Hernández Fernández, Ángel. “El rapto de la luna: cuentos, leyendas y mitos sobre el origen de las manchas lunares”. Culturas Populares. Revista Electrónica 2 (mayo-agosto 2006).

http://www.culturaspopulares.org/textos2/articulos/hernandezf.htm

ISSN: 1886-5623

 

 

 

El rapto de la luna: cuentos, leyendas y mitos sobre el origen de las manchas lunares

 

Ángel Hernández Fernández

 

A Luciano

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano.

(F. G. Lorca)

 

Resumen 

A partir de un relato que explica el origen de las manchas lunares y que fue recogido en Mula (Murcia-España), se estudia en este artículo la aparición recurrente de tal motivo y sus variantes en el folklore oral y la literatura.

Palabras clave

Hombre de la luna. Manchas lunares. Cuento popular. Leyenda. Mito. 

 

Abstract

From the analysis of a story collected in Mule (Murcia-Spain), this paper develops a complete study of the variants of the explanations for the origin of the lunar stains as a recurrent motif both in oral folklore and literature. 

Key Words

Man of the moon. Lunar stains. Folktale. Legend. Myth.

 

 

 

UN VIEJO CUENTO SOBRE LA MUERTE

 

En Mula (Murcia) tuve la suerte de recoger en el año 2000 el siguiente relato  tradicional:

 El hombre al que se lo tragó la luna

Eran los tiempos de María Sarmiento cuando ocurrió este cuento; fue ayer, pero también podía ser hoy.

En una noche de invierno fría, muy fría, volvía el leñador Juan Alpargata con su carga de leña a las espaldas. Era Juan Alpargata un hombre ya anciano y más pobre que su propio nombre.

Agotado por el largo día de trabajo y vencido por el frío, se sentó a descansar, reposando su haz de leña en una tapia. En el cielo brillaba la luna llena iluminando los caminos, campos y cabezos de su tierra.

El cansado y viejo leñador se quedó mirando fijamente a la luna y en voz alta expresó un deseo:

—¡Luna, baja y trágame!

La luna observó con detenimiento a Juan Alpargata y apiadándose de él, bajó y se lo llevó con ella.

Y desde entonces, siempre que luce la luna llena se ve en ella unas manchas oscuras que no son otra cosa sino que la leña esturreada que portaba el tío Juan Alpargata.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Narrador: José Tudela López (Mula)

 

Cuando leemos esta narración pensamos inmediatamente en la conocidísima fábula del viejo y la muerte, famosa ya desde la época clásica según muestra la alusión que de ella se hace en el Alcestis de Eurípides, 669-672:

 

Con palabras vanas los ancianos desean morir y se quejan de la vejez y de la larga duración de su vida, pero, cuando la muerte se acerca, nadie quiere morir y la vejez ya no es una carga para ellos[1].

 

El cuento fue documentado por Francisco Rodríguez Adrados en su Historia de la fábula greco-latina[2]: la versión de Esopo es la manifestación más notoria de este relato en la antigüedad:

 

El viejo y la muerte

En una ocasión un viejo, que venía de cortar leña, la llevaba encima y recorría un largo camino. Al descargar el peso, fatigado, llamó a la Muerte. La Muerte se apareció y le preguntó por qué motivo la llamaba, el viejo dijo: «Para que me lleves la carga.»

La fábula demuestra que todos los hombres quieren a la vida, aunque tengan una existencia miserable.[3]

 

Se trata de una fábula de origen literario catalogada en el índice internacional de cuentos folclóricos A. Aarne, S. Thompson y Hans-Jörg Uther como tipo 845[4]. Su propósito moralizante es obvio: el hombre se aferra irracionalmente a la vida, por muy adversa y miserable que ésta pueda resultarle, pues la muerte siempre aparece como algo temible e incierto. El tema de la fábula está presente en el célebre monólogo del desesperado Hamlet, quien, vacilante ante la tentación del suicidio, se afirma en una vida sin ilusiones pero que en todo caso resulta preferible al terror por la muerte:

 

¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo después de la muerte —esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno—, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos?[5]

 

El cuento ha experimentado una difusión literaria bastante amplia. Concretamente en la literatura española del Siglo de Oro, como ha demostrado Maxime Chevalier, se repite en la comedia de Lope de Vega Quien más no puede..., en la Miscelánea de Luis Zapata y en el Fabulario de Sebastián Mey (3)[6]. También trató la fábula, en el siglo XVIII, Samaniego (IV, 4).

En la literatura francesa, La Fontaine recrea el tema dos veces en sus Fábulas: I-15 y I-16. La segunda versión es similar a las que estamos tratando. En la primera, un hombre sin fortuna llama a la muerte pero cuando ésta aparece la despide con horror. Termina la fábula con estas palabras atribuidas a Mecenas: «¡Antes impotente, sin piernas, manco o gotoso, pero que al cabo viva y me baste, y estoy más que contento!»[7]. Por otro lado, Charles Perrault la recordó al comienzo de su cuento Los deseos ridículos: un pobre leñador, harto de su vida miserable, se lamenta y pide la muerte pero, cuando se le aparece Júpiter, le dice que no quiere nada. Léamoslo en el propio autor:

 

Era una vez un pobre Leñador,

tan harto de la vida que llevaba

de miseria y dolor,

que —decía— tan sólo deseaba

perder de vista el monte

e irse a reposar al Aqueronte:

porque veía, en su dolor profundo,

que desde que se hallaba en este mundo

nunca jamás el Cielo empedernido

ni un deseo le había concedido.

 

Un día que en el Bosque se quejaba,

mientras se lamentaba,

Júpiter, rayo en mano, apareció.

Mal podría pintar todo el canguelo

que al buen hombre le entró.

«¡No quiero nada! —el pobre hombre exclamó

arrojándose al suelo—.

Ni deseos ni Truenos, no haya tal:

vamos a hablar, Señor, de igual a igual».[8]

 

Que estamos ante una fábula de difusión sobre todo literaria lo demuestra el hecho de que en todas las versiones el argumento se presenta de forma similar, sin apenas variantes ni modificaciones de importancia. Con respecto a las versiones tradicionales, el catálogo de cuentos folclóricos hispánicos de Julio Camarena y Maxime Chevalier sólo recoge tres[9]. Sin embargo, el cuento ha seguido circulando por vía tradicional fuera de España, como podemos comprobar por el siguiente texto gitano recogido en Checoslovaquia en el siglo XX, que sólo ofrece con respecto a la versión esópica la ligerísima variante de que la protagonista es mujer y no hombre:

 

La muerte y la anciana gitana

Érase una vez una anciana gitana que se fue al bosque a buscar leña. Recogió muchas ramas pequeñas, hizo con ellas un haz y lo metió en una bolsa. Llevaba recorrido ya un buen trecho cuando se sentó en la cuneta y se dijo: «¡Hay que ver lo que pesa esta bolsa! Se acerca el final de mi vida y ya va siendo hora de que la Muerte me lleve. Son muchos años en este mundo y he disfrutado muy poco de él. ¿Dónde estás, Muerte? ¿Por qué no vienes por mí?».

La Muerte escuchó sus palabras y acudió en seguida.

—¿Qué es lo que quieres, pobre gitana? ¿Qué puedo hacer por ti?

—Oh, señora —dijo ella—, sujeta esta bolsa para que me la cargue a la espalda. Ayúdame.

—De acuerdo.

—No quiero morir, y ojalá pueda cargar con este pesado fardo por mucho tiempo. Sólo pensamos en la muerte cuando no la tenemos cerca.[10]

 

 

 

EL CUENTO DEL HOMBRE DE LA LUNA

 

Pero volviendo a nuestra versión tradicional recogida en Mula, observamos que si bien se inicia del mismo modo que la fábula del viejo y la muerte, difiere sin embargo de ella en varios aspectos fundamentales: la imprecación del personaje va dirigida a la luna y no a la muerte, como en la fábula clásica; la luna se apiada del hombre y se lo lleva sin que éste, aparentemente, ofrezca resistencia; el relato sirve para explicar que las manchas del astro son la leña esturreada que portaba el protagonista, llamado aquí Juan Alpargata; no hay moraleja ni propósito didáctico de ningún tipo.

