaciones de Diego Rosel y Fuenllana: una reflexi—n sobre la geograf’a del relato en la Espa–a del siglo XVII", Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), eds. I. Arellano, M. C. Pinillos, F. Serralta y M. Vitse (Toulouse-Pamplona: GRISO-LEMSO, 1996) pp. 129-138, p. 132.

    [33] VŽanse todas ellas en Antonio Paz y Meli‡, Sales espa–olas (Madrid: BAE 177, reed. 1964) pp. 211-222; y su comentario en Aurora Egido, "Linajes de burlas en el Siglo de Oro", Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), eds. I. Arellano, M. C. Pinillos, F. Serralta y M. Vitse (Toulouse-Pamplona: GRISO-LEMSO, 1996) pp. 19-50, especialmente pp. 24-25. VŽase adem‡s JosŽ Fradejas Lebrero, "De re etimologica burlesca", Estudios Filol—gicos en Homenaje a Eugenio Bustos Tovar, ed. J. A. Bartol Hern‡ndez, J. F. Garc’a Santos y J. de Santiago Guerv—s (Salamanca: Universidad, 1992) pp. 303-311; y Maxime Chevalier, "La genealog’a", "La Genealog’a de la necedad", Quevedo y su tiempo. La agudeza verbal (Barcelona: Cr’tica, 1992), pp. 76, 124-130 y 210-211.

    [34] Francisco de Quevedo, Los sue–os, ed. I. Arellano (Madrid: C‡tedra, 1999) p. 198.

    [35] çngel Iglesias Ovejero, "La figura etimol—gica en la paremiolog’a cl‡sica", Estado actual de los Estudios sobre el Siglo de Oro, eds. M. Garc’a Mart’n, I. Arellano, J. Blasco y M. Vitse (Salamanca: Universidad, 1993) pp. 519-527, p. 525.

    [36] Luis Mateo D’ez, "Relato de Babia", El pasado legendario (Madrid: Alfaguara, 2000) pp. 235-298, pp. 243-244.

    [37] Mateo D’ez, "Relato de Babia", p. 247.

    [38] Mateo D’ez, "Relato de Babia", pp. 256-257.

    [39] Selma Lagerlšf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, trad. C. Talavera y V. Clavel (Madrid: Akal, 1983) p. 153.

    [40] Lagerlšf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, p. 294.

    [41] Lagerlšf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, p. 317.

    [42] Lagerlšf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, pp. 249-250.

    [43] Lagerlšf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, pp. 264-265.

    [44] George Orwell, Rebeli—n en la granja, trad. R. Abella (Barcelona: Destino, reed. 2000) p. 91.

    [45] Pepe Viyela, Bestiario del Circo (Madrid: Medusa, 2003) pp. 19-20, 55, 55-56, 99, 153, 193 y 205.