Estamos, por tanto, ante una leyenda etiológica que reviste de ropaje poético la explicación de un fenómeno natural, como es habitual en todas las cosmogonías y mitologías antiguas. Y además, según ley folclórica conocida, esta leyenda, que a simple vista podría parecer narración local o costumbrista, se repite en muchos lugares con las variantes que intentaré resumir a continuación.

Cerca de la comarca de origen de la leyenda, concretamente en el campo de Cartagena, José Ortega nos ofrece ocho relatos que cuentan el rapto de un ser humano (leñador, hombre o chiquillo) por la luna. En la mayoría de ellos, un leñador (que a veces va con su burro) se dirige a la luna para que se lo lleve[11]. En sólo tres casos (números 2-4), la luna rapta al mortal sin una petición expresa de éste. Ofrezco algunos ejemplos:

 

1. Estaba un leñador en el monte con un haz de leña, y como no podía con ella, dijo:

—Luna, baja y trágame.

Y la Luna bajó y se lo tragó.

 

2. Un chiquillo se quedó mirando a la Luna, y la Luna se lo tragó a él y al niño [sic] cargado de leña que iba con él.

 

3. Un hombre iba con su burro y se lo tragó la Luna.

 

4. Un hombre estaba en el monte y se lo llevó la Luna, y las estrellas son un camino que dejó el carro triunfante.[12]

 

La leyenda está también documentada en Caprés, pedanía de Fortuna, aunque en este caso no aparece el motivo del rapto de la luna ni tampoco el de castigo a un mortal. Lo leemos en el siguiente texto:

 

Los habitantes de Caprés narran una leyendita muy extendida por todo el Sureste: S. José recoge y porta continuamente haces de sarmientos. Esos haces y el ajetreo de S. José configuran las “manchas” de la luna. La intención de S. José es llevar el mayor número de sarmientos a la cueva del Niño Jesús para calentarlo.[13]

 

Otra versión registrada por mí, en diciembre de 2005, en Murcia capital a José Bermejo Dólera, de 78 años y natural de Las Torres de Cotillas, ofrece una variante poco conocida de la leyenda:

 

EL ORIGEN DE LOS CRÁTERES DE LA LUNA

Una vez la luna estaba llena de árboles tantos que en vez de llamarse luna se llamaba verde, por tantos árboles que tenía. El hombre que vivía en la luna, un día, un día de invierno necesitó madera para calentar a su familia. Con su hacha afilada empezó a cortar árboles.

Cuando terminó el invierno se dio cuenta de que no quedaban árboles y, al no haber fruta, su familia se murió de hambre.

Hasta hoy sigue llorando su pérdida, y por eso hay cráteres en la luna.

 

Si ampliamos un poco más el área geográfica, llegamos a Fuente Álamo (provincia de Albacete) donde encontramos otra versión cuyo protagonista se llama Tomasico, quien, tras protestar por su afanosa vida,  invoca a la luna y el astro se lo traga, y de ahí que las manchas lunares no sean otra cosa que el hombre con su haz de leña cargado a las espaldas[14]. Los ejemplos mencionados hasta ahora ofrecen dos posibilidades argumentales del relato: que el rapto de la luna no esté motivado o, por el contrario, que tal acción se explique como un castigo contra el ser humano por infringir un tabú o robar. En cualquier caso, estamos considerando un motivo folclórico extendido por todo el mundo del que la leyenda muleña constituiría solamente un ejemplo más, como intentaré demostrar a continuación.

Aurelio de Llano Roza de Ampudia, el gran folclorista asturiano, la recogió, ya en el siglo XX,  en una versión donde tampoco aparece la idea de castigo:

 

Dicen en varios concejos de Oriente, entre los cuales figura el de Caravia, que el borrón que se ve en la luna es la figura de Llonxinos. Este iba por el monte con una carga de rozu [aulaga] al hombro, al mismo tiempo pasó la luna y lo llevó consigo.[15]

 

Del mismo modo, José Manuel Pedrosa da fe de la siguiente versión tradicional, recogida en Casar de Escalona (Toledo) en 1997:

 

Yo me acuerdo que éramos pequeños y estábamos jugando; y ya aparecía la luna y decíamos:

—Vámonos a casa, porque, si no, nos puede tragar, como tragó al leñador, que está allí metido y no puede salir.[16]

 

Otra variante de la historia explica la intervención de la luna como castigo contra el mortal por infringir un tabú o por impiedad contra la diosa. Si consultamos ahora el mencionado índice de tipos folclóricos de A. Aarne y S. Thompson, observamos que no se encuentra una descripción de este argumento, salvo la ya comentada del tipo 845, El viejo y la muerte, con el que presenta unas coincidencias sólo parciales. Sin embargo, el relato sí ha encontrado acogida en el monumental Catálogo Tipológico del Cuento Folklórico Español de Julio Camarena y Maxime Chevalier, donde sus autores crean un nuevo tipo para albergar el relato que nos ocupa, concretamente el catalogado como [760F], [El hombre de la luna llena], que describen así:

 

Un hombre (a) roba leña, (b) trabaja en domingo, (c) blasfema, (d) comete una traición, o/y (e) hace una imprecación temeraria dirigida a la luna. Ésta se lo lleva[17].

 

Enumeran a continuación un puñado de versiones iberoamericanas que demuestran la también amplia difusión de este cuento en castellano, portugués y euskera. Entre ellas, Sánchez Pérez ofrece una versión confusa, sin duda por contaminación con otros cuentos populares: un viejo que recoge leña se encuentra con una señora que le da dinero pero le conmina a que no lo malgaste porque en ese caso la luna se lo tragaría. La esposa dilapida el dinero en menos de tres días (cf. el cuento de La ambición castigada: tipo 555). Al tercer día se presenta la luna, que va subiendo la escalera hasta el cuarto del matrimonio mientras amenaza terroríficamente al hombre (como en el cuento de La asadura del muerto: tipo 366). Lo engulle y por eso en la luna se ve al viejo con el fajo de leña a la espalda[18].

La misma idea de castigo, aunque contra un niño desobediente, se encuentra en la siguiente versión portorriqueña:

 

Había una vez un matrimonio que tenía un hijo muy vago. Un día la madre lo mandó a buscar leña; el niño se demoró tanto que la madre empezó a echarle maldiciones, hasta que dijo:

—¡Permita Dios que te lleven las nubes!

Una nube vino y lo cogió y se lo vendió a la luna; y por eso es que en la luna se ve un hombre sentado.[19]

 

Que el cuento se encuentra extendido universalmente lo demuestra la siguiente versión de los Fang de Guinea Ecuatorial, que presenta la particularidad de que el rapto lo lleva a cabo el arco iris:

 

La mujer que subió hasta la luna y que allí sigue

Ovula era un joven soltero que vivía solito en un poblado; un día se casó con una bonita muchacha, a la que prohibió trabajar en los domingos. Pero, desgraciadamente, estando Ovula en el bosque, su esposa se vio obligada a ir en busca de leña en domingo, porque ya no le quedaba en su cocina. Solita en el bosque, se encontró con el arco iris, que estaba todavía descendiendo para tomar agua en un riachuelo. Al verlo, la mujer se puso a llorar […].

Y en un abrir y cerrar de ojos fue tragada por el arco iris. Mientras ascendía el arco iris a los cielos, siguió llorando la muchacha, hasta que lo oyó su esposo desde el poblado junto a otros vecinos, el cual no pudo hacer nada, y la culpó por desobediente.

El arco iris llevó a la muchacha hasta la luna, y allí la dejó.

Es la figura que se suele ver de noche dentro de la luna, sentada con su cesto de leñas[20].

 

Otras muchas versiones podrían añadirse a las antes reseñadas ya que si consultamos la reciente revisión del índice de Aarne-Thompson (ya citada) observamos que su autor, Hans-Jörg Uther incluye como nuevo tipo el que ahora nos ocupa, y lo describe del siguiente modo (la traducción es mía):

 

751E*: El hombre de la luna. Este tipo misceláneo alberga diferentes narraciones  protagonizadas por un hombre (mujer, animal, objeto) que está en la luna [A751 y ss.]. Ejemplos:

Se envía a (o puede verse en) la luna como castigo a un hombre (unos aguadores, una mujer con una mantequera, un hombre con un balde de brea [A751.4]). El castigo se debe habitualmente a que se ha infringido un precepto religioso (ser duro de corazón, robar, trabajar en domingo, etc.) [A751.1].

En algunas variantes, lo que se ve en la luna es la imagen de una liebre [A751.2], una rana [A751.3], o un árbol [A751.6].

Comentario: Muchos de estos cuentos son etiológicos, y explican las manchas de la luna.

 

A continuación ofrece el autor una abundante bibliografía de variantes del cuento que demuestran su extraordinaria dispersión geográfica en todos los lugares del mundo.

 

 

 

MITOS ACERCA DE LAS MANCHAS LUNARES

 

No sólo en los cuentos folclóricos, también en numerosos mitos de los pueblos primitivos encontramos el tema del rapto de los seres humanos por la luna que explicaría el origen de las figuras observadas en el satélite. Por ejemplo, los indios de la Columbia británica narran la siguiente historia que traduzco del libro citado más abajo:

 

Una noche, un niño del clan de los jefes se despertó y pidió agua. Sus gritos eran muy conmovedores —¡Madre, dame de beber!—, pero su madre no le hizo caso. La luna se sintió afectada y descendió, entró en la casa y se aproximó al niño, diciendo: Aquí está el agua del cielo: bebe. El niño se apoderó con ansia del pote y bebió el líquido, y la luna, su benefactora, se lo llevó lejos. Tomaron un pasadizo subterráneo y cuando se encontraron muy lejos de la aldea, ascendieron al cielo. Y —dijo el jefe— nuestros antepasados nos decían que la figura que ahora vemos en la luna es verdaderamente este niño; y también aparece allí la pequeña cesta que tenía en su mano cuando se disponía a dormir.[21]

 

También los aborígenes de Nueva Zelanda tienen una sugerente versión de esta superstición:

 

Antes de que la luna diera luz, un neozelandés llamado Rona salió por la noche para ir a buscar agua de un pozo. Pero desgraciadamente tropezó y se torció el tobillo, de forma que no pudo regresar a casa. Mientras gritaba muy angustiado, de pronto contempló con horror que la luna, que repentinamente se hizo visible, descendía hacia él. Buscando cobijo, se refugió debajo de un árbol, pero éste no resistió y cayó con Rona sobre la luna; y allí permanece hasta hoy.[22]

 

El ser humano raptado por la luna puede ser también una mujer. Así ocurre en un mito polinésico del que Edward B. Tylor ofrece el siguiente testimonio:

 

En las islas Samoa del Pacífico central el habitante de la luna es una mujer. Su nombre es Sina y estaba alisando cortezas con un mazo para fabricar un vestido nativo. La luna acababa de salir, y le pareció como una gran fruta comestible, de manera que Sina le pidió que descendiera y permitiera a su hijo comer una parte de ella. Pero la luna se enojó mucho ante la idea de ser comida y tomó a Sina, con mazo y todo, y a su hijo; y allí se pueden contemplar hasta hoy.[23]

 

En otros casos, el origen de las manchas de la luna (y, ocasionalmente, del sol) procede del enfrentamiento mítico entre ambos, como ocurre entre los groenlandeses:

 

El sol y la luna no eran más que dos mortales, hermano y hermana. Estaban jugando con otros niños en la oscuridad cuando Malina, que fue importunada de manera vergonzosa por su hermano Anninga, untó sus manos en el hollín del candil y las restregó en la cara y las manos de su perseguidor, de manera que pudiera reconocerlo a la luz del día. De aquí proceden las manchas de la luna. Malina quiso escaparse volando pero su hermano la siguió, cogiéndose de los talones. Al final ella ascendió y se convirtió en el sol. Anninga la siguió y se convirtió en la luna; pero, incapaz de subir tan alto, gira continuamente alrededor del sol con la esperanza de sorprenderlo en alguna ocasión. Cuando, en su segundo cuarto, él se encuentra cansado y hambriento, abandona su hogar en un trineo tirado por cuatro enormes perros para cazar focas, y permanece fuera durante varios días. Ahora engorda tan prodigiosamente a causa del botín de la cacería que pronto crece hasta volverse luna llena. Él se alegra de la muerte de las mujeres y el sol se venga con la muerte de los hombres. Por eso, los hombres se mantienes dentro de las puertas de sus casas durante los eclipses de sol, y las mujeres en los de luna.[24]

 

Un mito semejante se refiere en Norteamérica, entre los esquimales, con la diferencia principal del cambio de sexo entre los astros:

 

No mucho después de que el mundo fuera creado, un prodigioso hechicero llegó a tener tanto poder que podía ascender al cielo cuando le placía. En una ocasión, se llevó con él a su hermosa hermana (a la que él quería mucho) y también fuego, al que añadió grandes cantidades de combustible, y entonces formó el sol. Durante un tiempo el hechicero trató a su hermana con gran amabilidad, por lo que vivían felizmente juntos; pero al final se volvió cruel: la maltrataba de muchas formas y, para colmo, le quemó un lado de la cara con fuego. Después de esta última crueldad ella se alejó de él y se convirtió en la luna. Su hermano, en el sol, ha estado persiguiéndola desde entonces; pero aunque algunas veces consigue acercarse, nunca la alcanzará. Cuando hay luna nueva, el lado abrasado de su cara está orientado hacia la tierra; cuando hay luna llena, ocurre lo contrario.[25]

 

Y así llegamos hasta la tradición oral contemporánea. José Luis Puerto se refiere a ciertas leyendas, aún vivas en la provincia de León, que cuentan la mítica pelea entre el sol y la luna, enfrentamiento que serviría para explicar también el viejo motivo de las manchas lunares (y del sol)[26]. Transcribe J. L. Puerto varios etnotextos relacionados con el tema de la pelea entre los astros que tuvo como causa la envidia de la luna porque el sol alumbraba más que ella. Entonces la luna le arrojó ceniza al sol. Otra variante de la leyenda cuenta que fue el sol quien arrojó ceniza a la luna (y de ahí sus manchas), mientras que el satélite le lanzó como respuesta agujas, que son los rayos del sol.

 

En la percepción popular, para explicar por qué el Sol y la Luna nunca coinciden, ya que el primero es el astro del día, mientras que la segunda lo es de la noche, se habla de una antigua pelea entre ambos, que expresa, por ejemplo, una copla recogida en Villacidayo:

La Luna y el Sol riñeron,

perdieron las amistades;

el Sol sale por la mañana

y la Luna, por la tarde.

Pero esta antigua y mítica pelea entre los astros del día y de la noche también la recoge un interesantísimo motivo legendario, conocido sobre todo en determinadas áreas del oeste de la provincia, como son las de Ancares, El Bierzo y La Cabrera. En el origen, el Sol y la Luna fueron muy amigos. Pero después se enemistaron y tuvieron una pelea mutua, una pelea mítica, que las leyendas leonesas nos describen así: La Luna le arrojó al Sol un puñado de cernada (ceniza), porque le tenía envidia, ya que alumbraba más que ella. Es lo que se dice en la localidad berciana de Acebo (ayuntamiento de Molinaseca). Y así se explica que el Sol tenga manchas:

[¿Por qué el sol tiene manchas?] Porque la luna le echó ceniza, porque tenía envidia, porque alumbraba más que ella. Dicen que un día la luna, al sol, le echó un puñao de cernada –¿ónde la cogió?, es que no sé ónde la cogió–, porque le tenía envidia, porque alumbraba el sol más que ella.

Tanto en Ancares como en La Cabrera, se dice que el Sol le arrojó a la Luna un puñado de ceniza, de ahí sus manchas; mientras que, como respuesta, la Luna le lanzó al Sol un puñado de agujas, de ahí que se perciban cuando se le mira (en realidad, serían los rayos). Este motivo lo hemos recogido, por ejemplo, en la localidad cabreiresa de Ambasaguas y en la ancareña de Balouta:

Que eso que era un puñao de ceniza que le había echau el sol a la luna. Y la luna que le había echau aújas al sol. Eso se decía, los viejos. Es lo que decían.

Bueno, pues sí que dicen que tenía unas figuras, sí, que tuvieran…, ¡pero eso son cuentos! Que le tirara, el sol que le tirara a la luna un puñao de tierra. Y luego la luna que le tirara al sol unas aújas, que por eso ahora, cuando se ve, se hacen unas aújas. ¡Ésas son historias! El sol le tiró tierra a la luna y le ha dicho a la luna:

Retírate, bandolera.

Y la luna le contestó, dice:

Vale más rondar de noche, que no de día y quemar.

 

Parece que también en el campo de Cartagena (Murcia) sobreviven en la actualidad restos del ancestral enfrentamiento, si bien desprovistos totalmente de su antiguo contenido mítico. Así, en la obra citada de José Ortega, se lee el siguiente texto, que se cuenta como cómico chascarrillo:

 

El sol le dijo a la Luna que se fuera a recoger, que eso de rondar de noche no era de mujeres de bien. La Luna contestó: «Más vale rondar de noche que de día y quemado».[27]

 

Pero la luna no sólo está poblada por seres humanos. Ciertos animales han encontrado allí su morada definitiva, en ocasiones como premio (a diferencia de las personas) a alguna bondadosa acción realizada. Los animales que en mayor cantidad de ocasiones han sido divisados en la luna son la liebre (o el conejo) y la rana (o el sapo). En algunas tribus indias de Norteamérica se relata un mito que cuenta cómo dos ranas, enamoradas de dos jóvenes que se convertirán en el sol y la luna, saltaron a sus rostros y quedaron allí para siempre:

 

Tajá consigue robar la luna a una tribu de animales. Entonces deciden éstos hacer una nueva luna. Cuatro ranas se enamoran de dos jóvenes camaradas. Una rana salta a la cara de un joven y se queda clavada. La otra rana realiza la misma acción y ciega al otro joven. Como los muchachos sentían vergüenza de su aspecto, pidieron ser la luna y el sol. «Así que los pusieron en el cielo para que fueran el sol y la luna, y las manchas que vemos en la luna son la Rana, que aún está clavada en su cara; mientras que todo el mundo sabe que el sol sólo tiene un ojo».[28]

 

En las jâtakas (textos extracanónicos en prosa del budismo, fechados alrededor del siglo VI d. C., que narran las transmigraciones del alma de Buda en animales) el animal con el que se explica el origen de las manchas lunares es la liebre. Así, en la jâtaka número tres se cuenta lo siguiente:

 

Un mono, una nutria, un chacal y una liebre acuerdan, en vísperas de luna llena, salir a buscar comida para ofrecerla como limosna al primer mendigo con que se encuentren. Resulta que el dios Serka se hace pasar por brahmán  y recibe las viandas de los animales pero, conmovido por el sacrificio de la liebre, que no duda en inmolarse en el fuego para aplacar el hambre de la divinidad, arranca la cima de una montaña y con ella modela la imagen de la liebre para dejarla en la luna como eterna memoria de la generosidad del animal[29].

 

El relato budista que acabo de resumir se difundió por Asia y llegó hasta China, donde lo encontramos en forma muy parecida a la de la jâtaka india:

 

Un monje acoge como discípulos a una zorra, un mono y un conejo. Sobreviene una época de hambruna a causa de la sequía, por lo que estos animales parten para buscarle sustento a su maestro, pero el mono sólo consigue una ciruela seca y la zorra unas miserables ramas con que calentar al monje. El conejo, entristecido porque ni siquiera ha podido conseguir tan exiguos presentes, se arroja al fuego para ofrecerse como alimento. Entonces, el Señor del Cielo alarga el brazo hasta la tierra y deposita  al conejo en la luna, mientras permite que la lluvia vuelva a regar los campos. «Por eso —concluye la narración—, si en las noches de luna llena levantáis vuestros ojos al cielo, veréis que algo se mueve sobre ella. Es el conejo que salta de alegría porque sabe que mientras exista la luna, jamás dejará de caer la lluvia sobre la tierra»[30].

 

La leyenda aparece, en forma casi idéntica, en latitudes muy distantes, entre las que parece imposible que haya podido existir alguna forma de comunicación hasta tiempos relativamente modernos. Del eminente antropólogo James George Frazer es un interesantísimo texto que resume las creencias de ciertos pueblos salvajes en la inmortalidad de la luna, a la vez que establece sorprendentes paralelos con los mitos hebreos del génesis y la caída del ser humano:

 

Como muchos otros pueblos salvajes, el de los namaquas u hotentotes asocia las fases de la luna con la idea de la inmortalidad, e interpreta el aumento y disminución aparentes del disco lunar como un proceso real y periódico de desintegración e integración, de decadencia y renacimiento, repetido perpetuamente. Incluso interpretan la salida de la luna y su puesta diaria como si se tratase del nacimiento y muerte del satélite. Cuentan que una vez, hace mucho tiempo, la luna quiso enviar a la humanidad un mensaje de inmortalidad, y que la liebre se ofreció para el papel de mensajero. Así pues, la luna le encargó que fuese a ver a los hombres y les dijese las siguientes palabras: ‘Del mismo modo que yo muero y renazco de nuevo, también vosotros moriréis y volveréis a la vida’. Por consiguiente, la liebre se encaminó en busca de los hombres; pero ya fuese por olvido, ya por malicia, invirtió el mensaje y dijo: ‘De la misma manera que muero y no volveré a la vida, también vosotros moriréis y no volveréis a la vida’. Entonces regresó donde se encontraba la luna y ésta le preguntó qué había dicho a los hombres al entregar el mensaje que ella le había encomendado. La liebre se lo dijo y cuando la luna se enteró de que el mensaje había sido cambiado se enfadó de tal manera que arrojó un bastón contra el animal y le partió el labio. Por eso el labio de las liebres se halla todavía hendido. Y la liebre escapó corriendo y aún sigue corriendo en nuestros días[31].

 

La luna, al igual que la divinidad suprema del Génesis, ofreció por tanto la inmortalidad a los humanos, pero la actitud desleal o el olvido del animal mensajero (serpiente o liebre) provocó la pérdida de ese don. Como sugiere Frazer en otro lugar[32], tal vez el comportamiento del animal pudiera explicarse en el sentido de que se apropió un regalo que no era para él: el de la inmortalidad inicialmente destinada a los hombres. Por eso las serpientes en ciertas creencias antiguas no mueren: la muda de piel equivale a un continuo renacimiento del animal.

A continuación, Frazer nos presenta otra interpretación mágica sobre las manchas de la luna que hace también a una liebre la protagonista de la historia, como en el cuento budista:

 

Algunos dicen, sin embargo, que antes de huir [la liebre] clavó las uñas en el rostro de la luna, que aún conserva las huellas de la agresión, como cualquiera puede verificar por sí mismo en una noche de luna clara[33].

 

Un eco de la relación mágica que desde tiempos remotos el hombre estableció entre el conejo y la luna ha quedado en un cuento que aparece en el Panchatantra hindú (III-1) y que luego fue copiado por los árabes en la versión que realizaron de tal libro, titulada Calila y Dimna. Veamos el texto de este último libro:

 

Dicen que en un territorio de los elefantes se produjo sequía tan prolongada que todo quedó yermo. Los manantiales se agotaron, las plantas se marchitaron, los árboles se secaron y los elefantes sufrieron rigurosa sed.

Se quejaron a su rey y este despachó baqueanos y batidores a buscar agua por todas partes. Uno de los enviados regresó y le dijo:

—He encontrado en tal lugar un manantial que se llama fuente de la luna y que tiene muchas aguas.

Entonces el rey de los elefantes se encaminó con sus súbditos hacia el manantial con intención de saciar la sed.

Ahora, el manantial estaba en el territorio de los conejos, los elefantes hollaron sus madrigueras y muchos conejos perecieron. Los sobrevivientes se presentaron al rey y le dijeron:

—Ya sabréis lo que nos han hecho los elefantes...

Y el rey propuso:

—Que todo aquel que tenga una idea la exponga.

Entonces se adelantó un conejo llamado Turquí, cuya agudeza y excelente instrucción conocía el rey, y dijo:

—Si a Vuestra Majestad le parece envíeme a los ele­fantes con un secretario que vea y registre mi gestión y pueda informaros.

Y el rey le contestó:

—Eres de confianza y tu propuesta nos place […].

Y el conejo se puso en marcha una noche de luna y llegó donde los elefantes. Pero le daba miedo acercarse a ellos por aprensión de que pudieran aplastarle con la pezuña y que pudiera perecer por su inadvertencia. Así que se subió a un monte y desde allí llamó al rey de los elefantes diciendo:

—Me envía la luna y al mensajero no se le puede reprochar lo que dice, por duro que sea.

 El rey de los elefantes se interesó:

—¿Pues qué misiva traes?

—Te manda decir que sabe cuánto más fuerte eres que otras débiles criaturas, y que considera error que los fuertes se midan con los débiles, pues ya que tienen fuerza  deben administrarla. ‘Tú sabrás cuán superior es tu fuerza frente a la de otros bichos, pero sin cuidarte de ello te apropiaste de un manantial que lleva mi nombre, bebiste de él y lo enturbiaste.’ Así pues, me envía a ti para advertirte que no vuelvas a hacerlo y que si lo haces te cegará y luego acabará contigo. Si dudas de mi misiva dirígete al manantial ahora mismo. Yo te acompañaré.

El rey de los elefantes se admiró de lo que había dicho el conejo. Así que salió hacia el manantial en compañía de Turquí, el mensajero. Una vez allí, miró las aguas y vio la luna reflejada en ellas; entonces Turquí, el mensajero, le dijo:

—Coge agua con la trompa, lávate la cara y prostérnate ante la luna.

El elefante introdujo la trompa en el agua, el agua ondeó y el elefante supuso que la luna se estremecía. Y preguntó:

—¿Qué le pasa a la luna, que se estremece? ¿Crees que le habrá enojado que yo meta la trompa en el agua?

Entonces el conejo Turquí contestó:

—Sí.

*  el elefante se prosternó de cara a la luna y el conejo le aseguró que la luna le perdonaba lo que había hecho, pero con la condición de que no volviera a hacerlo él ni ningún otro elefante.[34]

 

 

 

 

EL CUENTO DEL HOMBRE DE LA LUNA EN LA LITERATURA

 

No sólo en la tradición oral sino también a través de la literatura escrita y desde tiempos muy antiguos se ha difundido nuestro relato. Ya en el Génesis 22 parece encontrarse una alusión al hombre de la luna en la figura de Isaac transportando el haz de leña para su  sacrificio. Todavía se relata la leyenda de que Moisés sorprendió a un hombre que recogía leña en sábado (día sagrado para los judíos) y que por este delito fue llevado a la luna, donde permanecerá hasta el fin de los tiempos. Como apoyo a esta leyenda se cita el siguiente pasaje de Números, XV, 32-36 :

 

Castigo de un violador del sábado

Sucedió, cuando estaban los hijos de Israel en el desierto, que encontraron a un nombre recogiendo leña en sábado; y los que le encontraron le denunciaron a Moisés y a Arón y a toda la asamblea; y le encarcelaron, porque no había sido todavía declarado lo que había de hacerse con él. Yavé dijo a Moisés: «Sin remisión, muera ese hombre. Que lo lapide el pueblo todo fuera del campamento». Y lo sacaron toda la asamblea fuera del campamento y lo lapidaron, muriendo, como se lo había mandado Yavé a Moisés.[35]

 

Por otro lado, la mitología escandinava también incluye una narración que tiene que ver con el tema que nos ocupa. En la recreación que Snorri Sturluson realizó de estos viejos mitos escandinavos y germánicos, concretamente en la denominada Edda Menor, escrita en el siglo XIII, se lee lo siguiente:

 

Un hombre (Mundilfari) tenía dos hijos muy hermosos llamados Luna (varón) y Sol (hembra). A ella la casó con un hombre llamado Glen, pero los dioses se irritaron y pusieron a los dos hermanos en el cielo. Sol guía los caballos del sol. «Luna guía en su recorrido a la luna y gobierna los crecientes y menguantes, y él tomó de la tierra una pareja de niños llamados Bil y Hiwki cuando volvían de una fuente llamada Bírgir llevando sobre los hombros en una pértiga la cuba llamada Sog; la pértiga se llama Símul. Vidfim se llamaba el padre de estos niños, y ellos acompañan a Luna, según puede distinguirse desde la tierra.»[36]

 

Dante vio en la luna la figura de Caín, y a esa vieja creencia se refirió dos veces en su Divina Comedia. Así, en el Infierno XX, 124-126, se lee:

 

Pero ven ahora, porque ya el astro en que se ve a Caín con las espinas ocupa el confín de los dos hemisferios…[37];

 

y en el Paraíso II, 49-51:

 

Pero decidme, ¿qué son las oscuras señales de ese cuerpo, que allá abajo en la Tierra dan ocasión a algunos para inventar patrañas sobre Caín[38].

 

Podría decirse que el atribuir la leyenda a Caín sugiere la idea de culpa, lo que explicaría la presencia del fratricida en el astro, quien habría sido raptado como castigo por su inhumana acción. Sin embargo, tal idea no está expresada directamente en el texto de Dante.

Shakespeare también recreó la creencia en el hombre de la luna, de modo jocoso, en varios lugares de su obra. Así, en La tempestad, II-1 dice Antonio:

 

Ella, la reina de Túnez (…), que para recibir noticias de Nápoles necesita, a no ser que se le ofrezca el sol por mensajero (el hombre de la Luna sería demasiado tardo) el tiempo preciso para que un recién nacido pudiera tener barba y rasurarse…[39].

 

La escena 2 del mismo acto se abre con el monstruoso Calibán que entra con un haz de leña, lo que evidentemente recuerda la figura que parece verse en la luna. Algo más adelante el borracho Esteban llama a Calibán «buey de la Luna» y se desarrolla entre los dos el siguiente diálogo:

 

CALIBÁN. ¿No has caído del cielo?

ESTEBAN. ¡De la Luna, te lo aseguro! Yo era el hombre de la Luna, de que se hablaba antaño.

CALIBÁN. En ella te he visto y te adoro. Mi señora me ha mostrado a ti, a tu perro y a tu haz de leña[40].

 

Pero además, en el acto V, escena 1, de El sueño de una noche de verano, durante la bufonesca representación con que los artesanos «deleitan» a los duques, un personaje hace el papel de la luna en la historia de Píramo y Tisbe, que es descrito así en el Prólogo: «Este hombre con su linterna, perro y un haz de espinos, representa el Claro de Luna…»[41]; y un poco más adelante:

 

LUNA. Esta linterna representa los cuernos de la luna…

DEMETRIO. Debiera llevar los cuernos sobre su cabeza.

TESEO. No está en creciente, y por eso los cuernos van invisibles dentro de su disco.

LUNA. Esta linterna representa los cuernos de la luna;

     Yo mismo al hombre de la luna me asemejo.

TESEO. He aquí el mayor error de todos. Este hombre debiera introducirse en la linterna. ¿Cómo si no va a ser el hombre de la luna?

DEMETRIO. No entra allí de miedo a la vela; pues miradle ya encendido.

HIPÓLITA. ¡Ya estoy cansada de esta luna; quisiera que se mudara!

TESEO. A juzgar por la escasa luz de su inteligencia, parece que está en menguante; pero, por amabilidad y cortesía, dejémosle acabar su giro.

LISANDRO. Prosigue, Luna.

LUNA. Todo lo que tengo que decir es que la linterna es la luna; yo, el hombre de la luna; este manojo de espinos, mi manojo de espinos, y este perro, mi perro[42].

 

También dentro de la tradición bretona se cuenta que en la luna se divisa un tal Yann, que fue raptado por la luna a causa de que robó un haz de aulagas que se iba a utilizar en la hoguera de San Juan[43].

Si nos acercamos ahora al área hispanohablante y a épocas más próximas, descubrimos cómo Fernán Caballero en La Gaviota (I-XIV) se hace eco de la creencia en Andalucía, si bien de forma confusa:

 

—José […], ¿está la luna llena?

—Por supuesto que sí —repuso el pastor—. ¿No le ves lo que le está saliendo del ojo? ¿A que no sabes lo que es?

—Será una lágrima —dijo Manuel riendo.

—No es sino un hombre.

—¡Un hombre! —exclamó Dolores plenamente convencida de lo que decía su hermano—. ¿Y quién es ese hombre?

[…]

—Se llama Venus —repuso José[44].

 

José María de Pereda explica en El sabor de la tierruca que los muchachos de Cumbrales vislumbraban en la luna «una vieja sentada encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche y, en castigo, la sorbió la luna»[45].

Mucho más recientemente Ana M.ª Matute recrea el cuento en Fiesta al noroeste:

 

¡Oh, luna quieta! Nadie le había contado a Juan Niño el cuento del viejo que llevaba leña a la luna, pero también a él prendía los ojos, como a todos los niños del mundo.[46]

 

También en el área hispanoamericana encontramos la leyenda. En la novela El mundo es ancho y ajeno del peruano Ciro Alegría, cuando el alcalde Rosendo Maqui  está recordando detalles de la vida en su arcádica comunidad indígena de Rumi, se habla de la fascinación de los niños por el astro lunar, al que dirigían sus ilusionadas peticiones:

 

En las noches de luna los pequeños de la comunidad iban a la plaza y ahí se ponían a jugar. La luna avanzaba con su acostumbrada majestad por el cielo y ellos gritaban alegremente mirando el grande y maravilloso disco de luz:

Luna, Lunaaaa,

dame tunaaaa…

Luna, Lunaaaa

dame fortunaaaa.

Creían que podía darles cosas. Los más crecidos demandaban a los chicos que se fijaran bien, pues en la redondela había una burrita que conducía a una mujer. Algunos afirmaban que era la Virgen con el niño Jesús en brazos y otros que tan solamente una hilandera[47].

 

 

 

 

SOBRE EL SIMBOLISMO DE LA LUNA

 

Conviene ahora que intentemos desentrañar las causas de la extensa difusión universal  de la leyenda que nos ocupa. Como es sabido, el hombre primitivo ha recurrido desde los orígenes a mitos de carácter antropomorfo para explicar los fenómenos celestes y atmosféricos. Pero la creencia en el hombre de la luna es mucho más que un mero relato etiológico: más bien ofrece un testimonio poético de la antigua religiosidad, que proyecta en el astro nocturno ansias profundas e intuiciones vitales de los mortales.

Mircea Eliade ha dedicado todo un capítulo de su importante libro Tratado de Historia de las Religiones, cuya primera edición es de 1949, a estudiar el simbolismo de la luna[48]. Defiende desde el principio de su argumentación la vinculación existente entre la vida de la luna y la del ser humano, que se sostiene fundamentalmente en dos principios:

1) la luna rige la vida orgánica en tanto que se relaciona con el ciclo biológico de las mareas y de las mujeres, y de ella dependen por tanto la fertilidad de las tierras y los seres vivos;

2) experimenta un proceso de cambio que se manifiesta en las llamadas «fases» de la luna, es decir, nace, crece y muere para retornar eterna y cíclicamente a ese proceso.

Con respecto al primer punto, ya desde muy antiguo se percibió la relación existente entre la luna y la mujer, que en ciertas culturas ha llevado a la identificación onomástica entre luna y menstruación. Por ejemplo, en Pedro Páramo leemos que Fulgor Sedano propone boda a Dolores Preciados en nombre de su patrón, Pedro Páramo, quien planea el matrimonio por interés exclusivamente económico. Cuando Fulgor se entrevista con Dolores, la urge para que la ceremonia se celebre en dos días, pero la mujer pide un aplazamiento de algunos días más por una cuestión «de mujeres»:

 

Pero además hay algo para estos días. Cosas de mujeres, sabe usted. ¡Oh!, cuánta vergüenza me da decirle esto don Fulgor. Me hace usted que se me vayan los colores. Me toca la luna. ¡Oh!, qué vergüenza.[49]

 

La luna, por tanto, fue considerada diosa de las mujeres, y en consecuencia se le atribuyeron los poderes de la fertilidad, fecundidad, gobierno de las aguas y de toda la vida orgánica.

Y también, merced a la contemplación del cambiante disco lunar, la mentalidad primitiva estableció un proceso de simpatía entre la vida de la luna y la del hombre, ya que

 

el hombre se vio a sí mismo en la «vida» de la luna; no sólo porque también su vida, como la de todos los organismos, tenía un final, sino además y sobre todo porque el fenómeno de la «luna nueva» legitimaba su sed de regeneración, su esperanza de «renacer».[50]

 

Los seres humanos van a la luna al concluir su existencia terrenal porque la luna es el país de los muertos. De ahí que la luna sea señora de la vida y de la muerte y que  muchas divinidades lunares posean también atributos funerarios. Desde antiguo los hombres imaginaron la luna como un mundo poblado de muertos, paralelo en cierto modo al terrestre, y para ello elucubraron sobre todo tipo de viajes fantásticos hacia el satélite. No me estoy refiriendo a odiseas seudocientíficas como el famoso Viaje a la luna de Julio Verne, sino a disparatadas viajes en los que el aventurero contempla allí y nos cuenta, sea con visión satírica o mística, un mundo de espíritus descarnados pero a la vez muy humanos. Y así, Luciano de Samosata, gran satírico nacido en Siria en el siglo II, fue quizás el primero que viajó a la luna, donde contempló sucesos y seres extraordinarios como los cabalgabuitres, hombres que viajaban sobre buitres de tres cabezas. Su rey era Endimión, hermoso pastor que fue raptado por Selene, la luna, quien se enamoró perdidamente de él. Zeus concedió a la diosa que Endimión permaneciera eternamente joven, en un sueño perpetuo que no impedía la unión entre los amantes[51]. Mucho después, en el siglo XVI, Cyrano de Bergerac realizó tan prodigioso viaje inducido por un libro de un astrólogo llamado Carlam que contaba

 

una historia de este filósofo que dice que estudiando una tarde a la luz de una candela vio entrar, filtrándose por las puertas cerradas, a dos grandes ancianos, los cuales, después de muchas preguntas que él les  hizo, contestaron que eran habitantes de la Luna, y desaparecieron en diciendo esto[52].

 

 Plutarco de Queronea (siglos I-II d. de C.) se había referido también a la condición de la luna como morada de ultratumba y destino provisional de las almas nobles. El polígrafo griego, en su diálogo titulado Sobre la cara visible de la luna, intentó explicar qué son las manchas que se divisan en la superficie del astro. Uno de los dialogantes, Sila, se refiere a un tal Agesianacte quien afirmó que toda la luna

 

brilla con fuego en derredor pero, en su interior, muestra los ojos y el rostro sensual de una doncella, más brillantes que el azul; e incluso parece que muestra su rostro.[53]

 

Vicente Ramón Palerm, en su edición al diálogo de Plutarco mencionado, nos resume perfectamente la parte final de la obra (943A-945D), donde el escritor griego interpreta a través de su personaje Sila el cometido del astro en clave místico-religiosa:

 

En síntesis, la luna se identifica con Perséfone y la tierra con Deméter. Por su parte, el hombre se halla compuesto de cuerpo, alma e intelecto que se corresponden, respectivamente, con la tierra, la luna y el sol. En realidad —prosigue Sila— existen dos muertes: una primera, terrena, que separa el alma y el intelecto, de modo que los espíritus nobles vagan durante un tiempo hasta llegar a la luna y gozar de su contemplación, mientras que los innobles reciben el merecido castigo; una segunda muerte ocurre cuando el alma y el intelecto se desunen, de modo que este regresa al sol y el alma permanece en la luna hasta que se disuelve definitivamente; con el tiempo, la luna añade una nueva alma al intelecto que aporta el sol. La tierra produce el cuerpo y, de esta manera, se genera otra vida humana. Con antelación, las almas, en la luna, se convierten en démones, los cuales participan luego de los asuntos terrenos hasta la llegada de la segunda muerte. Ahora sabemos, por fin, el singular cometido de la luna que justifica el tratado en su totalidad: la producción y recepción de almas que han regresado de la primera muerte y que finalmente se disuelven en la sustancia lunar.[54]

 

Comprendemos entonces que bajo todas las leyendas y mitos que hemos mencionado late la creencia ancestral de que, efectivamente, los difuntos terminan en la luna, y por eso figuras humanas pueden contemplarse en el astro. Por eso Eliade corrobora las palabras de Plutarco cuando afirma:

 

El espacio lunar no era más que una etapa de la ascensión; había otras: sol, vía láctea, «círculo supremo». El alma descansaba en la luna mientras esperaba, como en la tradición de los upanishads, una nueva encarnación, una vuelta al círculo biocósmico. Esta es la razón por la que la luna preside la formación de los organismos, pero también su descomposición […]. Su destino consiste en «reabsorber» las formas y volver a crearlas.[55]

 

Eliade concluye su razonamiento afirmando la condición lunar del hombre, sujeto a las leyes del cambio y el devenir igual que la propia luna:

 

Podría decirse que la luna revela al hombre su propia condición humana; que, en cierta medida, el hombre se «mira» y se encuentra a sí mismo en la vida de la luna. Por eso el simbolismo y la mitología lunares son patéticos, pero también consoladores porque la luna rige a la vez la muerte y la fecundidad, el drama y la iniciación. La modalidad por excelencia de la luna es el cambio, los ritmos; pero es también el retorno cíclico, destino que hiere y consuela a la vez, porque si, por un lado, las manifestaciones de la vida son lo bastante frágiles para disolverse de manera fulgurante, por otro son restablecidas por el «eterno retorno» que la luna rige. Tal es la ley de todo el universo sublunar.[56]

 

 

 

 

Y POR ÚLTIMO, UN POETA MODERNO: FEDERICO GARCÍA LORCA

 

Lo explicado anteriormente podría llevarnos a pensar que las creencias anteriormente comentadas pertenecen a un estadio primitivo de la civilización, hoy felizmente superado por el racionalismo del hombre moderno. No me interesa ahora discutir tal aseveración sino comprobar cómo los viejos mitos persisten en nuestra cultura a través de nuevos vehículos, con los que tienen en común su anhelo por religar al hombre con lo sagrado: me refiero, especialmente, a la poesía.

Ángel Álvarez de Miranda explica en su trabajo Poesía y religión[57] la coincidencia en temas y motivos entre la obra literaria de Federico García Lorca y las religiones arcaicas de carácter naturalístico. Y así, los temas de la sangre (vida), la muerte y la fecundidad se constituyen en los tres pilares sobre los que se asienta la religiosidad antigua y también la poesía y el teatro de G. Lorca. Álvarez de Miranda señala la obsesión del poeta por la «fecundidad y sus conexos, maternidad, esterilidad, sexualidad y nupcialidad»[58], vistos siempre desde la hegemonía de la feminidad, del mismo modo que las religiones antiguas rendían tributo a esa gran madre (la tierra) que aseguraba la continuidad de la vida orgánica. Por ejemplo, en esa gran tragedia que es Yerma apreciamos nítidamente el horror por la esterilidad en tanto que fuerza negadora de la vida.

Por otro lado, la sangre es la vida y su derramamiento no resulta, en sí mismo, algo negativo, ya que para las antiguas creencias —lo decimos con palabras de Álvarez de Miranda— la sangre,

 

liberada de su cauce carnal, lo que sobreviene no es sólo la muerte —es decir, una pasividad—, sino algo sobremanera potente y dinámico, a saber: una desatada actividad; porque la sangre derramada es vida liberada, es alma en diáspora de energía. Es una potencia capaz de actuar sobre todo el universo cósmico.[59]

 

En la obra de G. Lorca se repite constantemente el motivo de la sangre que se derrama y fluye, el cual se relaciona con los de la fecundidad, sexualidad y generación pues la sangre es portadora de la vida y por tanto capaz de fertilizar la tierra y generar nuevas vidas. Baste un ejemplo:

 

Y mi sangre sobre el campo

Sea rosado y dulce limo

Donde eleven sus azadas

Los cansados campesinos.

(Libro de Poemas)

 

Y la muerte, en las mentalidades arcaicas, no es la faz antitética de la vida sino su natural continuación, una puerta abierta a formas nuevas de existencia. De ahí que la muerte de los personajes lorquianos tenga mucho de sangriento sacrificio, de derramamiento ritual de sangre engendradora de vida más que de mera desaparición de la víctima. El instrumento de aquélla, el cuchillo, cobra así una dimensión simbólica de agente del sacrificio y se repite obsesivamente en el poeta hasta el punto de convertirse en simbolización material de la muerte misma y no en su simple herramienta. ¡Cómo no recordar la impresionante escena final de Bodas de sangre,  donde la Madre y la Novia, que parecen olvidar sus trágicas diferencias personales,  entonan un fetichista himno al cuchillo!:

 

NOVIA. Y esto es un cuchillo,

un cuchillito

que apenas cabe en la mano;

pez sin escamas ni río,

para que un día señalado, entre las dos y las tres,

con este cuchillo

se queden dos hombres duros

con los labios amarillos.

 

MADRE. Y apenas cabe en la mano,

pero que penetra frío

por las carnes asombradas

y allí se para, en el sitio

donde tiembla enmarañada

la oscura raíz del grito.

 

Pero ese tríptico de fecundidad-sangre-muerte de la obra lorquiana queda asumido en una instancia superior que es la luna, principio motriz de la concepción religiosa arcaica del poeta[60]. Si quisiéramos podríamos multiplicar las citas textuales en las que Federico se refiere a la luna como sede de las almas de los muertos, o bien como su acompañante hasta el país de los muertos, que es ella misma. Los personajes lorquianos, predestinados a la muerte, terminan en la luna: Ignacio Sánchez Mejías (Que se pierda en la plaza redonda de la luna), el Amargo (El Amargo está en la luna), o su amigo José de Ciria y Escalante (Vuelve hecho luna…/ Y tú arriba, en lo alto, verde y frío). Otros personajes de trágico destino se relacionan con la luna: Antoñito el Camborio, moreno de verde luna, la gitana del Romance sonámbulo (un carámbano de luna/ la sostiene sobre el agua), sin olvidar el cuadro 1º del acto 3º de Bodas de sangre, donde la luna es causante de la muerte de los jóvenes al iluminar la noche para que los amantes fugados sean descubiertos [61].

Pero es quizá en el Romance de la luna luna donde Lorca ha plasmado con mayor acierto sus intuiciones poéticas acerca del astro y su relación con la muerte. Aunque resulte ocioso, recordaremos el conocidísimo poema que abre el Romancero gitano:

 

La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira mira.

El niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.                                     

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

Niño, déjame, no pises

mi blancor almidonado.

 

El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño,

tiene los ojos cerrados.

 

Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

 

¡Cómo canta la zumaya,

ay cómo canta en el árbol!

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano.

 

Dentro de la fragua lloran,

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela,

el aire la está velando.

 

La figura femenino-maternal de la luna que viene a la fragua mientras el niño la mira es, como hemos visto, un símbolo mítico recurrente en todas las culturas. Más atrás transcribí una versión cartagenera del cuento en la que se afirma que un niño se quedó mirando a la luna y entonces ésta se lo llevó, de lo que parece deducirse la existencia del tabú de contemplar el astro para evitar así un posible rapto. Parece corroborar esta idea el dato que ofrece Eliade de que entre los esquimales las mujeres solteras no miran a la luna para evitar quedar embarazadas por ella[62].

Continuando con la lectura del romance, se nos dice que la luna mueve sus brazos y «enseña lúbrica y pura/ sus senos de duro estaño». Estas antítesis parecen referirse a esa condición ambivalente de la diosa lunar, a saber, como madre fecundadora y como señora de la muerte, según señalé más atrás. Y cuando casi al final se dice que «Por el cielo va la luna/ con un niño de la mano», apreciamos claramente la función que hemos comentado de la luna como acompañadora de las almas hacia la región de los muertos, es decir, hasta ella misma, donde esperan la regeneración en otras formas de vida o —¿quién sabe?— la definitiva superación de la vida mortal.

Esta ojeada a las figuras de la luna nos ha permitido comprobar la vigencia de un viejo mito, aparentemente olvidado ya y sin embargo latente en la mentalidad contemporánea, que un poeta del siglo XX ha sabido rescatar y transformar con la magia de sus palabras en arte vivo y perdurable.



[1] Edición de Alberto Medina González y Juan Antonio López Férez, Madrid: Gredos, 1977, pág. 179.

[2] Vol. IV: «Inventario y documentación de la fábula greco-latina», Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1987, signatura H60.

[3] Fábulas de Esopo. Vida de Esopo. Fábulas de Babrio, ed. de Bádenas de la Peña y López Facal, Madrid: Gredos, 1978, n.º 60.

[4] Véase Antti Aarne y Stith Thompson, The Types of the Folktale, Helsinki: Academia Scientiarum Fennica, FF Communications, n.º 184, 19612. Hay traducción española de Fernando Peñalosa: Los tipos del cuento folklórico. Una clasificación, Helsinki: Academia Scientiarum Fennica, FF Communications, n.º 258, 1995. Véase especialmente la última revisión de la obra, llevada a cabo por Hans-Jörg Uther: The Types of International  Folktales. A Classification and Bibliography (Based on the System of Antti Aarne and Stith Thompson), Parts I-III, Helsinki: Academia Scientiarum Fennica, FF Communications, nos. 284-286, 2004.

[5] Hamlet, príncipe de Dinamarca (III-1), en Whilliam Shakespeare, Obras completas, 2 vols., trad. de Luis Astrana Marín, Madrid: Aguilar, 2003, tomo I, pág. 130.

[6] M. Chevalier, Cuentos folklóricos en la España del Siglo de Oro, Barcelona: Crítica, 1983, n.º 53, pág. 95.

[7] Jean de La Fontaine, Fábulas completas, ed. de Jorge Garza Castillo, Barcelona: Edicomunicación, 1999, pág. 31.

[8] Charles Perrault, Los deseos ridículos, en Cuentos de Antaño, trad. Joëlle Eyheramonno, Madrid: Anaya, 19864, pág. 92.

[9] Catálogo tipológico del cuento folklórico español. Tomo III: Cuentos religiosos, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2003, pp. 336-337.

[10] Cuentos populares gitanos, ed. de Diane Tong, trad. de Adolfo Gómez Cedillo, Madrid: Siruela, 19982, n.º 34, pág. 114.

[11] Se trata del motivo folclórico catalogado por S. Thompson como C75.1: «Se hace una imprecación temeraria dirigida a la luna». Véase, de este autor, Motif-Index of Folk Literature. A classification of narrative elements in folktales, ballads, miths, fables, medieval romances, exempla, fabliaux, jest-book and local legends, 6 vols., Copenhague y Blomington: Indiana University Press, 1955-1958.

[12] La resurrección mágica y otros temas de los cuentos populares del Campo de Cartagena, Murcia: Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 1992, pp. 127-128. Se pueden leer también en estas páginas cuarenta y dos dichos populares que refieren lo que supuestamente se ve en la luna

[13] G. García Herrero, A. Sánchez Ferra y J. F. Jordán Montes, La memoria de Caprés, Número Monográfico de la Revista Murciana de Antropología, Murcia: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 1997 (ed. 1999), pág. 129.

[14] Francisco R. López Megías y M.ª Jesús Ortiz López, El Etnocuentón. Tratado de las cosas del campo y vida de aldea, Autor: Almansa, 1997, n.º 18, pág. 46.

[15] Del folklore asturiano. Mitos, supersticiones, costumbres, Oviedo: IDEA, 19773, pág. 143.

[16] En José Elá, El joven que atrapó al puercoespín blanco y otros cuentos de los Fang de Guinea Ecuatorial, ed. de José Manuel Pedrosa y Antonio Enrique Ruiz Palomar, Barcelona: Ceiba, 2004, pág. 6.

[17] Tomo III: cuentos religiosos, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos, 2003, pp. 128-129.

[18] J. A. Sánchez Pérez, Cien cuentos populares españoles, Madrid: Saeta, 1942, n.º 32 (El viejecito de la luna), pp. 47-49.

[19] Porto-Rican Folklore. Folktales, by J. Alden Mason, edited by Aurelio M. Espinosa, Journal of American Folklore, XLII (1929), pp. 98-156, n.º 106.

[20] José Elá, El joven que atrapó al puercoespín blanco..., ob. cit., n.º 12, pp. 33-34.

[21] Timothy Harley, Moon Lore, London: Swan Sonnenschein, Le Bas & Lowry, 1885, pp. 56-57.

[22] Loc. cit..

[23] E. B. Tylor, Researches into the Early History of Mankind and the Development of Civilisation, ed. P. Bohanan, Chicago-Londres: University of Chicago Press, 1964, pág. 195.

[24] Moon Lore, ob. cit., pp. 34-35.

[25] Ibídem, pág. 56.

[26] José Luis Puerto, «Motivos legendarios en la provincia de León. Antigua pelea mítica entre el sol y la luna», Revista de Folklore, Valladolid: Obra social y Cultural de Caja España, 2005, n.º 292, pp. 142-143.

[27] La resurrección mágica…, pág. 126, n.º 38.

[28] Edward S. Curtis, Siete cabezas y otros relatos de los indios Salish y Kuternais, trad. de Maru Villavicencio, Palma de Mallorca: Olañeta, 1998, pp. 20-24 [«Origen del sol y de la luna»].

[29] Emma Godoy (recopiladora), Cuentos del mundo, México: Fondo de Cultura Económica, 2005, pp. 111-115 [«La liebre en la luna»].

[30] Anónimo, Cuentos de la China milenaria, 2 vols., ed. de Enrique P. Gatón e Imelda Hwang, Madrid: Anaya, 1987, vol. II, pág. 176.

[31] J.G. Frazer, El folklore en el Antiguo Testamento, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1983, pág. 32.

[32] Ibídem, pp. 26 y ss.

[33] Ibíd., pp. 32-33.

[34] Abdalá Benalmocaffa, Calila y Dimna, trad.. de Marcelino Villegas, Madrid: Alianza Editorial, 1991, pp. 187-189. El cuento ha sido catalogado como tipo 92 en la revisión del índice de tipos internacionales de Hans-Jörg Uther, y al parecer no circula en la tradición folclórica hispánica en la actualidad.

[35] Sagrada Biblia, ed. de Eloíno Nacar Fuster y Alberto Colunga Cueto, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 197318.

[36] Snorri Sturluson, Edda Menor, ed. de Luis Terate, Madrid: Alianza Editorial, 1984, pág .41.

[37] Ed. de Ángel Chiclana, Madrid: Espasa-Calpe, 20022, pág. 176.

[38] Ibídem, pág. 395.

[39] William Shakespeare, Obras completas, ob. cit., tomo II, pág. 538.

[40] Ibídem, pág. 542.

[41] Ibíd., pág. 77.

[42] Ibíd., pág. 79.

[43] Pierre Jakez Hélias, Le cheval d’orgueil, París: Plon, 1975, pág. 171.

[44] La Gaviota, ed. de Carmen Bravo-Villasante, Madrid: Castalia, 19842, pág. 159.

[45] El sabor de la tierruca, en Obras completas, pág. 1063a, Madrid: Aguilar, 1943.

[46] En Obras completas, I, Barcelona: Destino, 1975, pág. 546.

[47] Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno, prólogo de Mario Vargas Llosa, Madrid: Espasa-Calpe, 1982, pág. 32.

[48] Cito por la siguiente edición: Tratado de Historia de las Religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado, Madrid: Ediciones Cristiandad, 19812, cap. IV: «La luna y la mística lunar», pp. 170-199. En la portada de esta edición aparece la palabra «dinámica» en lugar de «dialéctica», que es como se cita en adelante y que resulta más apropiada al sentido que Eliade da en su libro a lo sagrado.

[49] Juan Rulfo, Pedro Páramo y El llano en llamas, Barcelona: Planeta, 19809, pág. 39.

[50] Eliade, ob. cit., pág. 173.

[51] Luciano de Samosata, Relatos verídicos (I-11), en Relatos fantásticos, Madrid: Alianza Editorial, 1998, pág. 33. Max Müller interpretó el sueño de Endimión como un mito astral que relataría, con protagonista humano, el ocaso del sol (=Endimión) y la llegada de la noche (=Selene). Véase F. Max Müller, Mitología comparada, Barcelona: Edicomunicación, 1988, pp. 71-74.

[52] Cyrano de Bergerac, Viaje a la luna, trad. de J. C. Martí, Madrid: Espasa-Calpe, 19603, pág. 26.

[53] En Plutarco, Obras morales y de costumbres (Moralia), IX, trad. de Vicente Ramón Palerm, Madrid: Gredos, 2002, pág. 131.

[54] En Plutarco, ob. cit., introducción de Vicente Ramón Palerm a Sobre la cara visible de la luna, pág. 126.

[55] Eliade, ob. cit., pág. 186.

[56] Ibídem, pp. 196-197. Puede leerse también, a propósito del simbolismo de la luna, el resumen que aparece en la entrada «Luna» del Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cillot, Madrid: Ediciones Siruela, 19983, pp. 289-291.

[57] En Obras, 2 vols., Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1959, tomo II, pp. 41-111.

[58] Ibídem, pág. 50.

[59] Ibíd., pág. 57.

[60] Véanse especialmente las páginas 79-88 de la obra citada de Álvarez de Miranda, que por cierto se basa, en cuanto a la explicación de la mentalidad en las religiones arcaicas, en el trabajo de Eliade que hemos comentado.

[61] La luna aparece caracterizada aquí como un leñador, lo que sin duda no es casual si tenemos en cuenta todo lo dicho hasta ahora acerca de la figura del hombre que se ve en ella.

[62] Eliade, ob. cit., pág. 180.